viernes, 24 de octubre de 2008

ROSA LUXEMBURG

ROSA LUXEMBURG
Y LA ESPONTANEIDAD REVOLUCIONARIA
Daniel Guérin




PRIMERA PARTE

LOS HECHOS



PREFACIO


La espontaneidad goza de gran actualidad, por no decir, lo que sería peyorativo, que está de moda. Mayo de 1968, huracán que nadie desencadenó deliberadamente, que en, cada una de las empresas y los establecimientos educacionales de Francia puso en tela de juicio al poder capitalista y la ideología burguesa, estuvo a punto de barrer un gobierno en apariencia fuerte y prestigioso (“En mayo todo se me escapaba”, Charles De Gaulle). Mayo del 68 fue una borrachera para una juventud entusiasta, y los efectos mágicos de la espontaneidad la deslumbraron durante un tiempo. Pero los mismos sortilegios que les había hecho atropellar a todas las instituciones y perturbar todos los valores establecidos, incluidos la C. G. T. y el Partido Comunista, a la larga afectaron de impotencia a esos jóvenes magos. El recurso exclusivo al arma de la espontaneidad fue, en consecuencia, puesto en tela de juicio.

Parece útil, por tanto, proceder al examen de un fenómeno complejo y, a pesar de la reciente lección de los hechos, todavía bastante mal explorado.

La espontaneidad, fuerza elemental que, por ello, no es el invento de ningún teorizador, ha sido observada, analizada y, en parte, exaltada por una gran teórica revolucionaria, Rosa Luxemburg. Resulta normal, por tanto, que mayo del 68 haya multiplicado el interés por sus trabajos, sobre todo para quienes se ocupan de la autoactividad de las masas.

Pero el 1968 francés no sólo ha demostrado la eficiencia de la espontaneidad, también fue un relevamiento de sus limitaciones. Aparte, un sector de “espontaneístas” irreductibles, adversarios maniáticos de la organización, por odio al peligro burocrático, y que se han condenado a la esterilidad, ningún militante, ni en los medios estudiantiles ni en la clase obrera, cree actualmente que sea posible, para llevar a su término una revolución, prescindir de una “minoría activa”. Desgraciadamente, ni el Partido Comunista, convertido en “contrarrevolucionario”, ni los grupúsculos sectarios rivales -que a pesar de sus esfuerzos no han logrado suficiente arraigo en el proletariado-, han podido hasta ahora proveer esa necesaria punta de lanza. El provisorio fracaso es debido, no tanto a los excesos del “espontaneísmo” como a la momentánea carencia de una formación obrera en condiciones de desempeñar un papel revelador de la conciencia.

Antes de pasar al análisis de las concepciones luxemburguistas acerca de la espontaneidad, nos parece necesario, a título de contribución personal, examinar rápidamente la naturaleza y el mecanismo del movimiento de masas, pues Rosa estudió más sus efectos, sus manifestaciones exteriores, que su dinámica interna. Simple, como todos los fenómenos de la naturaleza, elemental, como el hambre o el deseo sexual, esta fuerza tiene como motor primario, como impulso original, el instinto de conservación de la especie, la necesidad de subsistencia, el aguijón del interés material[1]. Los trabajadores se movilizan, abandonan la pasividad, la rutina y el automatismo del gesto cotidiano, dejan de ser moléculas aisladas y se sueldan con sus compañeros de trabajo y de alienación, no porque un “conductor” los incite a ello, tampoco, lo más a menudo, porque un pensamiento consciente los despierte y fanatice, sino, simplemente, porque la necesidad los empuja a asegurar o a mejorar sus medios de subsistencia y, si éstas han alcanzado ya un nivel más alto, a reconquistar su dignidad de hombres. Este movimiento existe permanentemente, en estado latente, subterráneo. La clase explotada no deja en ningún momento de ejercer una relativa presión sobre sus explotadores para arrancarles, en primer lugar, una ración menos mezquina, y luego un mínimo de respeto. Pero, en los períodos de baja, esa presión es sorda, invisible, heterogénea. Se manifiesta en débiles reacciones individuales o de pequeños grupos aislados. El movimiento de masas se halla atomizado, replegado sobre sí mismo.

Sin embargo, en ciertas circunstancias ocurre que reaparece bruscamente en la superficie, se manifiesta como una enorme fuerza colectiva homogénea, ocurre que estalla. El exceso de miseria o de humillante opresión, no sólo económica, sino también política, provoca en cada una de sus víctimas un grito tan alto que todas las víctimas se sienten gritando juntas -a veces, por otra parte, uno o dos gritos se adelantan a los otros, aun en el más espontáneo de los movimientos. Como decía un obrero: “Siempre hay alguien que comienza la espontaneidad”-; y la unanimidad de ese grito les da confianza en sí mismos; y su protesta se convierte en un alud, el contagio revolucionario se extiende al conjunto de la clase.

Lo que confiere su particularidad al movimiento de masas es el carácter concreto, pero limitado, de sus objetivos. Inconsciente, al menos en sus comienzos, difiere por su naturaleza de las acciones de los grupos políticos conscientes, o pretendidos tales. Puede, en ciertas circunstancias, proyectar su impulso a través de un partido, pero aún así no se produce una verdadera fusión. El movimiento de masas continúa obedeciendo a sus propias leyes, persiguiendo sus fines particulares, como el Ródano, que luego de verter sus aguas en el lago Leman prosigue su propio curso. La disparidad entre los móviles de la acción de las masas y aquellos de los partidos políticos es el origen de toda suerte de errores y desencuentros, de tácticas y diagnósticos falsos.

En una revolución existen dos clases de fuerzas que pueden marchar juntas y aun asociarse, pero que no son de la misma naturaleza y no se expresan en el mismo lenguaje. Toda revolución parte de un equívoco, unos se ponen en camino hacia objetivos puramente políticos -en la Rusia de 1905 y 1917, por ejemplo, contra el despotismo zarista-, los otros se lanzan a la lucha por motivos bastante diferentes: en la ciudad, contra la carestía de la vida, los bajos salarios, los impuestos, incluso el hambre; en el campo, contra la servidumbre y los cánones feudales, etc. Puede ocurrir que los segundos, por una natural asociación de ideas, adopten momentáneamente la terminología de los primeros, les presten sus brazos y viertan su sangre por ellos. Pero no por eso el movimiento de masas deja de seguir su propio camino. Como ha hecho con ellos una parte del camino, los políticos se imaginan que el movimiento de masas estará eternamente a su disposición como un perro amaestrado, que podrán llevarlo a donde ellos quieran, hacerle aceptar lo que a ellos les convenga, aplacar su hambre o dejarlo hambriento, hacerlo avanzar, retroceder y volver a avanzar conforme con sus cálculos, utilizarlo, llevarlo a una vía muerta y sacarlo luego de ella para volver a utilizarlo. El movimiento de masas no siempre se presta para semejante gimnasia. Una vez puesto en marcha no permanece fiel si no se le es fiel, si no se avanza siempre con él, ininterrumpidamente y en la dirección que su instinto de conservación le indica.
La asociación de ideas que hace aceptar a las masas el lenguaje de los políticos es frágil. Muy poco hace falta para romperla, para anular el circunstancial acuerdo: a veces una simple pausa en la marcha que, aun si es estratégicamente hábil, puede quebrar el impulso de las masas. Tal político, que la víspera, con un gesto, una palabra, ponía en pie a cien mil hombres, al día siguiente gesticula en el vacío, sin que nadie le responda. Puede desgañitarse, la asociación de ideas ya no funciona, la confianza ya no existe, el milagro no se produce más. Decepcionado, el movimiento de masas jura que no lo volverán a estafar, se repliega sobre sí mismo, ya no está a la disposición de nadie.

Una larga y cruel experiencia enseñó a los trabajadores a desconfiar de los políticos, a quienes aplican despectivamente un nombre que expresa la distinta naturaleza de su movimiento: “politiqueros”. Fácilmente consideran a los políticos: parásitos, ociosos y charlatanes que siempre los usaron para traicionarlos. Se rehúsan, así, con la misma rapidez como antes se habían entregado, y se maldicen por haber dejado nuevamente que “les hicieran el cuento”.

La masa de los trabajadores, encadenados desde el alba a la noche a su dura labor, aplastados por la fatiga, los problemas domésticos y, en las grandes aglomeraciones urbanas, por la lentitud y la incomodidad de los transportes, atontados por los “mass media”, monopolizados por la clase dominante, carentes de tiempo libre y de medios propios de información, en su conjunto no alcanzan a relacionar la lucha por mejoras materiales con un objetivo superior sin el cual, como el trabajo de Sísifo, esa lucha deberá perpetuamente recomenzar.

Sin embargo, a pesar de todo, una minoría proletaria, más instruida y lúcida, compuesta principalmente por obreros calificados, logra elevarse por sobre el estrecho horizonte del pan cotidiano[2]. De esta manera el inconsciente relativo de la clase puede ser esclarecido por el consciente. Si esta elite obrera se muestra capaz de dar cuenta de las particularidades y de las leyes complejas del movimiento de masas, si vela sin desmayos para que la asociación de ideas juegue constantemente entre las reivindicaciones inmediatas de sus compañeros de trabajo y el objetivo revolucionario propuesto, si se dedica a sugerir, a explicar, nunca a “dirigir”, entonces la fusión tiene probabilidades de realización.

Tal fusión es indispensable, pues ambas fuerzas se necesitan absolutamente. ¿Qué puede hacer una elite sin las masas? ¿Qué pueden las masas sin las elites sino, luego de una breve explosión, de efímeras conquistas, retirarse decepcionadas, sintiéndose vencidas?

Cierto es que a veces la elite y el movimiento de masas se dedican a un siniestro juego de escondite. El segundo está preparado para el combate y ya se ha lanzado a la pelea. Sería suficiente que algunos militantes conscientes le ayudaran a trascenderse. Pero, en el preciso instante en que sería necesaria, esa elite no existe o, si está presente, no logra elevarse a la altura de la situación. La conciencia ha fallado en su tarea, o la clase dominante ha logrado ponerla a su servicio. El instinto, abandonado a sí mismo, luego de algunas violentas sacudidas y escaramuzas de retaguardia, se pierde en la arena. Revolución frustrada.

Puede también ocurrir lo contrario. Después de haber aprendido la lección de anteriores experiencias, una minoría consciente se muestra capaz de seguir hasta el fin. Se vuelve al movimiento de masas y requiere su apoyo, pero las masas no interpretan el llamado, o en ese momento están adormecidas, porque están ocupadas en la digestión de las migajas arrancadas al enemigo o porque el recuerdo de un reciente fracaso o de una represión brutal ha dispersado al movimiento. Reducida a sus magras fuerzas, la minoría consciente se agita y se agota en vano. Revolución frustrada.

La victoria surge de la conjunción de las dos fuerzas, el día que, a pesar de sus diversidades, sus diferencias de formación y de óptica, sus intereses divergentes, se lanzan juntas a la batalla. Octubre de 1917.

Sin embargo, aun cuando se trate de una formación política que se reivindique del proletariado, cuyos intereses coincidan por un momento con los del proletariado, como fue el caso del partido bolchevique en el otoño de 1917, no es posible generalizar a partir de tal ocasional conjunción, ni se puede estar de acuerdo con Gramsci cuando el marxista italiano sostiene que la “teoría” -denotando con ese término una “dirección política del proletariado”- y “espontaneidad” “no pueden oponerse entre sí”. Tal optimista afirmación revela idealismo, y ha sido cruelmente desmentida por la historia.

Resta examinar, lo que será cuestión al final de este libro, una forma obrera consciente, presentida dialécticamente aunque no verdaderamente hallada por Rosa Luxemburg, que no sería distinta ni separada del grueso de la clase, siendo el fruto mismo de sus entrañas, cuyos modos de funcionamiento la inmunizarían contra el peligro de burocratización. Entonces, sólo entonces, los graves obstáculos que comprometen la simbiosis de la espontaneidad y la conciencia quedarían al fin removidos.



CAPÍTULO I

ESPONTANEIDAD Y CONCIENCIA


Demos una vuelta por el pasado y veamos cómo los grandes precursores, tanto marxistas como anarquistas, pues en esos tiempos remotos ambas corrientes eran parientes bastante cercanos, definieron la espontaneidad en sus relaciones con la conciencia.


CUESTIÓN DE VOCABULARIO

Espontáneo deriva del bajo latín spontaneus, del latín clásico sponte (libremente, voluntariamente), que a su vez se origina en una voz griega.

Conforme el Littré, el adjetivo significa: 1), que tiene su principio en sí mismo; 2) que se hace, se produce por sí mismo; 3) -en fisiología- que no es producido por una causa externa.

Marx y Engels no emplearon las palabras spontan, Spontaneität que, parece, no eran prácticamente utilizadas en alemán sino en fisiología, pero que luego se harían comunes en la jerga política bajo la pluma, entre otros, de Rosa Luxemburg[3]. Dichos autores aplicaron al movimiento proletario los adjetivos selbständig o eigentümlich, ambos tienen el mismo sentido, quizás algo más restringido, menos dinámico, que la segunda acepción francesa: que ese movimiento existe por sí mismo, que tiene su propia existencia. Esos epítetos se encuentran traducidos al francés por “autónomo”. Se habla corrientemente en política de “el movimiento autónomo de las masas”. Examinada más atentamente, esa expresión no es muy adecuada, pues en nuestro idioma la palabra “autónomo” corre el riesgo de dar a entender ciertas restricciones con respecto a “independiente”.

El Littré nos informa sobre la etimología de tal limitación: la autonomía era el derecho que los conquistadores romanos concedían a algunas ciudades griegas para que se administrasen conforme sus propias leyes. Lo mismo ocurre en nuestros días. Para tomar un ejemplo reciente un país colonizado, como Túnez, debió pasar por la etapa de la “autonomía interna” antes de poder acceder a la independencia.

Marx y Engels usaron también otra expresión: hablaban de la gesehichtliche Selbsttätigkeit del proletariado, literalmente “su autoactividad histórica”, que, anticipando ciertas formas del lenguaje posterior, se ha traducido como “espontaneidad histórica”.

Engels, en Los orígenes de la propiedad, la familia y el Estado, habla también de “organización autoactiva (selbsttätig) de la población en armas”, expresión que retoma Lenin en El Estado y la revolución[4]. Los traductores franceses traducen aproximadamente selbsttätig por espontáneo (spontané).

Marx, finalmente, cuando alude a los primeros intentos de creación de una organización comunista internacional, escribe que “surge naturalmente (naturwüchsig) del suelo de la sociedad moderna”. Aquí también se han tomado algunas libertades al traducirlo como “espontáneamente”[5].

“Autonomía”, o “independencia”, o “autoactividad”, del movimiento de masas. ¿De frente a qué? En primer lugar, de frente a las formaciones políticas burguesas. Es así como Engels ha discernido, después de los grandes movimientos revolucionarios burgueses, la aparición de movimientos selbständig de la clase que jugara aproximadamente el papel de antecesora del proletariado moderno.

Pero el movimiento de masas posee existencia propia también de frente a las formaciones políticas socialistas o comunistas. Es cierto que para Marx y Engels los comunistas “no tienen intereses separados de los del proletariado en su conjunto. Los comunistas no establecen principios particulares sobre los cuales quisieran modelar al movimiento proletario [...] Representan constantemente el interés del movimiento total”. ¿Cuáles son las razones de esa pretendida identidad? Que sus concepciones teóricas “no se basan para nada en ideas, en principios inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. Sólo son la expresión general [...] de un movimiento histórico que se realiza frente a nosotros”.

Sin embargo, para los redactores del Manifiesto comunista, de ninguna manera se confunden movimiento proletario y comunismo, pues los comunistas, dicen, “tienen sobre el resto de la masa proletaria la ventaja de comprender las condiciones de la marcha y los resultados generales del movimiento proletario”. El movimiento de la masa proletaria tiene, por tanto, “una existencia propia”, una “autoactividad elemental, incluso en relación con su expresión política consciente”[6].

Esa diferenciación era, ciertamente, embrionaria aún, poco perceptible en 1847, pero aparecería más claramente en una fase ulterior. Es así, por ejemplo, como en su Historia de la revolución rusa Trotsky marcará constantemente la distinción entre “el proceso molecular de las masas”, “la rueda gigante de las masas” y la acción conducida por las formaciones políticas revolucionarias, notablemente el partido bolchevique.[7], [8]
Entre los fundadores del anarquismo el acento está puesto sobre la espontaneidad, y posiblemente es a través de ellos como ese término ha terminado por incorporarse al lenguaje político alemán. En Stirner prácticamente no existe, sino bajo la forma de Empõrung, precisa el propio autor que en el sentido etimológico de indignación, de rebeldía, y no en el sentido penal de motín, sedición[9]. Pero es Proudhon quien escribe “Lo que importa retener de los movimientos populares es su perfecta espontaneidad”. Y agrega: “Una revolución social [...] es una transformación que se cumple espontáneamente [...]. No llega gracias a la orden de un jefe que posee una teoría preconcebida [...]. Una revolución no es verdaderamente la obra de nadie”. Después de él, Bakunin repite que las revoluciones “se hacen por sí mismas, producidas por la fuerza de las cosas, por los hechos, por el movimiento de los acontecimientos. Se preparan durante largo tiempo en las profundidades de la conciencia instintiva de las masas populares, repentinamente estallan, producidas a menudo en apariencia por causas fútiles”. En la revolución social “la acción de los individuos [...] es casi nula”, la acción espontánea de las masas debe serlo “todo”. La revolución “no puede ser producida y llevada a su pleno desenvolvimiento si no es por la acción espontánea y continuada de las masas”. De la misma manera, los cimientos de la primera internacional reposan “en el movimiento espontáneo de las masas populares de todos los países, no en una teoría política uniforme, impuesta a las masas por algún congreso general”.

Sin embargo, contrariamente a lo que imaginan sus adversarios marxistas, si ambos pensadores libertarios ponen el acento sobre la espontaneidad, no desprecian de ninguna manera el papel de las minorías conscientes. Proudhon observa que “las ideas que en todas las épocas han agitado a las masas habían brotado previamente del cerebro de algún pensador [...]. Las multitudes nunca tuvieron la prioridad”. En cuanto a Bakunin, si, por una parte, se separa de Proudhon al invertir el razonamiento de este último y atribuir la prioridad a la acción elemental de las masas, prescribe, por otra parte, a los revolucionarios conscientes, el imperioso deber “de ayudar al nacimiento de una revolución, difundiendo entre las masas ideas” concordantes con su misión de “servir de intermediarios entre la idea revolucionaria y los instintos populares”, de “contribuir a la organización revolucionaria del poder natural de las masas”[10].


¿LA ESPONTANEIDAD SUBESTIMADA?

Pero, a continuación, la noción de autoactividad y espontaneidad, presente en el marxismo –original así como en el anarquismo, ha sido bastante oscurecida por algunos de los sucesores de Marx y Engels. En primer lugar Kautsky, después Lenin.

Para el teórico de la socialdemocracia alemana sería “enteramente falso” que la conciencia socialista fuera el resultado directo, necesario, del movimiento proletario de masas. El socialismo y la lucha de clases provendrían de premisas diferentes. La conciencia socialista habría surgido de la ciencia. Luego, los portadores de la ciencia son, al menos hasta nueva orden, intelectuales originarios de la burguesía. A través de ellos el socialismo científico habría sido “comunicado” a los obreros. “La conciencia socialista -pretende Kautsky- es un elemento importado a la lucha de clases del proletariado desde afuera, no es algo que haya surgido espontáneamente”. A lo máximo, el movimiento obrero puede producir el “instinto socialista”, “la necesidad del socialismo”, pero nunca la idea socialista[11].

Lenin no discute la existencia de la espontaneidad, pero no oculta su desconfianza hacia ella. Esto lo expresa, por otra parte, en términos bastante contradictorios. A veces admite que la espontaneidad “no es en el fondo otra cosa que la forma embrionaria de la conciencia”. Otras utiliza términos mucho más negativos: espontaneidad es sinónimo de inconciencia (sic)[12]. De acuerdo con Kautsky, entiende que los obreros, dispersos, oprimidos, sumidos en la animalidad (sic) bajo el capitalismo, en su inmensa mayoría no pueden poseer todavía una conciencia de clase socialista[13]. Esta sólo puede serle aportada desde el exterior[14].

Lenin llega todavía más lejos que el teórico alemán. Conforme lo precedente, cree poder deducir que “la vanguardia” revolucionaria debe evitar “cualquier sumisión servil a la espontaneidad del movimiento obrero”[15]. Inclinarse ante esa espontaneidad equivaldría a reducir la vanguardia a “una simple sirvienta” del movimiento proletario[16]. Sostiene, por lo contrario: “Nuestra tarea es la de combatir (sic) la espontaneidad”. Congratula al fundador del socialismo alemán, Ferdinand Lassalle, por el hecho de “haber llevado a cabo una lucha encarnizada contra la espontaneidad”[17]. El partido no debe ser confundido con la clase o, en todo caso, sólo hasta cierto punto. “La lucha espontánea del proletariado no se convertirá en una verdadera lucha de clases hasta tanto no sea dirigida por una fuerte organización revolucionaria”.

Sobre todo, que el obrero no pretenda “arrancar su suerte de las manos de sus dirigentes”. Eso sería el mundo al revés: “el completo aplastamiento de la conciencia por la espontaneidad”[18].


UN PROCESO DIALÉCTICO

Rosa Luxemburg no hace en realidad otra cosa que volver a las auténticas fuentes del marxismo, más aún, a pesar de que ella haya creído su deber negarlo, del anarquismo. Esto desde el momento que se pone de contrapunto con Kautsky y Lenin para reivindicar la noción de autoactividad, término que a veces emplea, y de espontaneidad, palabra que usa más a menudo.

“En la historia de las sociedades de clases -le objeta a Lenin- el movimiento socialista fue el primero en contar, para todas sus fases y en toda su actividad, con la organización y la acción directa de las masas, siendo que de ellas extrae su propia existencia (selbständing)”.

Quiere creer, por cierto, que la organización centralista del partido es una condición previa de su capacidad de lucha. Pero, mucho más importante que esas “exigencias formales” es para ella la espontaneidad. Centralización, sí, mas una centralización que “no debería basarse ni en la obediencia ciega, ni sobre la subordinación mecánica de los militantes a un poder central”. Le replica al autor de ¿Qué hacer? que “no puede haber en el partido tabiques estancos entre el núcleo proletario consciente que forma sus cuadros sólidos y las capas circundantes del proletariado, ya entrenadas en la lucha de clases y cuya conciencia de clase crece día a día”.

Espontaneidad y conciencia no son procesos separables, ni mecánica ni cronológicamente, se trata de un desarrollo dialéctico. Es en el curso mismo de la lucha donde el ejército del proletariado adquiere progresivamente mayor conciencia de los deberes de esa lucha. La vanguardia del proletariado consciente se encuentra en un estado de permanente devenir[19].

Cuanto más crece el proletariado en número y en conciencia, tanto menos se justifica que sea sustituido por una “vanguardia” instruida. En la medida que la ceguera de las masas retrocede frente a la educación, la base social sobre la que se apoyan los “jefes” queda destruida. La masa se convierte, por así decirlo, en dirigente y sus “jefes” no resultan otra cosa que “los ejecutantes, los instrumentos de su acción consciente”. Contrariamente a la opinión de Lenin, para quien, ya lo hemos visto, espontaneidad equivalía a inconciencia, Rosa consideraba que la “inconciencia” de la clase obrera pertenecía a un pasado ya superado. El único sujeto al que le corresponde el papel de dirigente hoy en día es el yo colectivo (das Massen-Ich) de la clase obrera.

Ciertamente, ese proceso no es instantáneo ni tampoco sigue una línea recta. “La transformación de la masa en ‘dirigente’ seguro, consciente y lúcido, la fusión de la ciencia con la clase obrera soñada por Lassalle, no es ni puede ser otra cosa que un proceso dialéctico, puesto que el movimiento obrero absorbe continuamente nuevos elementos proletarios así como desertores de otros estratos sociales[20]. Sin embargo, ésta es y deberá ser la tendencia dominante del movimiento socialista: la abolición de los ‘dirigentes’ y de la masa ‘dirigida’ en el sentido burgués, la abolición de ese fundamento histórico de toda dominación de clase”. El partido consciente es, en última instancia, “el movimiento propio de la clase obrera”[21].


LA EXPERIENCIA CONCRETA

Ahora Rosa pasa de las condiciones teóricas al análisis de acontecimientos contemporáneos. Lo hace con tanto mayor ardor polémico por cuanto escribe para el lector de su país de adopción, para una clase obrera alemana, conducida por la batuta de una socialdemocracia reformista, a la que treinta años de parlamentarismo y de reivindicaciones inmediatistas le han embotado el sentido de la acción directa[22].

Ya había observado, a propósito de la huelga de 1902: “la historia de todas las revoluciones precedentes nos demuestra que los violentos movimientos populares, lejos de ser productos voluntarios, arbitrarios, de pretendidos ‘jefes’ o ‘partidos’, como se lo imaginan el policía y el historiador burgués oficial, son sobre todo fenómenos sociales elementales, producidos por una fuerza natural, cuya fuente es el carácter de clases de la sociedad moderna”[23].

Lenin había creído necesario apoyar su teoría antiespontaneísta en la experiencia del movimiento obrero ruso, conforme su propia interpretación del mismo. Rosa proponía, a partir de la misma experiencia, una interpretación completamente diferente. En su opinión, formulada en 1904, por tanto antes de la revolución de 1905, “la historia misma del movimiento obrero en Rusia nos ofrece numerosas pruebas del problemático valor” de las concepciones de Lenin. “¿Qué nos enseñan las vicisitudes por las cuales ha pasado hasta hoy el movimiento socialista en Rusia? Las más importantes y fecundas reorientaciones tácticas de los últimos diez años no han sido la ‘invención’ de algunos dirigentes, sino que fueron en cada ocasión el producto espontáneo del desarrollo mismo del movimiento”.

Rosa enumera algunos ejemplos: la erupción elemental de dos gigantescas huelgas en San Petersburgo a fines de mayo de 1896 y en febrero de 1897; las demostraciones callejeras espontáneas durante las agitaciones estudiantiles de marzo de 1901; la huelga de Bakú, en el Cáucaso, en marzo de 1902, la que estalló de manera fortuita; la huelga general que se produjo por sí misma en Rostov, sobre el río Don, en noviembre de 1902, con manifestaciones callejeras improvisadas, asambleas populares al aire libre y arengas públicas, que los más audaces socialistas recordarían años más tarde como una visión fantástica; después la grandiosa huelga general que, entre mayo y agosto de 1903, se extendió a todo el sur de Rusia. “El movimiento no es ya decretado desde un centro, conforme un plan preconcebido. Se desencadena en diversos puntos y por distintos motivos, adoptando las más variadas formas, para confluir luego en una corriente común”. Finalmente, en julio de 1904, la gigantesca huelga general de Bakú, inmediato preludio de la revolución que comenzaría en enero de 1905 con la huelga general de San Petersburgo.

Desde el verano de 1904, Rosa había advertido que el movimiento obrero ruso se hallaba en vísperas de grandes combates revolucionarios para la abolición del absolutismo, en el umbral o, mejor dicho, ya en un período de la más intensa actividad creativa, de ampliación de la lucha, febrilmente y de a saltos[24]. La explosión revolucionaria de 1905 confirmaría en todos sus puntos la justeza de sus análisis y previsiones. “Aquí ya no se puede hablar ni de plan previo ni de acción organizada, pues los llamamientos de los partidos apenas logran seguir al movimiento espontáneo de la masa. Los dirigentes no hacían a tiempo para formular consignas para una multitud revolucionaria que se lanzaba al asalto [...]. Durante toda la primavera de 1905 y hasta el pleno verano fermentó dentro del gigantesco imperio una infatigable lucha económica de prácticamente el conjunto del proletariado contra el capital”.

El contagio alcanzó a las profesiones liberales y la pequeña burguesía, al campo y hasta los cuarteles. “Esta primera y general acción directa de la clase [...] despertó por primera vez el sentimiento y la conciencia de clase de millones de hombres como por una sacudida eléctrica [...]. Esa masa tomó conciencia repentinamente, con una tajante claridad, del carácter insoportable de la existencia económica y social que había soportado pacientemente bajo las cadenas del capitalismo durante decenios. Así que, de manera general y espontánea, la masa comenzó a sacudir y tironear fuertemente sus cadenas...”.

“En los principales establecimientos de los centros industriales más importantes se constituyen consejos obreros espontáneamente [...]. Sindicatos nuevos, jóvenes, vigorosos y alegres se yerguen como Venus de la espuma del mar [...] La marejada del movimiento se vuelca por momentos sobre todo el imperio, o se subdivide en una inmensa red de rápidos torrentes, o surge de las profundidades como una fuente viva, o se sume enteramente en el subsuelo”. Todas las formas de lucha “fluyen entrecruzadas, paralelamente, mezcladas, inundándose unas a otras; es un mar de fenómenos, eternamente fluctuantes, siempre en movimiento [...] es el pulso vivo de la revolución, al tiempo que su más potente rueda motriz [...] es el movimiento mismo de la masa proletaria”[25].


¿PANTEÍSMO O DETERMINISMO?

El tono un tanto lírico y hasta épico con que se expresa Rosa puede sorprender al lector no iniciado. Pero su penetrante intuición del movimiento elemental, espontáneo, de las masas, la manera como lo compara con los fenómenos de la naturaleza, es uno de los rasgos más originales de la personalidad de Rosa Luxemburg, que le asigna un lugar especial dentro del marxismo. Su amiga y biógrafa holandesa, Enriqueta Roland Holst, anotaba: “Tenía una fe mística en las masas revolucionarias y en su capacidad. En ella esta fe estaba unida en su nunca desmentida confianza en la fuerza creativa de la vida”[26]. Pero esta opinión, cuya autora estaba afectada de religiosidad, debe ser tomada con reservas.

En una carta, escrita mucho más tarde, desde la prisión, a otra amiga, Matilde Wurm, Rosa recurría nuevamente a las imágenes marinas para acceder a los secretos del poder, y también de la versatilidad, del movimiento de masas: “El alma de las masas contiene siempre dentro de sí, como Thalatta, el mar eterno, todas las posibilidades latentes: calmas chichas mortales y tempestades desenfrenadas, la más abyecta cobardía y el heroísmo más exacerbado. Las masas [...] son siempre lo que deben ser en función de las circunstancias, y siempre están a punto de convertirse en algo completamente diferente de lo que parecen ser. En verdad, extraño capitán sería aquel que piloteara su nave según el momentáneo aspecto superficial de las ondas y que no supiera, por señales provenientes de las profundidades o del cielo, prever la proximidad de las tempestades”[27].

Debe tenerse en cuenta que Rosa fue acusada de determinista[28]. Ciertamente, ella había aprendido de sus maestros marxistas que las masas son espontáneas sólo cuando las condiciones objetivas les permiten serlo. Las “leyes de bronce de la evolución” son más fuertes que los estados de humor ocasionales[29]. Las masas no se sublevan sino cuando la historia les suministra la ocasión y los medios. Pero, y sobre todo, no debe confundirse materialismo histórico con fatalismo. Es cierto, toma la precaución de precisar, “los hombres no hacen su historia ya armada de punta en blanco, pero son ellos quienes la hacen”. Es verdad, “el proletariado depende para su acción del desarrollo de la sociedad, de la época, pero la evolución socialista tampoco se hace fuera del proletariado. Éste es su impulsión y su causa, y al mismo tiempo su producto y su consecuencia. Su acción es parte de la historia, contribuyendo a determinarla”[30]. Existe constante interacción entre lo subjetivo y lo objetivo.

Rosa le explica a una amiga: “La voluntad humana debe ser estimulada hasta el extremo, y se trata de luchar conscientemente y con todas las fuerzas. Pero pienso que el efecto de tal intervención consciente sobre las masas depende [...] de resortes elementales profundamente ocultos en el seno de la historia [...]. Sobre todo, no olvide que: estamos sujetos a las leyes de la evolución histórica, y éstas jamás fallan”[31]. Durante la Primera Guerra Mundial manifestará su confianza “en el valiente topo de la historia que noche y día cava su túnel hasta que se abre un camino hacia la luz”[32]. ¡Paciencia! “La historia ha hecho ya saltar por los aires tantos montones de basura que obstruían su camino... Esta vez también hará lo necesario. Cuanto más desesperantes parecen las cosas tanto más radical es la limpieza”[33]. Pocos meses después estallaba la revolución en Alemania.


¿EL PARTIDO SUBESTIMADO?

A pesar del reproche que se le ha hecho de idealizar al movimiento de masas, o de usar, al analizarlo, un lenguaje que podría pasar por “idealista”, Rosa, en el punto en que nos hallamos, ha propuesto interpretaciones y formulado observaciones con respecto al tema que los marxistas difícilmente podrían refutar. Pero ahora abordaremos un aspecto de la cuestión que inquieta o al menos irrita a muchos de ellos. Pues no satisfecha con poner el acento sobre la espontaneidad revolucionaria, Rosa expuso las más serias reservas acerca de la capacidad de las organizaciones políticas conscientes. Señaló las múltiples carencias de los partidos con relación a la iniciativa creadora de la clase obrera. Sostenía que en muchas situaciones revolucionarias, la “vanguardia” consciente, lejos de preceder o, como pretende, “dirigir”, actuó a remolque del movimiento de masas. ¿Cómo podría ofenderse por ello un marxista de estricta obediencia cuando el propio Trotsky, después de ella, debió convenir que las masas estuvieron en ciertos momentos de la revolución rusa de 1917 “cien veces” más a la izquierda que el partido?[34]

Hacia fines de 1899, a propósito del caso Dreyfus, Rosa Luxemburg ya deploraba “la repugnancia instintiva, natural” de las formaciones revolucionarias socialistas francesas (guesdistas y blanquistas) “por cualquier movimiento espontáneo de masas, al que veían como un enemigo peligroso”[35].

En ocasión de la huelga general belga de 1902, Rosa anotaba la flagrante discordancia entre la combatividad obrera y el comportamiento de los dirigentes socialistas. Antes del estallido del conflicto, estos últimos habían nutrido “la esperanza silenciosa pero evidente, o al menos el deseo, de lograr algunas ventajas sin tener que recurrir a la huelga general”. Una vez comprometidos en la lucha, “ellos ya estaban trabados de antemano por los grilletes de la legalidad”, lo que Rosa compara “a una demostración de guerra con cañones cuya carga hubiese sido arrojada al agua ante los ojos del enemigo”. Carecían de confianza en la acción de las masas populares, rechazaban “el amenazante espectro del impulso liberado del movimiento popular, el espectro de la revolución”[36]. Refrenaron “la violencia de la clase obrera, preparada a entrar en acción en el momento que fuese necesario”, esa acción legalista se había convertido en un pasatiempo “tan absurdo como sacar agua con un colador”. Y pronunciaba este severo juicio: “Si la socialdemocracia quiere oponerse a las revoluciones que se presenten como una necesidad histórica, el único resultado será el de transformar a la socialdemocracia, en lugar de la vanguardia, en la retaguardia, o peor aún en obstáculo impotente, de la lucha de clases que, de todos modos, se llevará adelante sin ella y, llegado el caso, también contra ella”[37].

La experiencia de las grandes luchas sociales que se habían producido en Rusia antes de 1904 condujo a Rosa a conclusiones aún más críticas: “La iniciativa y la dirección consciente de las organizaciones socialistas jugaron aquí [...] sólo un papel insignificante. Esto no se explica sino por el hecho de que tales organizaciones no estaban preparadas especialmente para esa clase de eventos y menos aún para la ausencia de una instancia central todopoderosa como la preconizada por Lenin. Por otra parte, es muy probable que la presencia de semejante dirección no hubiera hecho más que aumentar la confusión de los comités locales, al acentuar el contraste entre el asalto impetuoso de la masa y la actitud vacilante del socialismo”. Rosa no duda en lanzar la terrible palabra: el partido desempeña un papel naturalmente “conservador”[38].

Esa estimación se halló más reforzada aún por el extraordinario espectáculo ofrecido por el desencadenamiento de la revolución de 1905. El partido socialista ruso participó, por cierto, en la revolución, pero no fue su autor. Sólo pudo tratar de conocer sus leyes a medida que se fueron desarrollando los acontecimientos, puesto que “las revoluciones no se aprenden en la escuela”. Desde 1899 Rosa había insistido en el hecho de que los principios socialistas “se aprenden en los folletos y las conferencias tan poco como la natación en una sala de estudios”. El proletariado se forma “en la alta mar del combate”[39]. El socialismo ruso se encontró muchas veces perdido: “La huelga de masas no es el producto artificial de una táctica impuesta por el socialismo, es un fenómeno histórico natural surgido del suelo de la revolución”.

No era simplemente porque el socialismo en Rusia era todavía joven y débil, que tuviera tantas dificultades y que tan raramente lograra tomar la dirección de las huelgas, empuñar la batuta de director de orquesta. Cuando todas las bases de la sociedad crujen y se desmoronan, cuando enormes masas populares entran en escena, cualquier tentativa de reglamentar previamente al movimiento “aparece como una empresa desesperada”. Una revolución de esa amplitud y de esa profundidad no se regula “lápiz en mano, en el curso de una apacible conferencia secreta de las instancias superiores del movimiento obrero”. Para hacerse comprender más fácilmente, Rosa recurre nuevamente a las imágenes marinas y acuáticas: “dentro del inmenso balance de la revolución las iniciativas del partido socialista resultan como una gota de agua en el mar”; todas las previsiones son “tan vanas como intentar vaciar el océano con un dedal”[40].

En una carta a los Kautsky de abril de 1906, condensa en pocas palabras la lección que extrajo del teatro mismo de la revolución, al que se había trasladado: “Nuevamente las masas se mostraron más maduras que sus jefes”[41].

Si en medio de la tormenta revolucionaria el partido se encuentra con la mayor frecuencia a remolque de las masas, inversamente el partido no puede lanzar una revolución a la orden, oprimiendo un botón, allí y cuando el movimiento espontáneo, elemental de las masas esté ausente. “Está claro que no se puede producir arbitrariamente una huelga de masas, aun cuando la decisión provenga de las instancias supremas del más poderoso partido socialista [...]. No está en manos del socialismo el poder poner en escena o de ordenar revoluciones a su arbitrio [...], de suscitar un movimiento popular vivo y potente”. La revolución “no cae del cielo”. “Es extremadamente difícil para una organización dirigente del movimiento obrero prever o calcular qué circunstancia o cuáles factores pueden producir o no una explosión”. No es cuestión de emitir órdenes arbitrariamente. En todo caso, el partido puede adaptarse a la situación y mantener el más estrecho contacto con las masas[42].





DISPUTAS CON LA SOCIALDEMOCRACIA

Rosa trata de inculcar esos preceptos al partido socialista de su país de adopción, Alemania. Como éste se halla poderosamente organizado y se enorgullece por ello, su dirección está inflada de soberbia y ya entrada en un avanzado proceso de burocratización, los guascazos que le aplica la militante revolucionaria son sentidos de una manera mucho más picante que sus comprobaciones de las relativas carencias del socialismo ruso. “Ese mismo fenómeno -el insignificante papel de las iniciativas de los órganos centrales en la elaboración de la táctica- se observa en Alemania como en todas partes [...]. El papel de los órganos directivos del partido socialista reviste en gran medida un carácter conservador [...]. Cada vez que el movimiento obrero conquista un nuevo terreno, esos órganos se aprestan a cultivarlo hasta sus más extremos límites, pero al mismo tiempo lo transforman en un bastión contra ulteriores procesos de mayor envergadura”. De esa manera quedan cerrados más amplios horizontes[43].

A través de los años, sobre todo en el curso de las luchas políticas por el sufragio universal en Prusia, en 1910 y 1913, Rosa renovaría incansablemente, en restallantes artículos, sus advertencias y amonestaciones. La huelga política de masas no es un remedio milagroso, que basta sacar del bolsillo para asegurar la victoria[44]. Las huelgas de masas no pueden ser “hechas por encargo de las instancias supremas. Resultan de la acción de las masas[45]. La socialdemocracia no puede crear artificialmente un movimiento revolucionario de masas. Es necesaria la preexistencia de condiciones económicas y políticas que provocan un surgimiento elemental de las energías revolucionarias y las hacen estallar como una tempestad[46]. “La energía revolucionaria de las masas no se deja guardar en frascos, y una gran lucha popular no se deja conducir como un desfile militar [...]. Desligada de esa energía y de esa situación, transformada en una maniobra estratégica planeada con mucha antelación y ejecutada a la batuta, la huelga de masas no puede sino fracasar nueve veces de cada diez”. “La lucha de clases no es -como demasiado a menudo se lo olvida en nuestras filas- un producto de la socialdemocracia. Al contrario, la socialdemocracia es sólo un producto tardío de la lucha de clases”[47]. Pero un producto cada vez más averiado.

En 1913 Rosa no puede evitar la denuncia del burocratismo mecánico con que se maneja el partido y el centralismo que ahoga hasta el mínimo de vida espiritual de la masa. Al imaginar que solamente ella posee la vocación para hacer la historia, que la clase por sí misma no es nada, que debe ser convertida en partido antes que le sea permitido entrar en acción, la socialdemocracia se convierte en un factor de freno de la lucha de clases, aunque, llegado el momento, deba correr detrás de la clase obrera y, a su pesar, dejarse literalmente arrastrar al combate, cuando debiera adelantarse para abreviar y acelerar el proceso revolucionario.

“No debe conducirse a las masas laboriosas a la manera como el domador presenta a las bestias feroces, detrás de rejas de hierro, con pistolas y pértigas protectoras en sus manos. El ímpetu de las masas desorganizadas es mucho menos peligroso para nosotros en las grandes luchas que la inconstancia de los jefes”[48]. “Pero, desgraciadamente, en Alemania, donde la disciplina del partido, como la de los sindicatos, enseñó a las masas sobre todo a atemperarse, el fuego de la lucha y el impulso arrollador, tan indispensables si se quiere poner en marcha una huelga de masas, no pueden ser resucitados de la noche a la mañana artificialmente, mágicamente, por una orden de la dirección del partido”[49].

Pocos días antes de caer asesinada, Rosa volvía sobre “el fanatismo de la organización” exhibido por la socialdemocracia: “Todo debía ser sacrificado a la organización, el espíritu, los fines, la capacidad de acción del movimiento”[50]. La organización había matado a la espontaneidad.


¿EL PARTIDO VANGUARDIA?

Sin embargo, Rosa no era, como se la acusa erróneamente, en un ciento por ciento “espontaneísta”. Se obstinaba en su creencia en el papel de una vanguardia consciente. A pesar de todo lo que acabamos de citar, proclamaba indispensable la dirección de las luchas por un partido revolucionario.

En su escrito sobre la revolución rusa de 1905 se alternan los pasajes en los que señala las relativas carencias del partido socialista, con otros en los que, contradictoriamente, saluda la eficacia de sus intervenciones. La explosión, ciertamente, fue espontánea. “Pero se manifestó, en la manera como el movimiento fue puesto en actividad, el fruto de la propaganda realizada por el socialismo durante años. En el curso de la huelga general los propagandistas socialistas se mantuvieron a la cabeza del movimiento, lo dirigieron e hicieron de él el trampolín para una poderosa agitación revolucionaria”. Fueron las organizaciones socialistas las que convocaron a la huelga. Enredada en sus propias contradicciones, a veces escribe que aquéllas lo hicieron “en todas partes”, otras que “más de una vez”. En Bakú, por ejemplo, durante varias semanas, en plena huelga general, los socialistas dominaron plenamente la situación. La huelga fue en general la ocasión para que emprendieran una propaganda activa, no sólo por la jornada de ocho horas, sino por sus reivindicaciones políticas: derecho de asociación, libertad de palabra y de prensa, etcétera[51].

Al pasar de la descripción de luchas concretas a las postulaciones teóricas, y dirigiéndose esta vez a la socialdemocracia alemana, Rosa no vacila en poner los puntos sobre las íes: “Es necesario precisar que la iniciativa, así como la dirección de las operaciones [...] corresponden naturalmente a la parte más esclarecida y mejor organizada del proletariado, la socialdemocracia”. “La dirección de las huelgas de masas corresponde a la socialdemocracia y sus órganos directivos [...]. En un período revolucionario la socialdemocracia está llamada a tomar la dirección política. La tarea más importante de dirección durante el período de huelgas de masas consiste en suministrar las consignas de la lucha, orientado, conforme la táctica de la lucha política de manera que en cada fase y en cada instante del combate sea realizada y puesta en actividad la totalidad de la potencia del proletariado ya lanzado y comprometido en la batalla, y que esta potencia se manifieste por la propia posición del partido dentro de la lucha. Es necesario que la táctica de la socialdemocracia nunca se halle, en cuanto a la energía y la precisión, por debajo del nivel de la relación de fuerzas en presencia, al contrario, debe sobrepasar ese nivel”.

“La socialdemocracia es la vanguardia esclarecida y consciente del proletariado. No puede ni debe esperar con fatalismo, con los brazos cruzados, que se produzca una situación revolucionaria, ni que el movimiento popular revolucionario llueva del cielo. Antes bien, como siempre, tiene el deber de adelantarse al curso de los acontecimientos, de buscar la manera de precipitarlos [...]. Para inducir a las más amplias capas del proletariado a una acción política de la socialdemocracia y, a la inversa, para que la socialdemocracia pueda tomar y conservar la verdadera dirección de un movimiento de masas y mantenerse a la cabeza de todo el movimiento, en el sentido político de la palabra, es necesario que sepa, clara y resueltamente, proveer al proletariado alemán, con vistas al período de luchas por venir, de una táctica y de objetivos”[52].

Al leerla, habíamos creído comprender que la espontaneidad de las masas era el motor de la acción revolucionaria. Ahora parece que nada es posible sin el espaldarazo del partido. “Conducir desde la delantera esta acción política en el sentido de una táctica enérgica, de una acción vigorosa, aunque la masa se torne cada vez más consciente de sus tareas, eso es lo que el partido puede, lo que es su deber”[53]. El partido debe velar por que cuando la situación esté madura no sea sólo la exasperación lo que empuje a las masas a tomar las armas, sino que éstas entren en el campo de batalla como un ejército políticamente educado [...] bajo la dirección de la socialdemocracia”. Sin ello las masas se precipitarían a la lucha “no bajo nuestra dirección, sino en una confusión caótica”. De esta manera, bajo la pluma de Rosa, la espontaneidad se transforma aquí en caos. Sin embargo, ella concede que “son las masas, no nosotros, quienes están llamadas a decidir cuándo los tiempos están maduros”, pero, para completar inmediatamente: “Es nuestro deber dotarlas del arma espiritual, una clara comprensión de los alcances del combate, de la grandeza de las tareas y de los sacrificios que esto supone”[54].

“La socialdemocracia, gracias a su inteligencia teórica, ha introducido en una medida nunca lograda la conciencia en la lucha de clases proletaria y le otorgó su clara visión de los objetivos a lograr. Creó por primera vez una organización durable de masas de los trabajadores y de esta manera dotó a la lucha de clases de una sólida espina dorsal”. Le corresponde al partido ubicarse a la cabeza de las masas. Sólo él puede desatar y modelar la energía de las masas. Sólo su dirección consecuente puede permitir a las masas alcanzar la victoria. “Es necesario preparar a las masas en forma tal que ellas nos sigan con entera confianza”[55]. “La socialdemocracia tiene la misión histórica de ser la vanguardia del proletariado”.


¿UNA SÍNTESIS PATICOJA?

Con el mismo lirismo que le hacía exaltar a la espontaneidad, Rosa le atribuye a la socialdemocracia virtudes de alguna manera milagrosas. Al fetichismo de la espontaneidad le sucede (o más bien se le superpone, pues ambos temas están estrechamente mezclados) el fetichismo del partido.

Cuando Rosa trata de combinar las dos nociones en un solo elixir el resultado es bastante asombroso[56]. Saboreemos ese singular brebaje: “La potencia del proletariado -dice ella- está fundada sobre su conciencia de clase, sobre su energía revolucionaria, que es dada a luz por esa conciencia, y sobre la política independiente, resuelta y consecuente de la socialdemocracia, la única que puede desencadenar esa energía de las masas y moldearla como un factor decisivo en la vida política”[57]. ¿La energía en cuestión tiene su origen en la masa o en el partido? Misterio.

Los más autorizados discípulos de Rosa, tales como Paul Frölich y Lelio Basso, no piensan que la teórica haya podido perderse en esos laberintos, y se aplicaron a demostrar que para ella la autoactividad de las masas y la dirección política se unen en una armoniosa y coherente síntesis[58].

Podemos preguntarnos si la famosa síntesis no existe sólo en el papel. ¿Dónde diablos encontró Rosa en la realidad ese partido revolucionario ideal, que pretende dirigir al proletariado, al tiempo que preserva su espontaneidad y se cuida de no frenar su fuerza elemental? ¿Acaso no había ella misma descrito la constante carencia relativa del socialismo en el momento culminante de la explosión de las masas?

Nos parece soñar cuando vemos prestarle a la socialdemocracia alemana méritos de los cuales ella sabía muy bien estaba trágicamente desprovista, cosa que, por otra parte, nunca había ocultado. Consagró prácticamente la totalidad de su actividad política a combatir el revisionismo y el “cretinismo parlamentario”, de los Bernstein y Vollmar primero, y de su amigo Kautsky después, cuando a su turno el pedante teorizador se precipitó en el revisionismo. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial se lanzó con coraje viril contra el social-patriotismo. Algunas de sus cartas privadas, más que sus escritos públicos, traicionan su decepción y su escepticismo en cuanto a la posibilidad de alguna rectificación por parte de un partido de más en más atascado en la “ciénaga” del oportunismo[59].

¿El partido ideal? Ella sabía demasiado bien que el tipo de organización autoritaria, jerarquizada, ultracentralista y sometida a una disciplina de hierro de la que Lenin se había hecho el abogado y el creador, tampoco podía ser la rara criatura en condiciones de conciliar eficientemente la espontaneidad y la conciencia. Ya en 1904 había lanzado un patético llamado: “El ultracentralismo preconizado por Lenin nos aparece en su esencia no llevado por un espíritu positivo y creador, sino por eso otro, estéril, del vigilante nocturno. Toda su preocupación consiste en controlar la actividad del partido y no en fecundarla, tiende a restringir el movimiento, más que a desarrollarlo”. No concebía “mayor peligro para la socialdemocracia rusa” que la concepción leninista de la organización, porque “nada libra más fácil y seguramente un movimiento obrero todavía joven a la sed de poder de los intelectuales que esa coraza burocrática en que tratan de encerrarlo”[60].

¿Entonces, qué partido y qué vanguardia?


¿ESPARTACO ES LA SOLUCIÓN?

Por último, la bancarrota de la socialdemocracia y del socialismo internacional llevó a Rosa, después de largas vacilaciones finalmente barridas por la revolución alemana, a admitir una escisión ante la cual había retrocedido durante mucho tiempo. Pero sólo en vísperas de su muerte en manos de un asesino, creería haber hallado al fin el embrión de un partido revolucionario de nueva especie, que no estuviera afligido por las taras de la socialdemocracia y del leninismo, por tanto apto para realizar prácticamente la síntesis que había buscado a tientas durante su demasiado corta vida.

Como reza en la resolución del Congreso Constitutivo de la tendencia (30 de diciembre de 1918-1° de enero de 1919), improvisada cuando el derrumbe del Imperio Alemán y la revolución de noviembre de 1918: “La hora ha sonado en la que todos los elementos proletarios revolucionarios deben [...] construir un nuevo partido, independiente, con un programa claro, una finalidad precisa, una táctica homogénea, un máximo de decisión y de fuerza, de actividad revolucionaria, como inquebrantable instrumento de la revolución social que comienza”. Y en el programa adoptado por la liga Espartaco puede leerse: “La Liga Espartaco no es un partido que se proponga llegar, por encima de las masas obreras o a través de esas mismas masas, a establecer su propia dominación; la Liga Espartaco quiere solamente ser en toda ocasión la parte del proletariado más consciente del fin común, la que, a cada paso del camino recorrido por el conjunto de la amplia masa obrera, le recuerde a ésta la conciencia de sus tareas históricas”.

El objetivo socialista propuesto era “que la gran masa trabajadora deje de ser una masa dirigida, que, por lo contrario, comience a vivir por sí misma toda la vida política y económica y a dirigirla por su propia determinación crecientemente consciente y libre”. Todos los órganos de la dominación burguesa debían ser liquidados: gobiernos, parlamentos, municipalidades. La clase obrera debía apoderarse del poder mediante sus propias organizaciones de clase, los consejos de obreros y soldados, y hacerse cargo efectivamente de la dirección de la producción.

En su Discurso sobre el programa, Rosa comentaba: “El socialismo no será hecho ni puede ser realizado por decretos, tampoco por un gobierno socialista por perfecto que fuere. El socialismo debe ser hecho por las masas, por cada uno de los proletarios [...]. En el porvenir deberemos construir ante todo el sistema de consejos de obreros y soldados, principalmente los consejos obreros, y extender ese sistema en todas las direcciones [...]. Los trabajadores deben detentar todo el poder en el Estado [...]. No basta con voltear el poder oficial central y reemplazarlo por un par o algunas docenas de hombres nuevos, como en las revoluciones burguesas. Necesitamos obrar de abajo hacia arriba [...], no conquistar el poder político desde arriba, sino desde abajo”. Retomando una idea que le era cara desde hacía años, aquella de la fusión dialéctica de la ciencia y la clase obrera, agregaba: “Al ejercer el poder, la masa debe aprender a ejercerlo. No existe otra manera de inculcárselo”.

Al mismo tiempo, Espartaco rompía definitivamente con los sindicatos, que en Alemania se habían deshonrado infamemente desde mucho tiempo atrás y aún después del fin de la guerra en la colaboración de clases, la petrificación burocrática y, para concluir, la traición. Durante la tercera sesión del Congreso Constitutivo de la Liga Espartaco, Rosa ofició el responso: “No son más organizaciones obreras, son los más sólidos protectores del Estado y de la sociedad burguesa [...]. La lucha por el socialismo no puede ser llevada a cabo sin incluir la lucha por la liquidación de los sindicatos”[61].

En resumen, Espartaco trataba de reproducir en Alemania el modelo ruso de fines de 1917 y comienzos de 1918, cuando por un corto período los bolcheviques habían concedido “todo el poder a los soviets”.

Pero si Rosa mantenía reservas o, mejor dicho, si sus amigos le impedían manifestar públicamente su opinión sobre el bolchevismo, con el objeto de no desmoralizar a los trabajadores alemanes entonces en plena revolución, ella conocía suficientemente hasta qué punto la realidad se apartaba de la socialización ideal propuesta por la liga Espartaco. Esto lo había manifestado confidencialmente en un texto que no sería publicado hasta largo tiempo después de la muerte de su autora[62]. Por tanto, no ignoraba, en el momento de fundar un partido revolucionario alemán, que la democracia de los consejos obreros del tipo soviético no había durado más que algunos meses y que en Rusia ya había dejado su lugar a un régimen estatista draconiano, por el que hacía estragos “el poder dictatorial de los inspectores de fábrica”. Sabía que la parálisis invadía la vida de los soviets, quedando como único elemento activo la burocracia. El poder real no estaba en manos de los obreros y sus consejos, era detentado por una docena de jefes del partido. En cuanto a la clase obrera, de tanto en tanto era invitada “a asistir a reuniones para aplaudir los discursos de los dirigentes y votar por unanimidad las resoluciones propuestas”. No se trataba de “la dictadura del proletariado, sino de la dictadura de un puñado de políticos, es decir una dictadura en el sentido burgués, en el sentido jacobino”. Sí, una dictadura, admitía Rosa, pero esa dictadura hubiera debido ser “la obra de la clase, no de una pequeña minoría que dirige en nombre de la clase”[63].

De manera que la síntesis entre espontaneidad y “dirección”, que Espartaco creía haber hallado en el fuego de la revolución alemana, era tan frágil como dudosa. ¿No se inspiraba, acaso, en un modelo externo cuyas carencias eran ya visibles a simple vista? Además, para su desgracia, Espartaco no duró más que el tiempo de una aurora. No tuvo la ocasión de estructurar su organización y sus métodos de acción, ni poner a punto sus relaciones con el nuevo poder obrero, el Consejo Central de los consejos de obreros y soldados. Fue aplastado, apenas nacido, por una brutal y sangrienta represión contrarrevolucionaria. Ello ocurrió, en parte, debido a que Espartaco se dejó arrastrar inmediatamente, el 5 de enero de 1919, a una insurrección obrera espontánea, originada por una provocación del enemigo de clase y que significó una trampa mortal. Los jefes espartaquistas sabían que ese levantamiento era “inoportuno, peligroso y sin salida”. Pero, preocupados por mantenerse “pegados” a la masa, aceptaron el reto[64]. Era para ellos, según Rosa “una cuestión de honor”.

A comienzos de marzo de 1919, aparece una nueva provocación, nueva agitación obrera, nuevo aplastamiento, más severo aún. Rosa Luxemburg y Karl Liebk habían sido asesinados el 15 de enero, Leo Jogiches, el fiel compañero de Rosa, el 10 de marzo. Era el final de los consejos de obreros y soldados así como de la actividad autónoma de las masas, el final de todo aquello por lo que Rosa había actuado y luchado. Era al mismo tiempo la entrada en escena del Partido Comunista alemán, hijo desnaturalizado de Espartaco, instrumento de año en año y de más en más servil entre las manos autoritarias del Kremlin[65].

La búsqueda de Rosa Luxemburg ha quedado interrumpida, en el plano de la teoría tanto como en el de la práctica.



CAPÍTULO II

ROSA Y LA HUELGA DE MASAS


Hasta ahora hemos enfocado el problema de la espontaneidad revolucionaria en sus aspectos más generales y abstractos. Falta analizar más de cerca el medio de acción que, para Rosa, constituía el vehículo más auténtico y eficiente de la espontaneidad: lo que ella llamaba la huelga de masas.

ORÍGENES DE LA HUELGA “POLÍTICA”

Por opuestos que hayan sido a los libertarios, por atascados que hayan estado en el cenagal del parlamentarismo, los teorizadores de la socialdemocracia alemana percibieron tempranamente la importancia de la huelga llamada política. Habían tenido ante sus ojos, además del recuerdo del cartismo británico, las memorables experiencias de las dos huelgas generales belgas victoriosas, de mayo de 1891 y abril de 1893, realizadas en procura del sufragio universal. Poco después de la segunda de ellas, Eduard Bernstein publicó un artículo en el Neue Zeit sobre “la huelga como medio de lucha política”. En ese artículo consideraba la huelga del tipo belga como un arma útil para la lucha política, pero, de todos modos, no debía ser utilizada sino en casos excepcionales. Cuando el descontento popular es suficientemente profundo, la huelga política puede llegar a tener los mismos efectos que en otros tiempos tuvieron las barricadas. Pero requería un proletariado educado y “buenas” organizaciones obreras, que fueran lo bastante fuertes como para ejercer influencia sobre los no organizados. “Una huelga así, conducida en forma prudente y enérgica puede, en un momento decisivo, hacer inclinar la balanza a favor de las clases laboriosas”. Convenía preconizarla sobre todo en los países donde todavía subsistían restricciones al sufragio universal. A pesar de todas esas timoratas reservas, Bernstein no dejaba de admitir el principio de la “lucha extraparlamentaria”, mediante la huelga llamada “política”[66].

Kautsky, en el Congreso Socialista Internacional de 1893, presentó un informe en el mismo sentido.

Más tarde, Alexandre Helphand, conocido por Parvus, israelita ruso incorporado a la socialdemocracia alemana, marxista original y audaz, publicó también en el Neue Zeit un estudio más revolucionario que el de Bernstein, con el título de Golpe de estado y huelga política de masas. Su lectura hace pensar en un anticipo del “Mayo 68” francés. “La huelga política de masas -dice- se diferencia de las otras huelgas por el hecho de que su finalidad no es la conquista de mejores condiciones de trabajo, sus objetivos son producir cambios políticos concretos. No ataca, pues, a los capitalistas individuales, sino a los gobiernos. ¿Cómo puede afectar a un gobierno una huelga de ese tipo? Le afecta por el hecho de que se produce el desquiciamiento del orden económico de la sociedad [...]. Las clases medias son arrastradas a una comunidad de sufrimientos. La irritación crece. El gobierno está tanto más desconcertado cuanto la huelga se extiende a multitudes crecientes y prolonga su duración. ¿Cuánto tiempo podría aguantar un gobierno bajo la presión de un paro masivo y en medio de una fermentación generalizada?

Eso depende de la intensidad de la exasperación, de la actitud del ejército, etcétera. [...]. Si a la larga es difícil prolongar una huelga de masas, más difícil aún es para el gobierno poner fin a un movimiento generalizado de protesta política”. El gobierno ya no podría llevar a la capital tantas tropas como en los tiempos de las barricadas. El movimiento se desarrollaría en provincias con una fuerza desconocida hasta entonces. “Cuanto más se prolongue la huelga de masas y la descomposición alcance a la totalidad del país, tanto más la moral del ejército se torna insegura, etcétera.”[67]

En Francia entra en la liza el socialdemócrata Jaurès. Admite en dos artículos que una huelga general política podría ser fecunda. Pero rodea esta toma de posición de toda clase de salvedades, exageradamente pesimistas, a las cuales, sin embargo, las secuelas de mayo-junio de 1968 les otorgan alguna actualidad: “Los partidarios de la huelga general están obligados a triunfar en el primer intento. Si una huelga general [...] fracasa, habrá dejado en pie al sistema capitalista, pero lo habrá armado de un implacable furor. El miedo de los dirigentes y aun de gran parte de la masa dará rienda suelta a largos años de reacción. Durante mucho tiempo el proletariado quedará desarmado, aplastado, encadenado [...]. La sociedad burguesa y la propiedad individual [...] hallarán los medios de defenderse, de reagrupar poco a poco, en medio mismo del desorden y las dificultades de la vida económica trastornada, las fuerzas de la conservación y la reacción”. Surgirán, por la práctica de deportes y el entrenamiento militar, milicias contrarrevolucionarias. “Tenderos exasperados serían capaces hasta de una acción física muy vigorosa”. Sin embargo, admite, la huelga general, aunque no triunfara, “sería una formidable advertencia para las clases privilegiadas, una sorda amenaza que atestigua el desorden orgánico que sólo una gran transformación puede curar”[68].


LA HUELGA DE MASAS OFICIALIZADA

Al año siguiente, en Neue Zeit, Rosa Luxemburg aborda por primera vez el problema de la huelga general. Se manifiesta a su favor, a condición, sin embargo, de que sea solamente circunstancial y bautizada “huelga política de masas”, para diferenciar la de la huelga general llamada anarquista. Rosa hace suyas algunas críticas de la socialdemocracia contra esta última concepción, pero agrega: “Hasta aquí y no más lejos alcanzan los argumentos tan frecuentemente expuestos por la socialdemocracia contra la huelga general”. Rechaza categóricamente “la brillante estocada del viejo Liebknecht” contra toda forma de huelga general, sobre todo “la afirmación de que la realización de una huelga general tiene por condición previa cierto nivel de organización y de educación del proletariado que convertiría en superflua a la misma, y la toma del poder político por la clase obrera, en cambio, indiscutible e inevitable”.

Rosa comprende que esa pretendida condición previa organizativa y de educación de las masas obreras, en realidad, disimula una opción reformista y parlamentaria: la exclusión de la violencia como medio de lucha y el miedo a la represión. Sin embargo, todo el Estado capitalista está basado en la violencia. La legalidad burguesa y el parlamentarismo no son más que una pantalla que disimula la violencia política de la burguesía. “Mientras las clases gobernantes se apoyan en la violencia [...] ¿Sólo el proletariado debería renunciar a su uso en la lucha contra esas clases de antemano y de una vez para siempre? Eso sería abandonar el campo a la dominación ilimitada de la violencia reaccionaria”[69].

Rosa tenía que librar una dura batalla. La huelga política de masas espantaba al partido socialista al mismo tiempo que a la confederación sindical. Al primero porque estaba prendido exclusivamente a las virtudes del “cretinismo parlamentario” y veía en la acción directa una amenaza contra el legalismo que tanto amaba; la segunda porque no quería por nada del mundo afrontar riesgos, poner en peligro la prosperidad y la estabilidad de la organización sindical, vaciar sus arcas tan bien repletas, conceder a los inorganizados, esos indignos, atribuciones que pudieran atentar contra el sacrosanto monopolio de los organizados. Además, la legislación imperial castigaba severamente las huelgas (penas de prisión y aun de trabajos forzados para los huelguistas) y el poderoso ejército alemán estaba siempre listo para intervenir en los conflictos laborales[70].

A pesar de todo, Rosa gozó por un tiempo, en su defensa de la huelga política, del nada despreciable apoyo del teórico de la socialdemocracia, adversario del revisionismo, Karl Kautsky. Al menos en principio, éste admitía por entonces que el arma del sufragio universal no bastaría para derrotar al enemigo de clase y que, llegado el momento, sería necesario agregar la acción directa, la huelga generalizada. En el congreso de Dresde de 1903, no había dudado en apoyar con su voto la moción anarquizante del doctor Friedeberg a favor de la huelga general que, a pesar de ese apoyo, fue rechazada por una aplastante mayoría. En el congreso de Bremen, en 1904, Kautsky se hizo nuevamente el abogado de la huelga general, junto con Karl Liebknecht y Clara Zetkin, pero tampoco en esa ocasión pudo ganar la causa[71].

El congreso socialista internacional de Amsterdam, en 1904, dedicó un debate bastante largo a la cuestión de la huelga política. Habiéndose rechazado una vez más una moción del doctor Friedeberg, se adoptó una resolución de compromiso pro- puesta por el partido socialista de Holanda, con el apoyo de una enorme mayoría. Ésta acordaba a los reformistas que “las condiciones necesarias para el éxito de una huelga de gran envergadura son una fuerte organización y una disciplina voluntaria del proletariado”, y a los antirrevisionistas que era “posible” que una huelga que abarcara amplios sectores de la vida económica “resultara ser el mejor medio para realizar cambios sociales de gran importancia”, pero la huelga política de masas quedaba prudentemente remitida a un porvenir más o menos lejano, “si ésta resultara un día útil y necesaria”[72].

Mientras la socialdemocracia alemana se enredaba en esas discusiones académicas, en Rusia la lucha de clases ponía bruscamente al orden del día la huelga general. León Trotsky, residente entonces en Munich, apoyándose en la experiencia de lo que habían sido “los impetuosos movimientos huelguísticos de 1903”, llegaba, por su parte, “a la conclusión de que el zarismo sería volteado por la huelga general a partir de la cual se multiplicarían las acciones abiertamente revolucionarias”. Esta opinión era también la de Parvus, a quien Trotsky acababa de conocer. Parvus ya había desarrollado esa tesis en un artículo de agosto de 1904 y escribió el prefacio para el folleto de su nuevo amigo hacia fines del mismo año. Sostenía en ese escrito que el arma decisiva de la inminente revolución sería la huelga general[73].

Mientras, en el congreso de los sindicatos alemanes, en Colonia, mayo de 1905, la huelga política de masas era amalgamada con la huelga general anarquista y ambas tratadas indistintamente como “la cuerda que se pasa en torno del cuello de la clase obrera” para estrangularla. Rosa Luxemburg, tomando el contrapunto de tales tristes razonamientos, exaltaba “este método de lucha, que halló en Rusia una aplicación inesperada y grandiosa, sería una lección y un ejemplo para todo el mundo del trabajo”[74].

En el congreso de la socialdemocracia, en Jena, setiembre de 1905, Rosa se hizo la ardiente defensora de la huelga política de masas: “Cuando se escuchan los discursos pronunciados aquí en los debates [...], uno debe agarrarse la cabeza y preguntarse: ¿Vivimos verdaderamente en el año de la gloriosa revolución rusa? [...]. Ustedes leen a diario las noticias de la revolución [...], pero parece que no tienen ojos para ver ni oídos para escuchar [...]. Tenemos ante nosotros la revolución rusa, y seríamos unos asnos si nada aprendiéramos de ella”.

Algunas semanas más tarde agregaba en un artículo: “No hace tanto tiempo que se consideraba ese medio (la huelga de masas) como algo completamente extraño a las luchas proletarias y socialistas, como algo vacío de todo contenido y acerca de lo cual era inútil discutir. Ahora sentimos que la huelga general no es un concepto inerte, sino un fragmento vivo de la batalla. ¿Qué es lo que produjo tan brusco viraje? La revolución rusa [...]. Ahora se ve claramente bajo qué formas se lleva a cabo la violenta lucha por la abolición del absolutismo. La puesta en práctica de la huelga de masas en la revolución rusa dio resultados tales que produjeron un viraje en nuestra apreciación del tema”.

La ardiente convicción de Rosa logró conmover el inmovilismo del viejo líder centrista del partido, August Bebel, y éste no se opuso a la adopción de una resolución en la que, a través de toda clase de restricciones, no dejaba de declararse que, en circunstancias dadas, un amplio recurso a la huelga de masas podía ser un medio eficaz de lucha. A pesar de lo que ella llamaba “simplezas” de Bebel, no dejó de considerar la aprobación de ese texto como una relativa victoria. Durante los años siguientes Rosa debería referirse a él constantemente para reprochar a la socialdemocracia su infidelidad a la resolución de Jena, su repulsión por la acción directa[75].

Cuando en el congreso siguiente, Mannheim, 1906, el líder de los sindicatos, Legien, cargó a fondo durante una hora entera contra la revolución del año anterior y sus supuestos defectos, Rosa le contestó, ubicándose hábilmente en su propio terreno, el de la defensa del movimiento sindical: “Evidentemente, usted no tiene la menor idea del hecho de que el poderoso movimiento sindical ruso es un hijo de la revolución [...] nacido en la lucha”[76].


CONTAGIO DEL EJEMPLO RUSO

Mientras, Rosa había vuelto a su país natal, en plena ebullición revolucionaria, donde participó en la insurrección de Varsovia. De este viaje resultó su brillante folleto Huelga de masas, partido y sindicatos, cuyo principal objetivo era fustigar el movimiento alemán, su estrechez de miras, su burocratismo, su confesada necesidad de reposo, su temor a los riesgos y, por vía de consecuencia, la repugnancia que le inspiraba la huelga de masas. Rosa le enrostra de frente, hacía revivir ante sus ojos la quemante lección de los hechos que acababa de ser la revolución rusa de 1905. Pero su demostración llegaba todavía más lejos. Hacía saltar en pedazos la tradicional actitud de la socialdemocracia internacional en relación con la huelga de masas, encerrada desde Engels en un demasiado simplista dilema: o el proletariado es todavía débil desde el punto de vista organizativo y de recursos -entonces no puede arriesgarse a una huelga general-, o ya está lo bastante poderosamente organizado -entonces no necesita del rodeo de la huelga general para lograr sus fines-[77].

Rosa sostenía en cambio que: “La revolución rusa sometió ese argumento a una revisión fundamental; por primera vez en la historia de la lucha de clases realizó grandiosamente la idea de la huelga de masas [...], inaugurando así una nueva época en la evolución del movimiento obrero [...]. La huelga de masas, anteriormente combatida como contraria a la acción política del proletariado, aparece hoy en día como el arma más potente de la lucha política”. Rosa, con un optimismo un tanto excesivo, que contrasta con juicios más ponderados de fines de 1905, respecto del texto arrancado en Jena sostiene que: “en la resolución de Jena la socialdemocracia asumió oficialmente la profunda transformación realizada por la revolución rusa” y “manifestó su capacidad de evolución revolucionaria, de adaptación a las nuevas exigencias de la fase por venir de las luchas de clases”.

Pero la huelga de masas no es algo sobre lo que se diserta, sino que se hace. ¡Basta de “gimnasia cerebral abstracta sobre su posibilidad o imposibilidad! ¡Basta de “esquemas prefabricados”! El esquema teórico que con respecto a ello se ha hecho en Alemania “no se corresponde con ninguna realidad”. Rosa emprende la descripción de los mil aspectos concretos que la huelga de masas tomó espontáneamente en la revolución rusa. “No existe ningún país donde se haya pensado tan poco en propagar, ni aun discutir la huelga de masas como en Rusia”. Sin embargo surgió, sin planes previos, como un torrente irresistible. “La huelga de masas, tal como nos la muestra la revolución rusa es un fenómeno [...] móvil. Su campo de aplicación, su fuerza de acción, los factores de su desencadenamiento, se transforman constantemente. Repentinamente le abre a la revolución vastas perspectivas nuevas, en el momento que ésta parece sumergida en un marasmo. La huelga de masas puede negarse a funcionar en el momento que se cree poder contar con ella con la mayor seguridad”.

¡Que no se vaya a distinguir, como hacen algunos pedantes teorizadores, entre “lucha económica” y “lucha política”! Tales disecciones no permiten ver el fenómeno viviente, sino sólo un “cadáver”. Lejos de diferenciarse o de excluirse, ambos factores “constituyen en un período de huelga de masas dos aspectos complementarios de la lucha de clases del proletariado”.

Rosa insiste, al dirigirse a la socialdemocracia alemana, en el papel de los inorganizados en una gran batalla de clases, papel generalmente subestimado: “El plan que tendiera a emprender una huelga de masas (...) con la sola ayuda de los obreros organizados sería totalmente ilusorio”. Sería condenarse a la nada. “Cuando la situación en Alemania haya alcanzado el grado de madurez necesario [...], los sectores actualmente más atrasados y desorganizados se integrarán naturalmente en la lucha como el elemento más fogoso y radical”. Y concluye: “De esta manera, la huelga de masas no aparece como un producto específicamente ruso del absolutismo, sino como una forma universal de la lucha de clases proletaria”[78].


RESISTENCIAS DE LA SOCIALDEMOCRACIA

Durante los años siguientes, la socialdemocracia, lejos de confirmar las previsiones y de escuchar las exhortaciones de Rosa, le volvió la espalda con mayor desdén aún a la huelga “política” de masas. Una vez disipado el contagio que más o menos había ejercido sobre el proletariado alemán la revolución rusa de 1905, el arma de la huelga de masas fue remitida al depósito de accesorios del que había salido en ocasión del congreso de Jena con toda clase de reservas, de “si” y de “pero”. Kautsky mismo dio media vuelta. Ya no sería un aliado de su antigua compañera de luchas, sino un adversario. En una carta a un amigo, Rosa evoca amargamente el folleto que ella había redactado en 1906 en el que, dice, había tratado “las mismas cuestiones que agita ahora Kautsky”, y agregaba: “Parece que ni siquiera nuestros mejores han digerido en lo más mínimo las lecciones de la revolución rusa”.

Siempre preparado para sacar partido de la autoridad de sus papas, Kautsky invoca ahora el famoso testamento legalista de Engels contra la consigna de la huelga de masas[79].

El motivo de la discordia fue, en 1910, la impugnación por la socialdemocracia del escandaloso régimen electoral imperante en Prusia. Benedikt Kautsky, uno de los hijos de Karl, ha resumido, en un “esbozo biográfico” de Rosa Luxemburg, “el absurdo de un sistema electoral que no otorga al partido más poderoso del imperio sino siete asientos en el Landtag de Prusia. Una democratización de ese sistema no sólo hubiera destronado a los verdugos, sino también dificultado su alianza con el gran capital. Por eso el gobierno prusiano se negó a cualquier concesión. La socialdemocracia estaba entonces en la alternativa de entrar en conflicto abierto con el poder, o renunciar por un tiempo a sus reivindicaciones. La dirección del partido, con pena, optó por la segunda solución. Rosa consideró su deber pronunciarse por la primera. En efecto, ella creía haber hallado el medio de acción que permitiría la victoria: la huelga de masas”.

Y el buen hijo consideró su deber tomar la defensa de su papá: “Era un grueso error el comparar un zarismo débil y combatido por todas las clases sociales con el gobierno alemán, bien organizado, armado hasta los dientes y sostenido por los estratos preponderantes de la aristocracia, la burguesía y el campesinado. Su conflicto con Kautsky respecto de eso no se refería a una cuestión de audacia o de cobardía política, sino que resultaba de un error en la apreciación de las relaciones de fuerzas por parte de Rosa Luxemburg”[80].

Rosa replicó los argumentos de Kautsky con la famosa resolución de Jena que, aseguraba ella, “había tomado oficialmente del arsenal de la revolución rusa la huelga de masas como medio de lucha política y la había incorporado a la táctica de la socialdemocracia [...]. Era, por tanto, el espíritu de la revolución rusa el que dominaba las sesiones de nuestro partido en Jena. Cuando ahora Kautsky atribuye el papel desempeñado por la huelga de masas en la revolución rusa a la situación atrasada de Rusia, construyendo así un contraste entre la Rusia revolucionaria y una Europa occidental parlamentaria, cuando nos pone en guardia insistentemente contra los ejemplos y los métodos de la revolución, cuando llega, mediante alusiones, a inscribir la derrota del proletariado ruso en el pasivo de la grandiosa huelga de masas a cuya salida, pretende, el proletariado ruso sólo podía terminar agotado”, entonces la adopción de la huelga de masas por la socialdemocracia alemana, cinco años antes, según el modelo ruso “aparece evidentemente como una inconcebible confusión [...]. La actual teoría del camarada Kautsky es de hecho una revisión de pies a cabeza [...] de las resoluciones de Jena”.

Al proseguir su demostración, Rosa sostenía: “Precisamente, el aislamiento político del proletariado en Alemania, invocado por Kautsky, el hecho de que el conjunto de la burguesía, incluida la pequeña burguesía, se yergue como un muro detrás del gobierno, es de donde se deduce la conclusión de que toda gran lucha política contra el gobierno se convierte en una lucha contra la burguesía, contra la explotación capitalista [...], que en adelante toda acción revolucionaria en Alemania no tomará la forma parlamentaria del liberalismo ni la antigua forma de lucha revolucionaria pequeñoburguesa (... ), sino la forma proletaria clásica, la huelga de masas”.

La ruda polemista se tornaba cada vez más áspera: “Si al menos hubieran sido sólo los jefes sindicales quienes tomaron abiertamente partido, en la más reciente campaña por el derecho electoral, en contra de la consigna de la huelga de masas, eso hubiera aclarado la situación y contribuido a fortalecer la crítica en el seno de las masas. Pero que ellos (esos bonzos) ni hayan tenido necesidad de intervenir, que haya sido fundamentalmente por medio del partido y a través de su aparato como ellos pudieron arrojar en la balanza toda la autoridad de la socialdemocracia para frenar la acción de las masas, eso es lo que paró en seco la campaña por el sufragio universal. En esta operación el camarada Kautsky no hizo más que componer la música teórica”[81].
Los círculos dirigentes del partido y sobre todo de los sindicatos llegaron hasta impedir que la cuestión de la huelga de masas fuera objeto de discusiones públicas en el curso de la campaña legalista por el sufragio universal en Prusia. Temían, en efecto, que bastara hablar de la huelga de masas en los mítines o en la prensa para que una huelga de esa naturaleza “estallara en la misma noche”. Evocar el asunto ya era para ellos “jugar con fuego”[82].

En vísperas de la guerra mundial, cuya proximidad presentía, Rosa Luxemburg, renovó sus llamados, esta vez patéticos, a favor de la huelga de masas. Además de la necesidad de proseguir constantemente la lucha por el sufragio universal en Prusia y por la defensa de los intereses obreros, la nueva época del imperialismo y del militarismo, los temibles progresos de las fuerzas bélicas, el peligro de guerra permanente, “nos colocan, escribía, frente a nuevas tareas que no podemos afrontar sólo con el parlamentarismo, con el viejo aparato y la vieja rutina. Nuestro partido debe aprender a poner en obra y a dirigir, llegado el momento, acciones de masas”. ¿No admitía el mismo Kautsky que en cierta manera se estaba viviendo “sobre un volcán”? “Y en esa situación, exclama Rosa, Kautsky no se asigna otra misión que la de tratar de putschistas a los que tratan de conferir a la socialdemocracia mayor peso y efectividad, que quieren arrancarla de la rutina”. En el congreso de Jena de 1913, donde Rosa había abogado nuevamente por la huelga de masas, esta vez contra Scheidemann, el odioso personaje le enrostró su “irresponsabilidad” y su “falta de escrúpulos”, mientras Ebert, que presidía, llamaba groseramente al orden a la fogosa oradora[83]. Ya se había convertido en el blanco de los dos traidores que, luego de detentar el poder, aprovechando en su beneficio la revolución alemana de 1918, la dejarían, o la harían asesinar.



CAPÍTULO III

ROSA Y EL ANARQUISMO


En las páginas precedentes hemos dejado deliberadamente a un gran ausente entre bambalinas, concediéndole sólo algunas furtivas apariciones en el fondo del escenario: el anarquismo. La claridad del análisis exigía que la espontaneidad revolucionaria luxemburgiana fuese estudiada en sí misma, haciendo abstracción de sus puntos de contacto con el pensamiento libertario. Corresponde ahora al anarquismo salir de las sombras. Vamos a confrontar, de todo lo cerca que nos sea posible, su concepción de la autoactividad de las masas con aquella de Rosa, plantear el difícil problema (pues el asunto está muy embrollado): ¿ésas dos maneras de ver estarán separadas por un abismo? ¿La teórica marxista habrá creído, por lo contrario, que debía exagerar las diferencias? ¿Huelga de masas es o no sinónimo de huelga general?


EL ANARQUISMO VITUPERADO

El anarquismo fue desde siempre la bestia negra de los socialistas alemanes. En el seno de la Primera Internacional y desde antes de 1870, Bakunin había fustigado la desviación parlamentarista de los jefes de la socialdemocracia que se habían extraviado en una especie de frente popular avant la leerte con los partidos burgueses liberales. Bakunin denunció su consigna equívoca y no marxista del Volkstaat, del “Estado popular”, con tanto ímpetu y persistencia que Marx y Engels debieron finalmente decidirse a condenar a su vez ese slogan oportunista[84]. Engels se tomó la revancha, cubriendo de injurias la actuación de los bakuninistas en España, durante los acontecimientos revolucionarios de 1873[85].

Los partidarios de Bakunin habían sido excluidos del congreso de la internacional de La Haya en 1872, con pretextos y recursos de la mayor mala fe, exclusión que mucho más tarde aplaudiría Rosa Luxemburg[86]. La supervivencia durante varios años de una internacional llamada “antiautoritaria”, que lejos de estar compuesta solamente de anarquistas, incluía a numerosos socialistas que se habían unido a ella por solidaridad con los expulsados, hizo rabiar a los marxistas que habían conducido a la suya a la vía muerta de un estéril traslado a New York.

Pero, además, en múltiples ocasiones, la hidra anarquista había aparecido en el seno mismo de la ciudadela en apariencia compacta e inexpugnable de la socialdemocracia alemana. Ya un militante tan valeroso como desconocido, Johan Most, se había rebelado contra la blandura legalista con que el partido había respondido frente a las leyes de excepción antisocialistas del canciller Bismarck. Por ese “crimen” fue excluido de un congreso realizado en territorio suizo, en 1880. Se incorporó inmediatamente al anarquismo y se expatrió a los Estados Unidos, donde animó el movimiento que debía recibir como respuesta de los grupos dominantes la ejecución de los mártires de Chicago[87].

Cuando las leyes de excepción fueron derogadas, en 1890, el retorno a la normalidad favoreció la eclosión de un movimiento anarquizante de oposición contra la burocracia del partido. En algunos grandes centros, la dirección y el grupo parlamentario fueron acusados de querer empantanar al partido en el parlamentarismo. Los principales militantes de este izquierdismo eran gente muy joven, por lo que se los conoció por el mote de Jungen. El tipógrafo berlinés Werner se convirtió en su vocero. Acusó a los “dictadores” del partido, entre ellos Bebel, de reformismo pequeñoburgués y colaboración de clases. Estos procedimientos fueron juzgados “absolutamente repugnantes”, y dos de los rebeldes fueron expulsados en el congreso de Erfurt en 1891. Poco después los “Jóvenes” formaron un efímero partido de los socialistas independientes; luego, algunos se apresuraron a reintegrarse al seno de la vieja morada, otros se proclamaron libertarios y publicaron un periódico, Der Sozialist, “órgano del socialismo anarquista”[88].

Wilhelm Liebknecht, gran maestre de la socialdemocracia, fue quien dio el tono. El anarquismo que, aseguraba, no tenía “ninguna importancia”, parecía ser una pesadilla que lo perseguía en todas partes. Lo tachaba de “impotente” y no vacilaba en proclamar que “el anarquismo es y seguirá siendo antirrevolucionario”[89].

Rosa Luxemburg, en los comienzos de su carrera en la socialdemocracia alemana y, sobre todo, para adquirir en ella carta de ciudadanía, creyó conveniente denunciar a su vez esa “enfermedad infantil anarquista”, admitiendo al mismo tiempo que, con todo ese peligro, era menos grave que el del revisionismo oportunista. No por ello fue, retrospectivamente, menos venenosa con respecto a los Jungen, a sus “inclinaciones hacia el anarquismo”, y sus “agitaciones puramente negativas”, por tanto “conducentes a la bancarrota política”. Sostenía que hacía falta “un completo aturdimiento para continuar aún hoy aferrados a la quimera anarquista”[90].

La revolucionaria terminaría por cambiar de opinión, mucho más tarde, cuando convertida en espartaquista, a fines de 1918, evocaría, esta vez con simpatía, la “tentativa extremista de lucha directa contra el legalismo reaccionario” que, en los inicios de los años 90, había “hecho su aparición dentro de las filas de los obreros alemanes”. “Los militantes de la izquierda del partido, afirmaría entonces, trataron de apoyarse en esa tendencia espontánea para impedir que el partido degenerara hacia una posición puramente parlamentaria”. Bebel y sus amigos se habían aplicado a persuadir al viejo Engels de que “el movimiento obrero alemán estaba amenazado por una desviación anarquista”. Una consecuencia de ello, reconocería Rosa, era que esa tradicional denuncia de anarquismo se volvería contra la oposición de izquierda luxemburguista y le serviría a Kautsky para “denunciar y quebrar cualquier resistencia contra el parlamentarismo”, resistencia objeto de excomuniones “como anarquismo, anarcosindicalismo o hasta el máximo, como antimarxista”[91].

Una vez más el anarquismo levantó cabeza dentro de la socialdemocracia, como ya lo hemos visto, con la tendencia representada por el doctor Friedeberg, que era un partidario tan obstinado como simplista de la huelga general, así como el sindicalismo “puro” y antiparlamentario, cosa bastante paradójica en un país como Alemania, donde los sindicatos eran más reformistas aún que el partido socialista. Friedeberg multiplicó sus intervenciones en favor de ese medio de lucha revolucionaria en los congresos de Dresde, en 1903, Bremen en 1904, y en el congreso socialista internacional de Amsterdam en el mismo año. Dio una conferencia sobre el tema y publicó en folleto su mediocre discurso de Amsterdam[92]. En París, Hubert Lagardelle señalaba, con motivo de una encuesta sobre la huelga general, en 1905, que “la emoción producida por su propaganda está lejos de haberse calmado”[93]. En Amsterdam, Friedeberg hizo una declaración que de todos modos vale la pena consignar: que él no votaría la solución de compromiso de los holandeses sobre la huelga de masas “porque tiende a ampliar la distancia entre el anarquismo y el socialismo, cuando yo, por lo contrario, quisiera verla desaparecer”[94]. Fue objetode una rechifla. Hasta Karl Liebknecht y Clara Zetkin, que eran entusiastas partidarios de la huelga de masas, habían calificado las concepciones de Friedeberg en Bremen de “extravagantes”[95].


HUELGA GENERAL Y HUELGA DE MASAS

Hemos visto que Rosa revisó, a la luz de la revolución rusa de 1905, la tajante condena de la huelga general que su partido había heredado de Engels. “Ciertamente, escribía, la revolución rusa exige una revisión a fondo del antiguo punto de vista del marxismo sobre la huelga de masas”. Llegó hasta hacer una concesión de vocabulario. La revolución rusa había llevado a la maduración de “la idea de la huelga de masas [...] y aun de la huelga general”. Pero para cubrirse de sus adversarios reformistas y antianarquistas dentro del partido alemán creyó conveniente administrarle, al mismo tiempo, al anarquismo, una tanda de palos.

Aunque desmentido, el marxismo seguía teniendo razón. Al volver sobre sus pasos obtenía una “victoria bajo otra forma”. Marx y Engels se habían equivocado, es cierto, pero no estaban errados. Los papas jamás cometen errores. No resulta, por tanto, que “su crítica del anarquismo fuese falsa”. “La revolución rusa no significa la rehabilitación del anarquismo, sino más bien su liquidación histórica”. “La patria de Bakunin debía convertirse en la tumba de sus enseñanzas”.

Al tiempo que sostenía, como vimos, que el partido socialista ruso había sido desbordado por el movimiento elemental de las masas, Rosa pretendía que “la entera dirección de la acción revolucionaria y también de la huelga de masas está en manos de las organizaciones socialdemócratas” y que “los anarquistas, en tanto que tendencia política seria, no existen absolutamente en la revolución rusa”. El puñado de “anarquistas”, o pretendidos tales, no hacían más que mantener en algunas ciudades “la confusión y la inquietud de la clase obrera”. Y pasaba de la deformación a la injuria: el anarquismo se había convertido en la “insignia de los ladrones y saqueadores vulgares”, del lumpemproletariado contrarrevolucionario, “gruñendo como una bandada de tiburones en la estela del navío de guerra de la revolución”. Tomando sus deseos por realidades, vaticinaba que “la carrera histórica del anarquismo está lisa y llanamente terminada”[96].

Sin embargo, ese sacrificio ofrecido en aras de la derecha de la socialdemocracia alemana no preservó a Rosa de las iras de la burocracia de su partido, y menos aún de los sindicatos. No logró inmunizarla de ser víctima a su turno de la acusación de desviaciones anarquistas y anarcosindicalistas. En ¿Reforma o revolución? ella había tratado de “trabajo de Sísifo” a la acción reivindicativa sindical, pues cualquier reforma parcial arrancada por el proletariado era inmediatamente roída por la burguesía. En 1908, en su libro El camino del poder, Kautsky había cometido la imprudencia de retomar por su cuenta la misma expresión. La Comisión General de los sindicatos replicó con un folleto vengativo: Trabajo de Sísifo o resultados positivos, en el que Rosa Luxemburg y Kautsky eran metidos en la misma bolsa y vilipendiados como “anarcosocialistas”[97]. Más tarde, en 1913, sería a su vez Kautsky quien, después de su vuelco, trataría a Rosa de “anarcosindicalista” y acusaría a su folleto de 1906 sobre la revolución rusa de ser “una síntesis de concepciones socialdemócratas y anarquistas”[98].

Las execraciones de Rosa contra el anarquismo, sus esfuerzos por diferenciarse de él, eran en gran medida precauciones del lenguaje, artificios de autodefensa. Queda por ver si en realidad existían tales diferencias entre la huelga general anarquista y la huelga llamada de masas.

El viejo guesdista Bracke, a quien nadie podría sospecharle complacencias a favor de los anarquistas, explicaba a un congreso de su partido, en 1904: “Los alemanes discuten desde hace algún tiempo sobre algo que les repugna llamar huelga general, porque el término se refiere a la concepción anarquista; ellos hablan de una huelga de masas”[99]. J. P. Nettl, en numerosas páginas de su erudita biografía, mostró el evidente parentesco existente entre las dos concepciones rivales[100].


ORÍGENES DE LA HUELGA GENERAL

La idea de la huelga general es antigua. Fue experimentada por el proletariado parisiense desde 1840 y por los cartistas británicos desde 1842[101]. Fue reactualizada por la Primera Internacional en el congreso de Bruselas de 1868, pero sólo para el caso de una declaración de guerra.

Bakunin fue el primero que vio en la huelga general el arma de la lucha de clases revolucionaria. A propósito de innumerables huelgas estalladas en Bélgica, Inglaterra, Prusia, Suiza y Francia, escribía en un artículo de 1869: “Cuando las huelgas se extienden, se interrelacionan cada vez más estrechamente, están a punto de convertirse en una huelga general. Una huelga general, con las ideas de emancipación que reinan actualmente dentro del proletariado, no puede dejar de concluir en un gran cataclismo que obligaría a echar una piel nueva a la sociedad. Sin duda, todavía no estamos en esa situación, pero todo nos conduce a ella”. Adelantándose a los argumentos derrotistas de los socialdemócratas contra la huelga general, Bakunin planteaba la cuestión: “Quizá las huelgas se suceden tan rápidamente que es de temer que el cataclismo se produzca antes de que el proletariado esté suficientemente organizado”. Para responder inmediatamente: “No lo creemos así, pues en primer lugar las huelgas indican ya cierta fuerza colectiva, cierto entendimiento entre los obreros; consecuentemente, cada huelga se convierte en el punto de partida de nuevos agrupamientos”[102].

Ese texto memorable no fue ignorado por Rosa Luxemburg, quien lo citó, aunque tomando sus distancias respecto de él[103].

Aquella genial anticipación, que la revolución rusa de 1905, las ocupaciones de fábricas en Francia en 1936 y 1968, reactualizarían de una manera tan deslumbrante, fue ridiculizada por Engels más tarde con la mayor mala fe: “La huelga general es en el programa de Bakunin la palanca que utiliza como preludio de la revolución social. Una buena mañana todos los obreros de todas las empresas de un país, o del mundo, dejan el trabajo y obligan de esa manera a las clases poseedoras, a lo sumo en cuatro semanas, a someterse o a lanzarse al ataque contra los trabajadores, de manera que éstos tendrían el derecho de defenderse y al mismo tiempo derribar la vieja sociedad de un solo golpe”[104].

En el congreso de la internacional en Ginebra, setiembre de 1873, la cuestión de la huelga general figuraba en el orden del día. James Guillaume, discípulo de Bakunin, propuso una moción, recomendando a los obreros “consagrar sus esfuerzos a completar la organización internacional de las asociaciones profesionales a fin de permitirle un día emprender la huelga general, única huelga capaz de realizar la emancipación completa del trabajo”. Texto de redacción mensurada (huelga general referida a un lejano futuro, condición previa de organización sindical). Era necesario, en efecto, tranquilizar a los componentes no libertarios de la internacional, que acababa de ser reconstruida, luego de la escisión de La Haya. Sin embargo, y a pesar de esas concesiones al socialismo reformista, un delegado británico se opuso a la resolución y logró arrastrar al congreso. Se atrincheró tras el argumento pueril: “La huelga general es impracticable y es un absurdo. Para llevar a cabo una huelga general sería necesario previamente organizarse a ese efecto en todas partes; luego, desde el momento que la organización de los trabajadores sea completa, la revolución social estará hecha”[105].

A pesar de este aplazamiento, la idea de la huelga general no quedó enterrada. Fue retomada por el movimiento obrero francés, es cierto que a veces con una fastidiosa monotonía y bajo una forma demasiado simplista. Fue proclamada sucesivamente en los congresos sindicales de Burdeos, en 1888; Marsella, 1892; Nantes, 1894; Limoges, 1895; Rennes, 1898[106]. Penetró hasta el movimiento socialista, extraoficialmente, por intermedio de un político, futuro renegado del proletariado, Aristide Briand, que la utilizó para fines dudosos[107].

El prestigio de la huelga general entre los trabajadores provenía de varias causas. La huelga general era su arma propia, su creación espontánea. No la había descubierto ningún teórico. Para llevarla a cabo no necesitaban de ningún jefe político más o menos desacreditado. Se negaban a esperar su propia emancipación de un grupo parlamentario, o de un gobierno “republicano”, o de un ministro “socialista”. Los trabajadores querían mover ellos mismos los resortes de su combate. La huelga general era el instrumento de su “acción directa”. Poseía, por tanto, una punta netamente antiparlamentaria, por eso, como lo señalaría el filósofo Georges Sorel (que cometió el error de querer hacer de ella un “mito”), los socialistas parlamentarios “se sofocaban tanto tratando de combatirla”[108]. Bebel, en el congreso de Jena de 1905, afirmaba con acrimonia: “El final de la canción es que los partidarios de la huelga general han perdido todo interés por participar en la acción política”[109].


SINDICALISMO REVOLUCIONARIO Y HUELGA GENERAL

Era un hecho que los sindicalistas revolucionarios, particularmente los franceses, reprobaban la huelga general (o huelga de masas, según la terminología alemana) desde el momento que ésta fuera puesta al servicio de un objetivo “político”, en el sentido parlamentarista y electoralista del término. Tal era, en efecto, el uso que se le había dado, entre otros, en el caso de las huelgas belgas de 1893 y 1902, cuando el asunto había sido la extensión del sufragio universal. Ése debía ser también el objetivo en Prusia, entre 1910 y 1914, de la huelga general preconizada, por otra parte en vano, por Rosa Luxemburg. El mismo era, finalmente, en el plano intelectual, el tema desarrollado por Henriette Roland-Hoist en su libro sobre la huelga de masas, prologado por Kautsky.

Los anarquistas condenaron humorísticamente ese acaparamiento de su huelga general por los politiqueros. Christian Cornelissen, socialista libertario que había abandonado los Países Bajos para radicarse en Francia, sostenía: “La huelga general no podría ser hecha artificialmente por un partido cualquiera a los fines propios de ese partido [...]. Un partido político que pretenda empujar a las masas a la huelga general por intereses partidarios, arriesga [...] comprometer gravemente la formidable arma que [...] es la huelga general”[110].

En el congreso anarquista internacional de Amsterdam, en 1907, Pierre Monatte y Amadeo Dunois lograron la aprobación de un acuerdo que decía: “La huelga general no puede ser confundida con la huelga general política (Politischer Massenstreik), que no es otra cosa que una tentativa de los políticos para apartar a la huelga general de sus fines económicos y revolucionarios”[111].

En cambio las grandes huelgas de la revolución rusa de 1905 no se correspondían totalmente ni con el esquema anarquista, ni con el de los políticos. Éstas reconciliaban a los partidarios de una y la otra forma de huelga. Como lo señalaría el guesdista Charles Bonnier, habían sido “el coronamiento de una obra muy compleja, un medio empleado junto con otros, que había tenido éxito en razón de las circunstancias excepcionalmente favorables en cuyo seno se habían producido”[112].

Pues hay “política” y política. Los sindicalistas no se equivocaban al negarse a participar en las combinaciones parlamentarias y electoralistas de los politiqueros socialdemócratas. Pero evidentemente su concepción de la huelga general revolucionaria contenía una grave laguna: omitían demasiado a menudo el insistir, paralelamente a la acción en el plano económico, sobre la absoluta necesidad de atacar al corazón, al Estado burgués o absolutista, no, desde luego, para hacerlo renacer bajo una nueva forma, llamada “popular” o “proletaria”, sino para quebrarle el espinazo de una vez por todas[113].

Formulada la anterior reserva, en el espíritu de sus protagonistas la huelga general era una empresa seria, nada aventurera ni calcada sobre un esquema previo, ni en lo más mínimo, mítica o abstracta, y que tenía en cuenta las realidades del momento. Esto contrariamente a la caricatura de la que se valían para desacreditarla los socialdemócratas, incluida Rosa Luxemburg. El secretario de la C. G. T. francesa, Víctor Griffuelhes, exponía en 1904: “La huelga general será lo que el trabajador conciba y como la sepa crear. La acción se desenvolverá conforme el grado de conciencia del obrero, y según la experiencia y el sentido de la lucha que haya logrado [...]. El movimiento nacerá de las circunstancias, de una mentalidad obrera elevada, a la par de los acontecimientos, los que llevarán en sí mismos los necesarios elementos de generalización”[114].

En un notable folleto publicado por la C. G. T. francesa, se dice explícitamente que “la finalidad lógica” de la huelga general es la autogestión, “la toma de posesión de los medios sociales de producción, es decir la expropiación de la clase capitalista”. La huelga general no se limitaría a un simple abandono del trabajo, debía “ser inmediatamente seguida por la [...] reorganización de la producción y la circulación de los productos sobre nuevas bases [...], la puesta en común de los medios productivos sociales”. La socialización debía ser obra de los sindicatos y de nadie más. “En las Bolsas de Trabajo, convertidas en los centros nerviosos de la nueva organización social, afluirán las demandas de productos, que serán inmediatamente transmitidas a los grupos interesados. En cuanto a la circulación, estará asegurada mediante la federación de los transportes”[115].

Sin decirlo expresamente, los partidarios de la huelga hacían, avant la lettre, la distinción entre una huelga general “pasiva”, que consistiría en una simple cesación generalizada del trabajo, y una huelga general “activa” que, de la ocupación de las empresas, debía conducir a la puesta en marcha de la producción por los propios trabajadores. Concepción de la cual los huelguistas franceses de 1936 y 1968 evidenciaron un embrión de conciencia.

¿Las fábricas a los obreros? ¡Qué escándalo! La socialdemócrata holandesa Roland Holst, cuyo libro sobre la huelga general estaba avalado por el prefacio de Kautsky, se rasgaba las vestiduras. ¡Utopía! ¡Peligrosa fantasía! ¡Delirio! Clamaba armoniosamente el coro socialdemócrata. Rosa Luxemburg, empero, le reprochaba a su amiga “haber recargado el acento sobre el tema de la disciplina y la organización, y demasiado poco sobre el de los antagonismos de clases, terreno del cual la huelga de masas surge como un fenómeno elemental”[116]. Christian Cornelissen afirmaba, anticipándose lúcidamente al porvenir: la “utopía” de ayer se convertirá en la “necesidad” de mañana[117].


¿HUELGA GENERAL CONTRA LA GUERRA?

Una variante de la huelga general era el empleo de esta arma revolucionaria obrera, no ya en el terreno de las luchas sociales, sino en el de la lucha contra la guerra. El tronar del combate, que había comenzado con la guerra austro-prusiana de 1866 y que debía conducir a la guerra franco-alemana de 1870, había alertado a los trabajadores. Así, en el congreso de la internacional, reunido en Bruselas en 1868, se había adoptado una resolución que concluía: “El congreso recomienda sobre todo a los trabajadores cesar todo trabajo en el caso del estallido de una guerra en sus respectivos países”[118]. Conviene recordar que en esa fecha todavía no se había perpetrado la fatal escisión de la internacional; que la internacional en cuestión era ésa cuyo consejo general estaba animado por Karl Marx; y que el proponente de la resolución fue Charles Longuet, por entonces proudhoniano, quien cuatro años más tarde se casaría con Jenny, una de las hijas de Marx.

La internacional obrera fue reconstituida en el congreso de París en 1889, pero ésta se parecía muy poco a la primera. Estaba acaparada por los socialdemócratas y excluidos los anarquistas. Sin embargo, en su segundo congreso, en Bruselas, en 1891, un socialista holandés de tendencia libertaria, Domela Nieuwenhuis, entendió conveniente proponer una resolución en nombre de su partido, declarando que los socialistas de todos los países responderán a una declaración de guerra “con un llamamiento al pueblo para que proclame la huelga general”. Agregaba en sus comentarios, adelantándose a Lenin: “Es necesario decir con franqueza que es preferible la guerra civil entre el proletariado y la burguesía antes que la guerra entre naciones [...]. Los pueblos tienen el derecho, y aun el deber, de responder a la guerra con la revolución”. Esto provocó un escándalo casi general. Sólo Francia, Gran Bretaña y Holanda votaron el texto reprobado. La delegación alemana echaba sapos y culebras. Su vocero, Wilhelm Liebknecht, replicó con indignación: “En vez de hablar continuamente de revolución, vale más trabajar por el mejoramiento de la suerte del proletariado y el afianzamiento de la organización obrera”[119].

Durante un cuarto de siglo, la socialdemocracia alemana recordaría con santo horror la moción Nieuwenhuis y, con Rosa Luxemburg a la cabeza, no dejaría pasar ninguna ocasión para vituperarla.

En el tercer congreso de la internacional, Zurich, 1893, Domela Nieuwenhuis reincidió. La resolución holandesa recomendaba nuevamente la huelga general en caso de guerra, aunque precisaba: la huelga general sería aplicable sólo en los países donde los trabajadores pudieran ejercer alguna influencia sobre la guerra; en otras partes la respuesta sería el rechazo del servicio militar. Nuevamente los socialdemócratas alemanes pusieron el grito en el cielo. La propuesta holandesa era revolucionaria sólo en apariencia, pero en realidad “reaccionaria en sus efectos, pues le hacía el juego al zarismo ruso”. El austríaco Victor Adler hasta la trató de “crimen”, su rechazo, a favor de la contramoción alemana, era “lo único verdaderamente revolucionario”. Presionado hasta el extremo, Nieuwenhuis no dudó, como por otra parte ya lo había hecho en 1870, en acusar a los socialistas alemanes de chauvinistas. Su moción, un tanto modificada, pero una vez más rechazada, establecía que la huelga general debía sobre todo extenderse “a las ramas de la industria relacionadas con la guerra”[120].


ROSA CONTRA LA HUELGA GENERAL

Por sorprendente que pueda parecernos actualmente, Rosa Luxemburg creyó su deber ajustar su paso al de los dirigentes socialdemócratas, y condenar tanto la huelga general “social” como la “militar”. Pero retenía de ésta sólo la caricatura, teniendo así buena ocasión para calificarla de “idea falsa” y de una utopía que debía ser combatida por todos los medios. Ella se burlaba, desde 1902, de “la fe en la huelga general como una panacea [...], la fe en una categoría abstracta, absoluta, la huelga general, considerada como el medio de la lucha de clases, aplicable y eficaz igualmente en todos los momentos y en todos los países. Los panaderos no proveerán bollos, los faroles quedarán apagados, los ferrocarriles y los tranvías no circularán. ¡Y he aquí el derrumbe!”. Sólo tenía sarcasmos para “ese esquema trazado sobre el papel, como una batuta que se agita frente al vacío”[121].

Durante la primera revolución rusa, Rosa exclamaba: “sólo un completo aturdimiento podría esperar que el absolutismo fuera aplastado de un golpe, por una sola y única huelga general ‘continua’ según el esquema anarquista”. ¿Pero, no era buscar una querella bizantina con el anarquismo el ergotizar sobre el carácter único o no, continuo o no, de ese rebotar de huelgas generales, distintas y a la vez formando un todo, que caracterizó a 1905?[122]

La huelga general anarquista no sería más que “una panacea milagrosa”. No sería, según Rosa, “el producto de una evolución o de una necesidad histórica”, sino un recurso para utilizar o desechar a voluntad y no importa en qué momento. “Cuando no tenemos más ningún otro recurso, entonces ‘hacemos’ una huelga general. Tal es, en realidad, la grosera concepción del anarquismo: una especie de pesado cañón de reserva que se arrastra desde el más alejado rincón cuando todas las demás armas han fallado”. Domela Nieuwenhuis había preconizado durante años la huelga general como medio de desatar la revolución social “en veinticuatro horas” (así Rosa acortaba las “cuatro semanas” caricaturescas de las que se había mofado Engels). Pero, escribía en 1910: “la vocinglera oferta” de la idea de la huelga general llevada a cabo por Nieuwenhuis no le reportó el más mínimo éxito, nadie se dejó embaucar. El país donde la huelga general es menos puesta en práctica es hoy en día Francia, donde los sindicalistas se llenan siempre la boca con ella. Allí ya “estaba enterrada desde hacía mucho tiempo”[123].

Al leer los brillantes estudios de Rosa sobre el socialismo francés, siempre tan bien informados, se comprueba la justeza de sus ataques al reformismo de Jaurès y el ministerialismo de Millerand. Resulta asombrosa, por tanto, su incomprensión del sindicalismo revolucionario. Es cierto que, para ella, ambas cuestiones estaban ligadas. Consideraba que era la culpa del “cretinismo parlamentario” de Jaurès y sus seguidores si, por reacción, el sindicalismo y el anarquismo gozaban de tanta audiencia entre los obreros franceses[124].

Sin embargo, en el congreso socialista internacional de Stuttgart, en 1907, Rosa había terminado por admitir, al menos en su intervención oral, el principio de una huelga general contra la guerra. Recordó entonces que en el anterior congreso internacional, el de Amsterdam, en 1904, se había discutido la cuestión de la huelga general y que se había votado una resolución que recomendaba no ilusionar al proletariado respecto de sus fuerzas reales, considerando al socialismo internacional insuficientemente preparado para una huelga general. Pero, después, se había producido la revolución en Rusia, y sería una “traición”, decía, no inspirarse en ese ejemplo. Lo que hasta 1904 se había tenido por utopía ya no lo era. ¿No habían sido las huelgas de masas en el país de los zares las que habían contribuido a poner fin a la guerra ruso-japonesa?

Señalaba Rosa retrospectivamente que en el congreso de Jena de 1905 (aunque entonces se trataba de luchar por el sufragio universal y no todavía contra la guerra), se aprobó una resolución en la que la socialdemocracia declaraba “que la huelga de masas, que durante mucho tiempo había considerado anarquista, era un medio posible de utilizar en determinadas circunstancias”.

Pero como Bebel se opuso con vehemencia a una audaz moción Vaillant-Jaurès que preconizaba llegar hasta la huelga general y la insurrección para impedir la guerra, Rosa se plegó finalmente al texto del viejo líder centrista de su partido. Ella, sin embargo, logró corregir hábilmente su redacción e hizo aprobar por el congreso una enmienda propiciada por Lenin y Martov, que Bebel, tomado por sorpresa, no logró rechazar. Este agregado se hizo célebre. Recomendaba en caso de guerra “utilizar la crisis económica y política producida para [...] precipitar la caída de la dominación capitalista”. Rosa sostenía contra viento y marea que la enmienda llegaba “desde cierto punto de vista, más lejos que Jaurès y Vaillant”[125].

Sin embargo, en el congreso socialista internacional de Copenhague, en 1910, Rosa creyó conveniente aliarse con los peores reformistas socialdemócratas: Ebert, el belga Vandervelde y su adversario de siempre, el austríaco Víctor Adler, para obtener la postergación “hasta un próximo congreso” de una moción Vaillant-Keir Hardie que recomendaba “la huelga general obrera, particularmente en las industrias que abastecían de medios a la guerra”[126].



CONCLUSIONES


ROSA ENVUELTA EN CONTRADICCIONES

Esos extraños virajes, esas sorprendentes fluctuaciones traicionaban la confusión en la que se hallaba Rosa, prisionera de su partido, con respecto a la huelga general, a la que alternativamente se plegaba o rechazaba por anarquista. Hemos visto que, de hecho, su concepción de la huelga de masas, tal como la había extraído de la revolución rusa se aproximaba mucho a la de huelga general, término éste que por momentos no dejaba de emplear juntamente con el de “huelga de masas”.

Durante mucho tiempo, a lo largo de casi toda su vida, la obra teórica de Rosa Luxemburg fue vacilante e inconsecuente, porque le costó mucho liberarse de la presión del medio socialdemócrata alemán, donde había decidido militar y en el que trató de mantenerse a cualquier precio. Así fue casi hasta el fin, a pesar de los desacuerdos que la alejaban y de las decepciones y las afrentas allí recibidas.

En la biografía de su amiga, Enriette Roland-Holst ha subrayado que su concepción de una actividad política libre y espontánea de las masas tenía algo de “sindicalista”, aunque ella nunca quiso admitirlo. Aun cuando resolvió separarse del partido al que había pertenecido durante tanto tiempo, agrega la biógrafa, permaneció psíquicamente ligada a él. Nunca pudo librarse totalmente de cierto concepto de la organización y la centralización impuestas desde arriba que le había sido inculcado. Desde este punto de vista, Kurt Eisner y Gustav Landauer, estima Roland-Holst, tuvieron miras más amplias. Ellos trataron, a través de la comuna de Munich en 1919, de realizar un socialismo que no siguiera ciegamente al modelo ruso, buscando una vía impregnada de la noción de actividad autónoma de los individuos y los grupos[127].

Digamos, para terminar, que sobre la obra de Rosa Luxemburg pesan numerosos mal entendidos y contradicciones. No por ello deja de poseer el inmenso mérito de haber rebatido las concepciones organizativas autoritarias de Lenin y tratado de arrancar a la socialdemocracia alemana de su legalismo reformista. Insistió como ningún marxista lo había hecho antes que ella en la prioridad determinante de la autoactividad de las masas. En cuanto a este último punto, Trotsky le rindió un brillante homenaje[128]. No cabe duda, por otra parte, que su inspiración influyó sobre el vencedor de Octubre, en sus obras consagradas al movimiento de masas en las revoluciones rusas de 1905 y 1917.

Pero esa genial percepción tuvo sus límites: la incapacidad de Rosa para construir una justa síntesis entre la espontaneidad y la conciencia, o más exactamente, determinar qué clase de elite obrera estaría en condiciones de acceder a la conciencia y hacer que el proletariado se beneficiara con ello. En dos artículos, en vísperas de su muerte, sólo pudo esbozar una breve e insuficiente indicación.

Lo que hubiera necesitado el movimiento espartaquista, lo que le había faltado, era una dirección emanada de las masas y elegida por las masas. Hubiera sido necesario que los obreros revolucionarios erigieran organismos dirigentes en condiciones de guiar y utilizar la energía combativa de las masas.

¿Qué “dirección”? En todo caso, no la del partido comunista, originado en Espartaco, puesto que, según Rosa, hubiera sido entonces una “ausencia de dirección”[129].

El problema planteado por Rosa no ha tenido todavía solución, ni el debate por ella abierto su punto final. Sólo, quizá, los anarquistas, en la tradición de Bakunin, y sus herederos españoles de la Federación Anarquista Ibérica (F. A. I.) se aproximaron más o menos al secreto de las relaciones entre masas y vanguardias: “fraternidades” bakuninistas en el seno de la organización obrera de masas que fue la primera internacional, federación que fecunda desde su interior a la central obrera española, Confederación Nacional del Trabajo (C. N. T.).

La reflexión de numerosos trabajadores desde el “Mayo 68” francés conduce a centrar el problema sobre dos puntos: 1) la elite revolucionaria no debe estar compuesta principalmente por intelectuales exteriores a la clase, sino por obreros esclarecidos, lo que, por otra parte, es conteste con la dialéctica luxemburguiana del reemplazo progresivo de los “jefes” por la masa; 2) esta minoría no gana nada si se la bautiza “partido”, pues el término ha adquirido connotaciones autoritarias, sectarias y electoralistas que provocan la creciente desconfianza de los trabajadores.

La lúcida comprensión por Rosa de lo que, a través de la revolución rusa de 1905, ella prefirió llamar “huelga de masas” antes que huelga general, es una valiosa contribución al arsenal ideológico del comunismo libertario. Es al tiempo que un fanal apto para guiar al propio artífice de esta forma de lucha, cada vez más frecuente y eficaz: la clase obrera.
Pero las diatribas, muy a menudo exageradas e injustas, de la gran militante contra el sindicalismo revolucionario y el anarquismo, arrojan una sombra sobre sus intuiciones y restringen sus alcances. Tenemos mucho para extraer de sus escritos actualmente, pero a condición de no aceptarlos ni rechazarlos en bloque, de no denigrarlos, ni levantarlos hasta las nubes.

La parte más innovadora, y también la más actual del balance luxemburguiano es, seguramente, las ideas expuestas por Rosa en el congreso de la liga Espartaco, en el ocaso de su corta vida: primacía de los consejos obreros, todo el poder a los proletarios, condena del sindicalismo burocrático, importancia de los inorganizados. Pero ya hemos expuesto más arriba el equívoco que planeaba sobre ese congreso, la transformación de Espartaco en partido comunista y, por vía de consecuencia, la subordinación a una revolución rusa que ya había comenzado a arrojar por la borda, a sabiendas de Rosa, el programa de la democracia obrera soviética.

A partir del abundante y rico material dejado por Rosa, queda por realizar un trabajo de depuración, de reflexión profundizada. En la medida que las más recientes luchas sociales en Francia, particularmente la de mayo del 68, todavía no han logrado disipar totalmente las confusiones que rodean al fenómeno de la espontaneidad revolucionaria de las masas, no cabe duda que Rosa provee un punto de partida para ese necesario análisis. Queda para la minoría consciente del proletariado el llevar a cabo esa empresa, sobre el papel primero, sobre el terreno luego, hasta sus últimas consecuencias.

Cada vez más parece que, en la Francia de 1971, la clase obrera, y más en especial su ala avanzada juvenil, está buscan- do por sí misma sus propios medios de lucha, y que posee la madurez necesaria para descubrirlos y para renovarlos. Los “grupúsculos” que habían pretendido recuperar y acaparar, en su momento, la revolución de mayo de 1968, ya han cumplido su ciclo. La simple mención de la palabra “izquierdismo” sobreentiende una tendencia a aislarse de la clase obrera. Los “izquierdistas” sobrevivirán sólo si se insertan en la clase obrera, identificándose y confundiéndose con ella.

Pueda este pequeño escrito servir de modesta introducción a esa tarea. Decepcionará a quienes necesitan, para la paz de su alma, conclusiones dogmáticas que excluyan la menor incertidumbre y que quisieran que se les sirva en una bandeja de plata los frutos de una pesca milagrosa.




SEGUNDA PARTE

ELEMENTOS DEL LEGAJO Y ESTADO DE LA CUESTIÓN



DOCUMENTOS


1. Rosa Luxemburg, Masas y jefes

[...] Ese levantamiento de la masa proletaria contra casos aislados de corrupción entre “los universitarios” irrita profundamente a los burgueses porque perciben ahí el aspecto más pernicioso -para ellos- del movimiento obrero moderno, el cambio radical aportado por la socialdemocracia desde hace medio siglo en las relaciones entre la “masa” y los “jefes”.

La frase de Goethe sobre “la odiosa mayoría” que estaría compuesta por algunos conductores vigorosos, más una buena cantidad de tontos que se adaptan, débiles que se dejan asimilar y la “masa” que “trota detrás sin tener la menor idea de lo que quiere”, esa frase mediante la cual los plumíferos burgueses quisieran caracterizar a la masa socialista, es el esquema clásico de las “mayorías” para los partidos burgueses. En todas las luchas de clase del pasado, que fueron realizadas en el interés de minorías, cuando, para hablar con las palabras de Marx, “todo el desarrollo se efectuó en oposición a la gran masa del pueblo”, una de las condiciones esenciales de la acción era la inconciencia de la masa en cuanto a los verdaderos fines, al contenido material y a los límites de ese movimiento. Esta discordancia era, por otra parte, la base histórica específica del “papel dirigente” de la burguesía “instruida” al que correspondía el “seguidismo” de la masa.

Pero, como Marx ya lo dijo en 1845, “con la profundización de la acción histórica crecerá el volumen de la masa comprometida en esa acción”. La lucha de clases es la más “profunda” de todas las acciones históricas que se hayan producido hasta ahora, abarca la totalidad de las capas inferiores del pueblo y, desde que existe una sociedad dividida en clases, es la primera acción que responde al interés propio de la masa.

Por eso es que la inteligencia propia de la masa, en cuanto a sus tareas y medios, es para la acción socialista una condición histórica indispensable, en la misma medida que anteriormente la inconciencia de las masas fue la condición de la acción de las clases dominantes.

Por eso, la oposición entre los “jefes” y la mayoría que “trota detrás” está abolida, la relación entre la masa y los jefes se ha invertido. El único papel de los pretendidos “dirigentes” de la socialdemocracia consiste en esclarecer a la masa sobre su misión histórica. La autoridad y la influencia de los “jefes” en la democracia socialista se acrecienta proporcionalmente al trabajo de educación que cumplen en ese sentido. Dicho de otra manera, su prestigio y su influencia aumentan sólo en la medida que los jefes destruyan lo que hasta aquí fue la base de toda función directiva: la carencia de la masa; en la medida que se despojen a sí mismos de su calidad de jefes, en la medida que hagan de la masa la dirigente y de ellos mismos los órganos ejecutivos de la acción conciente de la masa.

[...] Sin duda, la transformación de la masa en “dirigente” segura, conciente, lúcida, la fusión soñada por Lassalle de la ciencia y la clase obrera, no es ni puede ser sino un proceso dialéctico, puesto que el movimiento obrero absorbe de manera ininterrumpida los elementos proletarios nuevos así como los desertores de otras capas sociales. Al menos ésa es y continuará siendo la tendencia dominante del movimiento socialista: la abolición de los “dirigentes” y de la masa “dirigida” en el sentido burgués, la abolición de ese fundamento histórico de toda dominación de clase.

[...] La conexión íntima del movimiento socialista con el progreso intelectual no se realiza por gracia de los desertores que nos vienen de la burguesía, sino gracias a la elevación de la masa proletaria. Esa conexión no se funda sobre una afinidad cualquiera de nuestro movimiento con la sociedad burguesa, sino sobre su oposición a esa sociedad. Su razón de ser es el objetivo final del socialismo, la restitución de todos los valores de la civilización a la totalidad del género humano.

“Esperanzas perdidas”, Neue Zeit, N° 2, 1903-1904, en francés, “Masses et chefs”, en Marxisme contre dictadure, Cahiers Spartacus, N° 7, julio 1946.


2. Rosa Luxemburg, Un nuevo tipo de organización

[...] En la historia de las sociedades de clases, el movimiento socialista fue el primero en contar, para todas sus fases y en toda su actividad, con la organización y la acción directa de las masas, siendo que de ellas extrae su propia existencia.

Bajo esa relación, la socialdemocracia crea un tipo de organización completamente diferente de aquellas de los movimientos socialistas anteriores, como por ejemplo las del tipo jacobino- blanquista.

Lenin parece subestimar este hecho cuando, en el citado libro, expresa la opinión de que el socialdemócrata revolucionario no sería otra cosa que “un jacobino indisolublemente ligado a la organización del proletariado, hecho consciente de sus intereses de clase”[130]. Para Lenin, la diferencia entre la socialdemocracia y el blanquismo se limita al hecho de la existencia de un proletariado organizado y penetrado de una conciencia de clase en lugar de un puñado de conjuros. Olvida que esto implica una revisión completa de las ideas acerca de la organización y en consecuencia una concepción completamente diferente de la idea del centralismo, así como de las relaciones recíprocas entre la organización y la lucha.

El blanquismo no tenía para nada en vista la acción inmediata de la clase obrera y podía entonces prescindir de la organización de las masas. Al contrario: como las masas populares no debían entrar en escena hasta el momento de la revolución, mientras que la obra de preparación correspondía sólo al pequeño grupo armado para el golpe de fuerza revolucionario, el éxito mismo del complot exigía que los iniciados se mantuviesen a distancia de la masa popular. Pero esto último era igualmente posible y realizable porque no existía ningún contacto íntimo entre la actividad conspirativa de una organización blanquista y la vida cotidiana de las masas populares.

Al mismo tiempo, tanto las tácticas como las tareas concretas de la acción, libremente improvisadas por inspiración y sin ningún contacto con el terreno de la lucha de clases elemental, podían ser planeadas en sus detalles más minuciosos y tomar la forma de un esquema previamente determinado. De ello resultaba, naturalmente, que los miembros activos de la organización se transformaban en simples órganos ejecutivos de las órdenes de una voluntad fijada previamente y fuera de sus campos propios de actividad, en instrumentos de un comité central. De ahí esta segunda particularidad del centralismo conspirativo: la sumisión absoluta y ciega de las secciones del partido a la instancia central, y la extensión dispositiva de esta última hasta la extrema periferia de la organización.

Radicalmente diferentes son las condiciones de actividad de la socialdemocracia. Ésta surge históricamente de la lucha de clases elemental, y se mueve dentro de aquella contradicción dialéctica consistente en que sólo en el curso de la lucha es reclutado el ejército del proletariado y en ella toma conciencia de los deberes de esa lucha. La organización, los progresos de la conciencia y el combate no son fases particulares, separadas en el tiempo y en el espacio, como en el movimiento blanquista, sino al contrario aspectos diversos de un solo y mismo proceso. Fuera de los principios generales de la lucha, no existe ninguna táctica ya elaborada en todos sus detalles que un comité central pueda enseñar a sus tropas como en un cuartel. Por otra parte, el proceso de la lucha que produce la organización determina incesantes fluctuaciones dentro de la esfera de influencia de la socialdemocracia.

De ello resulta que la centralización socialdemócrata no podría basarse ni sobre la obediencia ciega ni sobre la subordinación mecánica de los militantes a un poder central. Además, aquí no puede haber tabiques estancos entre el núcleo proletario consciente, que forma los cuadros sólidos del partido, y las capas circundantes del proletariado, ya entrenadas en la lucha de clases y dentro de las cuales la conciencia de clase se acrecienta día a día. El establecimiento de la centralización sobre esos dos principios: la ciega subordinación de todas las organizaciones, hasta el menor detalle, al centro que es el único que piensa, trabaja y decide por todos, y la separación rigurosa del núcleo organizado y el medio ambiente revolucionario -como lo entiende Lenin- nos parece, por tanto, una transposición mecánica de los principios blanquistas de organización de círculos de conjurados, al movimiento socialdemócrata de las masas obreras. Entendemos que Lenin define su punto de vista de una manera más impactante de lo que se hubiera atrevido a hacer ninguno de sus adversarios, desde el momento que describe su “socialdemócrata revolucionario” como un “jacobino ligado a la organización del proletariado consciente de sus intereses de clase”. La verdad es que la socialdemocracia no está ligada a la organización de la clase obrera, es el movimiento propio de la clase obrera. Es necesario, entonces, que el centralismo de la socialdemocracia sea de una naturaleza totalmente diferente del centralismo blanquista. No podría ser otra cosa que la concentración imperativa de la voluntad de la vanguardia consciente y militante de la clase obrera frente a grupos e individuos particulares. Es, por así decirlo, un “autocentralismo” de la capa dirigente del proletariado, es el reinado de la mayoría en el interior de su propio partido.

[...] Se puede afirmar, por otra parte, que ese mismo fenómeno -el insignificante papel de la iniciativa consciente de los órganos centrales en la elaboración de la táctica- se observa en Alemania tan bien como en todas partes. En sus líneas generales la táctica de lucha de la socialdemocracia no es algo que se haya de “inventar”, es la resultante de una serie ininterrumpida de grandes acciones creativas de la lucha de clases, muchas veces elemental, que busca su camino.

Lo inconsciente precede a lo consciente y la lógica del proceso histórico objetivo precede a la lógica subjetiva de sus protagonistas. En esto, el papel de los órganos directivos del partido socialista reviste en amplia medida un carácter conservador. Como lo demuestra la experiencia, cada vez que el movimiento obrero conquista un nuevo campo, esos órganos lo cultivan hasta sus rincones más remotos, pero al mismo tiempo lo transforman en un bastión contra ulteriores progresos de mayor envergadura.

[...] Al acordar al órgano directivo del partido poderes tan absolutos de un carácter negativo, como lo quiere Lenin, no se hace otra cosa que reforzar artificialmente y hasta un grado muy peligroso el conservatismo naturalmente inherente a ese órgano. Si la táctica del partido es el hecho, no del comité central, sino del conjunto del partido o, mejor aún, del conjunto del movimiento obrero, es evidente que a las secciones y federaciones les es necesaria la libertad de acción que es lo único que permite utilizar todos los recursos de una situación y desarrollar la iniciativa revolucionaria. El ultracentralismo defendido por Lenin se nos aparece impregnado, no de un espíritu positivo y creador, sino del estéril del vigilante nocturno. Toda su preocupación tiende a controlar la actividad del partido, no a fecundarla; a restringir el movimiento más que a desarrollarlo; a yugularlo, no a unificarlo.

[...] De hecho, nada dejará librado tan fácil y seguramente un movimiento obrero al deseo de dominación de los intelectuales como obligarlo a entrar en la coraza de un centralismo burocrático que degradará al proletariado combatiente en una herramienta a las órdenes de un “comité”. Y, recíprocamente, nada preservará tan seguramente al movimiento obrero frente a todos los abusos oportunistas por parte de una intelligentsia ambiciosa, como la autoactividad revolucionaria de los obreros, el acrecentamiento, mediante la práctica, de sus sentimientos de responsabilidad política.

Questions d’organization de la socialdémocratie russe, 10 de julio de 1904, en Trotsky, Nos tâches politiques, Ed. Belfond, 1970, pp. 207-226.

3. Rosa Luxemburg, Rusia 1905, el elemento espontáneo

[...] Ya vemos dibujarse aquí todos los caracteres de la futura huelga de masas: en primer lugar, la ocasión que desencadenó el movimiento-fue fortuita, y aún accesoria, la explosión se produjo espontáneamente.

[...] Pero, tampoco aquí el movimiento fue producido a partir de un centro, según un plan previamente concebido: se desencadenó en diversos puntos por motivos diversos y bajo diferentes formas, para luego confluir.

[...] No se puede hablar ni de plan previo, ni de acción organizada, pues el llamamiento de los partidos apenas lograba seguir los levantamientos espontáneos de la masa, los dirigentes apenas tenían el tiempo para formular sus consignas, mientras la masa de los proletarios se lanzaba al asalto.

[...] El partido socialdemócrata ruso que, ciertamente, participó en la revolución, pero que no fue su autor, y cuyas leyes debió aprender en el curso de su desenvolvimiento, se encontró durante un tiempo algo desorientado por el reflujo aparentemente estéril de la primera oleada de huelgas generales.

[...] La huelga de masas, tal como nos la muestra la revolución rusa, es un fenómeno tan cambiante que refleja en él todas las fases de la lucha política, todos los estadios y todos los momentos de la revolución. Su campo de aplicación, su fuerza de acción, los factores de su desencadenamiento, se transforman continuamente. Abre repentinamente vastas y nuevas perspectivas a la revolución en el momento que ésta parece comprometida por un estancamiento. Se niega a funcionar en el momento que se creía poder contar con ella con la mayor seguridad. De pronto la marejada del movimiento invade todo el imperio, o se divide en una vasta red de rápidos torrentes, o se pierde en la arena.

[...] Huelgas económicas y políticas, huelgas de masas o parciales, huelgas de demostración o de combate, huelgas generales de sectores particulares o de ciudades enteras, luchas reivindicativas pacíficas o combates en las calles, luchas de barricadas. Todas esas formas de lucha se entrecruzan o son paralelas, se atraviesan o desbordan unas sobre las otras. Es un océano de fenómenos siempre nuevos y fluctuantes. La ley del movimiento de esos fenómenos aparece claramente: no reside en la huelga de masas misma, en sus particularidades técnicas, sino en la relación de fuerzas políticas y sociales de la revolución. La huelga de masas es simplemente la forma tomada por la lucha revolucionaria, y cualquier desnivel en la relación de las fuerzas en presencia, en el desenvolvimiento del partido y la división de clases, en la posición de la contrarrevolución, todo eso influye inmediatamente sobre la acción de la huelga por mil caminos invisibles e incontrolables. Sin embargo, la acción de la huelga misma no se detiene prácticamente un instante. No hace más que revestir otras formas, modificar su extensión y sus efectos. Es la pulsación viva de la revolución, al tiempo que su más potente motor. En una palabra: la huelga de masas, tal como la revolución rusa nos ofrece el modelo, no es un medio ingenioso inventado para reforzar el efecto de la lucha proletaria, sino que es el movimiento mismo de la masa proletaria, la fuerza de manifestación de la lucha proletaria en el curso de la revolución.

[...] En una palabra, la lucha económica presenta una continuidad, es el hilo que reúne los diferentes nudos políticos; la lucha política es una fecundación periódica que prepara el terreno a las luchas económicas. La causa y el efecto se suceden y alternan incesantemente. El factor económico y el factor político, muy lejos de distinguirse completamente o aun de excluirse recíprocamente, como lo pretende el esquema pedante, constituyen en un período de huelga de masas dos aspectos complementarios de la lucha de clases proletaria en Rusia. Precisamente, es la huelga de masas la que constituye su unidad. La teoría sutil diseca artificialmente a la huelga de masas, con la ayuda de la lógica, para obtener una “huelga política pura”. Pero tal disección, como todas las disecciones, no nos permite ver el fenómeno vivo, nos entrega un cadáver.

[...] El elemento espontáneo juega, lo hemos visto, un gran papel en todas las huelgas de masas en Rusia, sea como elemento motor o como freno. Pero esto no proviene de que la socialdemocracia es en Rusia todavía joven y débil, sino del hecho de que cada operación particular es la resultante de tal infinidad de factores económicos, políticos, sociales, generales y locales, materiales y psicológicos, que ninguna de ellas puede ser definida ni calculada como un ejemplo aritmético. Aunque el proletariado, con la socialdemocracia a la cabeza, desempeña allí el papel dirigente, la revolución no es una maniobra del proletariado, sino una batalla que se desenvuelve mientras en derredor todas las bases sociales crujen, se derrumban y se desplazan sin cesar. Si el elemento espontáneo desempeña un papel tan importante en las huelgas de masas en Rusia, no es porque el proletariado ruso es “ineducado”, sino porque las revoluciones no se aprenden en la escuela.

Comprobamos en Rusia, por otra parte, que esta revolución que hace tan difícil a la socialdemocracia tomar la dirección de la huelga, y que tan pronto le tiende como le arranca la batuta de director de orquesta, resuelve en cambio, precisamente, todas las dificultades de la huelga, esas dificultades que el esquema teórico tal como se discute en Alemania considera la principal preocupación de la dirección: el problema de los “aprovisionamientos”, de los “costos”, de los “sacrificios materiales”. Sin duda, no los resuelve a la manera como, lápiz en mano, se las puede regular en el curso de una apacible conferencia secreta de las instancias superiores del movimiento obrero.

[...] La “regulación” de todos estos problemas se reduce a esto: la revolución hace entrar en escena masas tan enormes que cualquier tentativa de ordenar anticipadamente o de calcular los costos del movimiento -como se hace la estimación del costo de un pleito- aparece como una empresa sin esperanzas. Cierto, también en Rusia los organismos directores tratan de auxiliar lo mejor posible a las víctimas del combate. Así es como el partido ayudó durante semanas a las valientes víctimas del gigantesco lock-out producido en San Petersburgo, a consecuencia de la campaña por la jornada de ocho horas. Pero todas esas medidas son, para el inmenso balance de la revolución, como una gota de agua en el mar. En el momento que comienza un período de huelgas de masas de gran envergadura, todas las previsiones y cálculos de costos son tan vanos como la pretensión de vaciar el océano con un dedal.

[...] Hemos visto que en Rusia la huelga de masas no es el producto artificial de una táctica impuesta por la socialdemocracia, sino un fenómeno histórico natural, nacido sobre el terreno de la actual revolución.

[...] En la revolución donde la propia masa aparece en la escena política, la conciencia de clase se hace concreta y activa. De esta manera, un año de revolución dio al proletariado ruso esa “educación” que treinta años de luchas parlamentarias y sindicales no pudieron otorgar artificialmente al proletariado alemán.

Grève de masses, parti et syndicats, 1906, Irene Petit (comp.), Maspero, 1969.


4. Rosa Luxemburg, Discurso sobre el programa (diciembre de 1918)

[...] El 9 de noviembre se produjo una revolución llena de insuficiencias y de debilidades. No hay por qué asombrarse. Fue la revolución sobrevenida después de cuatro años de guerra, después de cuatro años durante los cuales el proletariado alemán, gracias a la educación a la cual lo sometió la socialdemocracia y los sindicatos, ha dado muestras de tal miseria y de tal renegamiento de sus deberes socialistas que no podríamos hallar su equivalente en ningún otro país. Cuando nos colocamos en el terreno del desarrollo histórico -y eso es lo que hacemos, como marxistas y como socialistas-, en esta Alemania que ha ofrecido la horrible imagen del 4 de agosto y de los cuatro años siguientes, no podríamos esperar que el 9 de noviembre fuera una grandiosa revolución de clase, consciente de sus fines. Los acontecimientos del 9 de noviembre fueron en sus tres cuartas partes, no la victoria de un principio nuevo, sino el derrumbe del imperialismo existente.

Simplemente había llegado el momento en que el imperialismo, como un coloso con pies de barro, podrido por dentro, debía desplomarse. Debía sucederle un movimiento más o menos caótico, sin objetivos, apenas consciente, en el cual el principio de unidad, el principio constante y salvador se resumiera en la consigna: creación de los consejos de obreros y soldados. Ése hubiera sido el centro de convergencia de esta revolución que le habría dado el ritmo de una revolución socialista proletaria, a pesar de todas las insuficiencias y debilidades del primer momento.

Puesto que acaban de hablarnos con sarcasmo de los métodos rusos, de acusarnos de estar al arrastre de los bolcheviques, no debemos olvidarnos de responder a los obreros alemanes: ¿dónde habéis aprendido vosotros el a b c de vuestra revolución actual? Son los rusos quienes os lo enseñaron. Allí es donde aparecieron por primera vez los consejos de obreros y soldados.

Esos pequeños personajes que a la cabeza del gobierno alemán sediciente socialista, de acuerdo con el imperialismo inglés, consideran su misión aniquilar a los bolcheviques rusos, ellos también pretenden basarse formalmente sobre consejos de obreros y soldados, y deben reconocer que la revolución rusa es la que primero ha lanzado las consignas de la revolución mundial. Podemos decirles con toda seguridad, porque eso es lo que resulta de toda la situación, que cualquiera sea el país en el cual, después de Alemania, estalle la revolución, su primer gesto será la creación de consejos de obreros y soldados.

En esto, justamente, consiste el lazo de unión internacional de nuestro método, es el signo de reunión que distingue a nuestra revolución de todas las revoluciones burguesas anteriores. Un hecho muy característico para las contradicciones dialécticas en que se sumerge esta revolución, como por otra parte todas las revoluciones, es que, desde el 9 de noviembre, al lanzar su primer grito, su grito de nacimiento, por así decirlo, ha encontrado la consigna que nos conducirá al socialismo: el poder de los consejos proletarios.

[...] De esta manera quisiera resumir nuestras próximas tareas: ante todo es necesario perfeccionar y extender en todos los sentidos el sistema de los consejos de obreros. Lo que hemos emprendido el 9 de noviembre sólo es un débil inicio y no podemos quedarnos en ello. Durante la primera fase de la revolución, incluso hemos perdido grandes medios de poder que teníamos. Ustedes saben que la contrarrevolución ha emprendido un trabajo encarnizado para demoler el sistema de los consejos de obreros y soldados. En Hesse los consejos de obreros y soldados han sido suprimidos por el gobierno contrarrevolucionario, sabrá lo que hace. En cuanto a nosotros, debemos no sólo perfeccionar el sistema, sino introducir los consejos entre los obreros agrícolas y los campesinos pobres. Se habla de “tomar el poder”. Nosotros debemos plantear la cuestión de la toma del poder de esta manera: ¿qué hace, qué puede hacer, qué debe hacer cada consejo de obreros y soldados en toda Alemania?

Ahí reside el problema. Es necesario minar por la base al Estado burgués, sustraerle cada una de las funciones sociales, no separando sino uniendo en todas partes el poder ejecutivo, la legislación y la administración, poniéndolos en manos de los consejos de obreros y soldados.

Éste es un campo enorme que debe ser cultivado. Es necesario preparar las cosas desde abajo, darles a los consejos de obreros y soldados un poder tal que cuando el gobierno Ebert-Scheidemann o cualquier otro gobierno parecido sea volteado, éste sea el último acto y el final del poder burgués. De esta manera, la conquista del poder no debe ser una acción única, sino una serie progresiva, de manera que nos infiltremos y sumerjamos dentro del poder burgués hasta tomar todas las posiciones, y defenderlas luego con nuestros dientes y uñas. Mi opinión y la de los camaradas del partido que me son más cercanos es que también la lucha económica debe ser conducida por los consejos obreros. La dirección de las luchas económicas y la ampliación de esas luchas por medios de creciente amplitud debe estar en manos de los consejos obreros. Debemos trabajar en esa dirección en el futuro inmediato y, si nos proponemos esa tarea, resulta de ello que debemos prever una colosal aceleración de la lucha. Pues se trata aquí de luchar hombro contra hombro en cada provincia, ciudad, aldea y comuna, para que todos los medios de acción que deben ser arrancados a la burguesía uno a uno, sean transferidos a los consejos de obreros y soldados. Pero, para eso, es necesario en primer lugar que nuestros camaradas de partido, los proletarios, estén educados. Aun allí donde existen actualmente consejos de obreros y soldados, falta todavía la conciencia de a qué están destinados esos consejos.

Es necesario primeramente educar a la masa y hacerle comprender que el consejo de obreros y soldados debe ser la palanca de la máquina social en todos sus aspectos, que el consejo debe apoderarse de todos los poderes y dirigirlos hacia la transformación socialista. Aun las masas obreras que ya están organizadas en los consejos de obreros y soldados están todavía a mil leguas de esta concepción, excepto naturalmente algunas pequeñas minorías de proletarios conscientes de sus tareas. Pero esto no es un defecto, al contrario, es normal. Tomando el poder es como la masa debe aprender a ejercerlo.

No existe ninguna otra manera de enseñárselo, pues hemos dejado atrás, felizmente, la época cuando se trataba de hacer la educación doctrinaria, teórica del proletariado. Esa época parece existir todavía para los marxistas de la escuela kautskista. Hacer la educación socialista de las masas proletarias, para ellos significa: darles conferencias y repartirles folletos y volantes. La revolución, la escuela práctica del proletariado, no necesita nada de eso. La revolución educa actuando.

Éste es el caso de decir: en el comienzo era la acción. Y la acción debe consistir en que los consejos de obreros y soldados se sientan llamados y aprendan a ser el único poder público en todo el país.

[...] Pienso que la historia no nos hace la tarea tan fácil como lo fue para las revoluciones burguesas. No basta con voltear el poder oficial en el centro y reemplazarlo por algunas docenas o algunos miles de hombres nuevos. Es necesario que trabajemos de abajo hacia arriba, y eso corresponde justamente al carácter masivo de nuestra revolución, cuyos objetivos apuntan a las bases de la constitución social. Eso se corresponde con el carácter de la actual revolución proletaria, es decir saber que debemos realizar la conquista del poder político, no desde arriba, sino desde abajo. El 9 de noviembre fue la tentativa de sacudir al poder público, la dominación de clase -tentativa frustrada, incompleta, caótica-. Lo que resta por hacer ahora es dirigir con plena conciencia la entera fuerza del proletariado contra los fundamentos de la sociedad capitalista. ¡En la base, donde el empresario particular está frente a su esclavo asalariado! ¡En la base, donde todos los órganos de ejecución de la dominación política de clase están frente al objeto de esta dominación, frente a las masas! Ahí es donde debemos arrancar a los jefes del gobierno sus instrumentos del poder sobre las masas, para liberarlos paso a paso y traerlos hacia nosotros.

“Spartacus 1918-1919”, Masses, N° 15, 16 de agosto de 1934, y Cahiers Spartacus, 1949, 2ª serie, N° 15.


5. Rosa Luxemburg, Controversia con los bonzos sindicales

Desde que la socialdemocracia internacional se preocupa por la huelga de masas, el tema de base de los debates, el punto de partida de todas las discusiones sobre ese asunto, es la distinción que se debe hacer entre la huelga general política y la huelga general sindical, por una parte, y entre la concepción anarquista y la concepción socialdemócrata de la huelga general política, por la otra. La distinción entre esos distintos tipos fundamentales de huelgas de masas es esencial, no sólo en el plano teórico, sino porque está históricamente fundada. Cada uno de esos tipos de huelga han sido en su momento experimentados, con resultados variables, por el movimiento obrero internacional. El confundirlos equivale práctica y teóricamente a cometer el mismo error que cometen, con respecto al sindicalismo, algunos profesores burgueses que identifican a las coaliciones de trabajadores y las asociaciones patronales en una sola y misma categoría de “instancias representativas de los intereses”. Quién no sabe distinguir entre la huelga general sindical y la huelga general política, y entre la huelga general anarquista y la huelga general socialdemócrata; quién no establece diferencias entre la idea de una huelga de solidaridad económica en apoyo de una lucha salarial determinada, y el levantamiento político de masas obreras con el fin de conquistar iguales derechos políticos para todos; quién es capaz de distinguir la huelga general de 1893 en Bélgica por la conquista del sufragio universal, o las actuales huelgas generales en Rusia, de la idea cara a los cabezas calientes al estilo de Bakunin y Nieuwenhuis, de instaurar el socialismo mediante una huelga general sorpresiva que se desataría respondiendo inmediatamente a la primera señal, muestra con toda evidencia que no ha entendido una palabra de esta cuestión. Es inútil discutir con él, a lo máximo se le puede aconsejar que comience por instruirse.

¿Qué escuchamos, sin embargo, en el congreso sindical de Colonia? El informante Bömelburg comienza por extenderse a lo largo y a lo ancho sobre el peligro general de las huelgas sindicales de solidaridad, luego, arrastrado por las olas impetuosas de su elocuencia, pasa sin transición del fracaso de la reciente huelga de los obreros del vidrio a la “huelga general social”. Sobre ese asunto, los dicharachos con que anonada en un melodrama típicamente anarquista, encantan al público y le valen un verdadero triunfo[131]. Luego de eso concluye, siempre sin transición, con una crítica de la huelga política defensiva que es lisa y llanamente puesta en la picota, gracias a retorcimientos oratorios de la más chata demagogia. El congreso “puntúa con sus aclamaciones prácticamente cada frase del orador hasta el final”, como lo expresa el informe publicado por Vorwärts.

El segundo adversario de la huelga general, Leimpeters, desenvuelve una argumentación todavía más notable. Éste se declara pura y simplemente “incapaz de hacer ninguna distinción entre la huelga general anarquista y la huelga de masas social y política”. Y en lugar de sacar de ello la única conclusión pertinente, que la cuestión merecería una más amplia discusión y que, dado el actual estado de cosas, cualquier decisión sería prematura, simplemente deduce de su propia ignorancia y carencia de discernimiento que toda forma de huelga general, sea cual fuere, debe ser proscripta.

A su turno, descargó una andanada de palos sobre el desdichado espantajo, ya en su enésimo descuartizamiento, de la huelga general anarquista, provocando entre el público con sus agudezas “una tumultuosa hilaridad” que no dejaba de recordar con inquietante claridad, en medio de un congreso obrero, los accesos de jocundidad de los parlamentarios burgueses en un debate sobre “el Estado socialista futuro”.

Robert Schmidt completó dignamente el trío al declarar por su parte: “Todas las experiencias demuestran que el uso de semejante medio de lucha sólo consigue, como el uso de la violencia, reforzar la reacción”.
“Todas las experiencias”... ¡mientras que las únicas experiencias que se hayan efectivamente realizado hasta hoy en el terreno de la huelga política de masas, la huelga general belga de 1893 y las recientes huelgas generales en Rusia han sido éxitos brillantes! (La huelga general de abril de 1902 en Bélgica evidentemente no puede ser tomada aquí en consideración, porque su fracaso nos enseña más sobre la manera de quebrar el espinazo de una huelga que sobre la manera de conducirla.)

No es posible admitir que tales hechos hayan permanecido ignorados por camaradas como Robert Schmidt, Bömelburg y Leimpeters, que son los más activos entre los líderes sindicales. Ellos conocen muy bien esos hechos, que contradicen tan manifiestamente sus concepciones. Pero lo que les falta totalmente, a ellos y a la mayoría de los sindicalistas que aprobaron sus discursos de Colonia, es la comprensión profunda, el análisis serio y sin prejuicios de las lecciones suministradas por las huelgas generales realizadas en el extranjero. La experiencia belga les parece sin duda indigna de un estudio detenido, puesto que Bélgica es un país de origen latino, por tanto definido como afectado de “ligereza”, sobre el cual nuestros graves sindicalistas sólo se dignan echar una mirada condescendiente.

¿Entonces en Rusia, ese “país salvaje”, ese territorio del fin del mundo, que todavía no tiene cajas sindicales bien repletas, ni comisión general de los sindicatos, ni estado mayor lleno de funcionarios sindicales? ¿Cómo podría acudir al espíritu de nuestros sindicalistas alemanes, serios y llenos de “experiencia”, que sería absurdo tratar de emitir cualquier juicio sobre la huelga general en el preciso instante en que este método de lucha está adquiriendo en Rusia un aspecto y una amplitud insospechados, a punto de convertirse en ejemplar y en venero de enseñanzas para el entero mundo del trabajo?

Todos los adversarios de la huelga general han hablado hasta el cansancio de experiencias concretas, la “experiencia” era la nota dominante de los debates, el cerrojo puesto a los “teorizadores”, a los “literatos”, así como a los ejemplos extranjeros. Todo eso en virtud de las “experiencias” y de un país que nunca se encontró todavía en el caso de intentar la más mínima huelga general política.

En realidad, el rasgo dominante en todo ese debate sobre la huelga general no fue la experiencia, sino el triunfo de una estrechez de miras que en ninguno de los anteriores congresos sindicales realizados en Alemania se había manifestado con tanta evidencia como en Colonia. Fue el triunfo de una mediocridad complaciente, suficiente, radiante, segura de sí, que se gargariza y embriaga de sí misma hasta el punta de estimarse por encima de todas las experiencias del movimiento obrero internacional, las que por otra parte no ha comprendido para nada, y se cree autorizada a pronunciar juicios sobre un producto de la historia que no se cura de las decisiones de los congresos.

Esta misma mentalidad limitada estuvo a punto de sacrificar sin vacilaciones la idea de la fiesta del Primero de Mayo. Es la misma que además y para terminar afirmaba: “¡No nos inquietemos! La reacción nada puede contra nosotros. Aunque nos privara del derecho al voto, del derecho de coalición, de todos nuestros derechos, según su voluntad. Aun así seremos fuertes”. Si ésta no es una manera irresponsable de hacer naufragar a la clase obrera en el más peligroso adormecimiento, acuñándola con la autosatisfacción de su poder, quiere decir que la palabra demagogia carece de sentido.

Sí. ¡Somos una fuerza y venceremos! Desbarataremos todas las maniobras de la reacción, pero no lo lograremos dejándonos despojar deliberadamente de todos nuestros derechos ni sacrificando con aturdimiento medios de lucha tales como la fiesta del Primero de Mayo.

“Los debates de Colonia”, Sächsische Arbeiterzeitung, 30-31 de mayo de 1905.

6. Karl Kautsky, “Un elemento importado de afuera”

Muchos de nuestros críticos revisionistas imputan a Marx la afirmación de que el desenvolvimiento económico y la lucha de clases, no sólo crean las condiciones de la producción socialista, sino que engendran directamente la conciencia de su necesidad. Luego esos críticos objetan que Inglaterra, país del desarrollo capitalista más avanzado, es el más ajeno a esa conciencia. El proyecto austríaco de programa también comparte ese punto de vista sedicente marxista ortodoxo, refutado por el ejemplo de Inglaterra. El proyecto dice: “Cuanto más aumenta el proletariado como consecuencia del desarrollo capitalista, más está obligado y más tiene la posibilidad de luchar contra el capitalismo. El proletariado llega a la conciencia de la posibilidad y la necesidad del socialismo”. Por tanto, la conciencia socialista sería el resultado necesario, directo, de la lucha de clases proletaria. Eso es enteramente falso.

Como doctrina, el socialismo tiene evidentemente sus raíces en las relaciones económicas actuales de la misma manera que la lucha de clases proletaria. Así como esta última, proviene de la lucha contra la pobreza y la miseria de las masas, engendradas por el capitalismo. Pero el socialismo y la lucha de clases no surgen uno del otro ni se engendran recíprocamente, provienen de premisas diferentes. La conciencia socialista actual sólo pudo surgir sobre la base de profundos conocimientos científicos. En efecto, la ciencia económica contemporánea es una condición de la producción socialista como, por ejemplo, la técnica moderna, y a pesar de todos sus deseos el proletariado no podría crear ni la una ni la otra, ambas surgen del conjunto del desarrollo social contemporáneo.

Luego, el portador de la ciencia no es el proletariado, sino los intelectuales burgueses. Es, en efecto, en el cerebro de algunos individuos de esa categoría donde ha nacido el socialismo contemporáneo, y por medio de ellos el socialismo ha sido comunicado a los proletarios intelectualmente más desarrollados, quienes lo introducen luego, donde las condiciones lo permiten, en la lucha de clases del proletariado. La conciencia socialista es, por tanto, un elemento importado desde afuera a la lucha de clases del proletariado y no algo que haya surgido de ella en su origen. Así el viejo programa de 1888 del partido decía muy justamente que la tarea de la socialdemocracia es la de introducir en el proletariado la conciencia de su situación y la conciencia de su misión. No habría ninguna necesidad de hacer eso si tal conciencia emanara por sí misma de la lucha de clases.

Neue Zeit, 1901-1902, XX, I, N° 3, p. 79.


7. Lenin, La espontaneidad de las masas y la conciencia de la socialdemocracia

[...] La cuestión de las relaciones entre la conciencia y la espontaneidad ofrece un inmenso interés general y requiere un estudio muy detallado.

En el capítulo precedente habíamos subrayado la infatuación general de la juventud rusa cultivada por el marxismo hacia 1895. Hacia la misma época, las huelgas obreras, luego de la famosa guerra industrial de 1896 en San Petersburgo, revistieron también un carácter general. Su extensión a toda Rusia atestiguaba claramente la profundidad del movimiento popular que crecía nuevamente, y si se quiere hablar del “elemento espontáneo”, ese movimiento huelguístico merece más que cualquier otro el nombre de espontáneo. Pero hay espontaneidad de distinto tipo. Hubo en Rusia huelgas, y en los años 70, y en los años 60 (y aun en la primera mitad del siglo XIX), huelgas acompañadas de destrucción “espontánea” de máquinas, etcétera. Comparadas con esos “motines” las huelgas posteriores a 1890 podrían hasta ser calificadas de “conscientes”, tanto ha progresado mientras el movimiento obrero.

Eso nos muestra que el “elemento espontáneo” no es en el fondo otra cosa que la forma embrionaria de lo consciente. Los motines primitivos manifestaban ya cierto despertar de la conciencia: los obreros perdían su fe secular en la estabilidad inquebrantable del orden social que los aplastaba; comenzaban, no diría a comprender, sino a sentir la necesidad de una resistencia colectiva, y rompían resueltamente con la sumisión servil a las autoridades. Sin embargo, se trataba mucho más de manifestaciones de desesperación y de venganza que de una lucha. En las huelgas posteriores a 1890 aparecen muchos más relámpagos de conciencia: los huelguistas formulan reivindicaciones precisas, tratan de prever el momento más favorable, discuten casos y ejemplos de otras localidades, etcétera. Si los motines eran simplemente la revuelta de gente oprimida, las huelgas sistemáticas eran ya embriones, pero nada más que embriones, de la lucha de clases. Tomadas en sí mismas, esas huelgas eran una lucha tradeunionista, pero no todavía socialdemócrata; marcaban el despertar del antagonismo entre obreros y patrones, pero los obreros no tenían ni podían tener conciencia de la oposición irreductible entre sus intereses y todo el orden político y social existente, es decir la conciencia socialdemócrata. En ese sentido, las huelgas de 1890, a pesar del inmenso progreso que representaban en relación a los “motines”, seguían siendo un movimiento puramente espontáneo.

Hemos dicho que los obreros no podían tener aún la conciencia socialdemócrata. Ésta no les podía llegar sino del exterior. La historia de todos los países demuestra que con sus solas fuerzas la clase obrera puede llegar sólo a la conciencia tradeunionista, es decir a la convicción de que es necesario unirse en sindicatos, pelear contra los patrones, reclamar al gobierno tales leyes necesarias para los obreros, etcétera. En cambio la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por los representantes ilustrados de las clases propietarias, los intelectuales. Los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, eran, por su situación social, intelectuales burgueses. Lo mismo en Rusia, la doctrina socialdemócrata surgió de una manera totalmente independiente del crecimiento espontáneo del movimiento obrero, como el resultado natural e ineluctable del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas. En la época de la que hablamos, es decir hacia 1895, esta doctrina era no sólo el programa perfectamente establecido del grupo “Emancipación del trabajo”, sino que había ganado la adhesión de la mayoría de la juventud revolucionaria en Rusia.

De manera que aparecían al mismo tiempo un despertar espontáneo de las masas obreras a la vida y la lucha conscientes, y una juventud revolucionaria que, armada con la teoría socialdemócrata, ardía por unirse a los obreros. Respecto de ello, importa particularmente establecer el hecho a menudo olvidado (y relativamente poco conocido) de que los primeros socialdemócratas de ese período, quienes se lanzaron ardientemente a la agitación económica, teniendo en relación a ello estrictamente en cuenta las indicaciones verdaderamente útiles del folleto De la agitación, todavía manuscrito entonces, y que lejos de considerar esa agitación como su única tarea, asignaron desde el inicio a la socialdemocracia rusa los mayores objetivos históricos en general, y la misión del derrocamiento de la autocracia en particular.

[...] No nos viene siquiera a la mente la idea de reprochar a los militantes de entonces su carencia de preparación. Pero, para sacar provecho de la experiencia del movimiento y deducir lecciones prácticas, es necesario comprender plenamente las causas y la importancia de tal o cual derrota. Por eso importa sobre todo establecer que una parte, quizá la mayoría, de los militantes socialdemócratas de 1895-1898 consideraban con justa razón posible, en esa época, en el comienzo mismo del movimiento “espontáneo”, preconizar un programa y una táctica de la mayor amplitud. Luego, la falta de preparación de la mayo- ría de los revolucionarios, siendo un fenómeno perfectamente natural, no podía dar lugar a reservas especiales de ninguna clase. Desde el momento que la definición de objetivos era correcta y que se disponía de la energía suficiente para tratar repetidamente de llevarlos a cabo, los fracasos momentáneos no eran un mal total. La experiencia revolucionaria y la habilidad organizativa se aprenden.
[...] Pero el casi mal se convierte en un mal verdadero cuando esa conciencia comienza a oscurecerse (aunque, sin embargo, era muy vívida entre los militantes de los grupos mencionados más arriba), cuando aparece gente, y aun organismos socialdemócratas, prontas a erigir los defectos en virtudes y que hasta tratan de justificar teóricamente su culto servil a la espontaneidad. Es ya tiempo de hacer el balance de esa tendencia, muy inexactamente caracterizada por el término de “economismo”, que es demasiado estrecho para representar el contenido.

[...] En lugar de convocar al avance, a consolidar la organización revolucionaria y a extender la actividad política, se hizo el llamamiento de volver atrás, hacia el mero tradeunionismo. Se proclamó que “la perpetua insistencia en el ideal político dejaba en las sombras los fundamentos económicos del movimiento”, que la divisa del movimiento obrero es “la lucha por la situación económica” (!) o, mejor aún, “los obreros para los obreros”. Se declaró que las cajas de huelga “valen más para el movimiento que un centenar de otras organizaciones”. [...] Las fórmulas del género: Es necesario poner en primer plano, no a la “crema” de los obreros, sino al obrero “medio”, el obrero de fila, o “Lo político sigue siempre dócilmente a lo económico”, etc., etc., se pusieron de moda y adquirieron una irresistible influencia sobre la masa de jóvenes atraídos hacia el movimiento que, en su mayoría, sólo conocían del marxismo algunos fragmentos bajo su versión legal.

Esto es el aplastamiento total de la conciencia por la espontaneidad, por la espontaneidad de los “socialdemócratas” [...], la espontaneidad de los obreros seducidos por el argumento de que el aumento de un kopek por rublo les concernía más que cualquier socialismo y cualquier política, que debían “luchar sabiendo que lo hacían, no para vagas generaciones futuras, sino para ellos mismos y sus hijos”.

[...] Los partidarios del “movimiento puramente obrero”, los adeptos a la ligazón más estrecha y más “orgánica” con la lucha proletaria, los adversarios de cualquier intelligentsia no obrera, así fuese socialista, están obligados para defender su posición a recurrir a los argumentos de los “puros tradeunionistas” burgueses [...] Eso muestra [...] que todo culto de la espontaneidad del movimiento obrero, toda disminución del papel del “elemento consciente, del papel de la socialdemocracia, significa por eso mismo, quiérase o no, eso no cambia nada, un reforzamiento de la influencia de la ideología burguesa sobre los obreros. Todos aquellos que hablan de “sobreestimación de la ideología”, de la exageración del papel del elemento consciente, etc., se figuran que el movimiento puramente obrero es capaz de elaborar por sí mismo, y que así lo hará, una ideología independiente, a condición solamente de que los obreros “arranquen su suerte de manos de los dirigentes”. Pero éste es un profundo error.

¿Qué hacer? (1902).


8. Lenin, Burocratismo y organización

[...] Pasemos a otra resolución, firmada por cuatro miembros de la antigua redacción, con el camarada Axelrod a la cabeza. Volvemos a encontrar aquí todas las principales acusaciones contra la “mayoría” más de una vez enumeradas en serie en los diarios. Sería más cómodo analizarlos justamente en la formulación de los miembros del círculo relacional. Las acusaciones apuntan al “sistema de gestión autócrata burocrático del partido”, el “centralismo burocrático” que, a diferencia del “centralismo verdaderamente socialdemócrata” se define así: “no pone en primer plano la unión interna, sino la unidad exterior, formal, realizada y protegida por medios puramente mecánicos, aplastando sistemáticamente las iniciativas individuales y las actividades sociales”, y también “por su propia esencia es incapaz de reunir orgánicamente a los elementos constitutivos de la sociedad”.

De qué sociedad hablan aquí el camarada Axelrod y Cía., sólo Alá lo sabe. Evidentemente, el camarada Axelrod no sabía muy bien si redactaba una comunicación de zemstvo sobre reformas deseables en la gestión o si dejaba de ahogar las penas de la “minoría”. ¿Qué puede querer decir el “autocratismo” en el partido, denunciado por los “redactores” descontentos? El autocratismo es un poder supremo, sin control, sin responsabilidad, el poder de una sola persona no elegida. Los escritos de la “minoría” testimonian muy bien que es a mí solo a quien tienen por tal autócrata, y a ningún otro. En el momento que se redactaba y adoptaba la resolución comentada, Plekhanov y yo formábamos parte del órgano central. En consecuencia, el camarada Axelrod y Cía. expresan su convicción de que Plekhanov y todos los demás miembros del comité central “dirigían el partido” según la voluntad del autócrata Lenin, y no según sus criterios para el bien de la causa. La acusación de autocratismo conduce necesaria e infaliblemente a considerar a todos los otros integrantes de la dirección, excepto el autócrata, como simples instrumentos en manos ajenas, como peones, agentes de ejecución de la voluntad de otro. Preguntamos una y otra vez: ¿Es ésa verdaderamente la “divergencia de principio” del muy honorable camarada Axelrod?

Parece evidente que las lamentaciones sobre el famoso burocratismo tienden simplemente a disimular el descontento contra los integrantes de los organismos centrales; que se trata de una hoja de parra destinada a velar las infracciones a las promesas solemnemente hechas al congreso. Tú eres un burócrata, porque tú has sido designado por el congreso contra mi voluntad; tú eres un formalista, porque te apoyas en las decisiones formales del congreso, y no sobre mi acuerdo; tú actúas de una manera groseramente mecánica, porque perteneces a la mayoría “mecánica” del congreso del partido y no tienes en cuenta mi deseo de ser cooptado; tú eres un autócrata, porque no quieres remitir el poder a manos de la vieja y buena compañía que defiende tanto más enérgicamente la “continuidad” de su espíritu de camarilla cuanto su desautorización directa por el congreso le es desagradable.

No hay ni habrá jamás ningún contenido real en esas lamentaciones sobre el burocratismo que él ya ha indicado[132]. Justamente ese procedimiento de lucha es lo que muestra una vez más la inconstancia intelectual de la minoría. Ésta quisiera convencer al partido que ha elegido mal sus organismos centrales. ¿Convencer, pero cómo? ¿Criticando al Iskra, cuya dirección desempeñamos Plekhanov y yo? No, ellos no tienen las fuerzas necesarias para hacerlo, tratan de convencer mediante la negativa de una fracción del partido a trabajar bajo la dirección de un centro abominable. Pero ningún organismo central de ningún partido del mundo podría demostrar su capacidad de dirigir a quienes se niegan a someterse a la dirección. Negarse a someterse a la dirección de los organismos centrales es negarse a ser miembro del partido, es destruir el partido. Éste no es un medio de persuasión, es un medio de destrucción. Sustituir la persuasión con la destrucción es mostrar la carencia de firmeza en los principios, la ausencia de fe en las propias ideas.

Se habla de burocratismo. El burocratismo puede traducirse al ruso con la palabra precedencia. El burocratismo es la sumisión de los intereses de la causa a los intereses de la carrera, es reservar una atención sostenida a las sinecuras y desconocer al trabajo, es acollararse para la cooptación en lugar de luchar por las ideas. Tal burocratismo es, en efecto, absolutamente indeseable y pernicioso para el partido, y dejo tranquilamente al lector el trabajo de juzgar cuál de las dos fracciones actualmente en conflicto dentro de nuestro partido es la responsable de ese burocratismo. Se habla de procedimientos de unión groseramente mecánicos. Sin duda, los procedimientos groseramente mecánicos son nocivos, pero también aquí dejo al lector el cuidado de juzgar si se puede imaginar un medio más grosero y mecánico de lucha entre la nueva orientación y la antigua que la introducción de personas en los organismos del partido antes que se haya convencido a éste de la justeza de las nuevas concepciones, antes de que se hayan expuesto al partido tales concepciones.

[...] Cuántas veces el camarada Martov y todos los otros “mencheviques” se dedicaron de una manera no menos infantil a reprocharme la “contradicción” siguiente: Se toma una cita de ¿Qué hacer? o de Cartas a un camarada, donde se habla de la acción ideológica, de la lucha por la influencia, etc. y se les opone la acción “burocrática” basada en los estatutos, la tendencia “autocrática” a apoyarse en el poder, etc. ¡Gente inocente! Ya se han olvidado que en otros tiempos nuestro partido no era un todo formalmente organizado, sino sólo una suma de grupos particulares, lo que hacía que entre esos grupos no pudiera haber otras relaciones que la acción ideológica. Ahora nos hemos convertido en un partido organizado. Esto significa la creación de un poder, la transformación del prestigio de las ideas en el prestigio del poder, la subordinación de las instancias inferiores a las instancias superiores del partido. Verdaderamente, hasta resulta molesto machacarles a viejos camaradas estas verdades elementales, sobre todo cuando uno se da cuenta que se trata simplemente de la negativa de la minoría a someterse a la mayoría en el problema de las elecciones. Pero, en principio, todos sus esfuerzos por reprocharme contradicciones se reducen enteramente a una frase anarquista. La nueva Iskra no desdeñaría disponer del título y el derecho de organismo del partido, pero no tiene el deseo de someterse a la mayoría del partido.

Si existe un principio en las frases sobre burocratismo, si no son una negación anárquica del deber de la parte de someterse al todo, estamos entonces en presencia de un principio de oportunismo que trata de disminuir la responsabilidad de algunos intelectuales frente al partido del proletariado, disminuir la influencia de los organismos centrales, acentuar la autonomía de los menos firmes elementos del partido, reducir las relaciones orgánicas a un reconocimiento verbal puramente platónico.

[...] Otra referencia de Axelrod, a los “jacobinos” esta vez, es todavía más instructiva. Axelrod no ignora, presumiblemente, que la división de la actual socialdemocracia en un ala revolucionaria y un ala oportunista ha dado lugar, hace ya mucho tiempo y no solamente en Rusia, a “analogías históricas prestadas de la época de la gran revolución francesa”. Axelrod no ignora, presumiblemente, que los girondinos de la actual socialdemocracia recurren siempre y en todas partes a los términos de “jacobinismo”, “blanquismo”, etc., para caracterizar a sus adversarios.

[...] Las “palabras terribles” de jacobinismo, etc., no significan absolutamente nada, sino el oportunismo. El jacobino indisolublemente ligado a la organización del proletariado consciente en adelante de sus intereses de clase, es justamente el socialdemócrata revolucionario. El girondino que suspira a la zaga de los profesores y los escolares, que le teme a la dictadura del proletariado, que sueña con el valor absoluto de las exigencias democráticas, es justamente el oportunista. Sólo los oportunistas pueden todavía, en nuestra época, ver un peligro en las organizaciones conspirativas, cuando la idea de reducir la lucha a la proporción de un complot ha sido mil veces refutada en los escritos, refutada y descartada desde hace mucho por la vida, cuando la importancia cardinal de la agitación política de masas ha sido explicada y machacada hasta la náusea. El verdadero motivo de ese miedo a la conspiración, al blanquismo, no es tal o cual aspecto del movimiento práctico (como Bernstein y Cía. tratan, en vano, de hacer creer desde hace tiempo), sino la timidez girondina del intelectual burgués cuya mentalidad aflora tan a menudo entre los actuales socialdemócratas.

[...] El sectarismo en materia de organización es un producto natural e inevitable de la psicología del individualista anarquista, que trata de erguir en sistema de concepciones, en divergencias de principio, particulares sus desviaciones anarquistas (que al principio pueden ser accidentales). En el congreso de la liga, hemos observado los comienzos de ese anarquismo. En la nueva Iskra, vemos tentativas de erigirlo en un sistema de concepciones. Tales tentativas confirman admirablemente la opinión ya expuesta en el congreso del partido sobre las diferencias de enfoques entre el intelectual burgués que se alinea con la socialdemocracia, y el proletario que toma conciencia de sus intereses de clase. Así el mismo Praktik de la nueva Iskra, con la profundidad espiritual que le conocemos, me acusa de concebir el partido como una “inmensa fábrica” con un director a la cabeza: el comité central (Nº 57, suplemento). El Praktik, no sospecha siquiera que esa terrible frase traiciona de un golpe la psicología del intelectual burgués, que no conoce ni la práctica ni la teoría de la organización proletaria. Esa fábrica, que para algunos parece ser nada más que un espantajo, es la forma superior de la cooperación capitalista, que agrupó y disciplinó al proletariado, le enseñó la organización, lo puso a la cabeza de todas las otras categorías de la población laboriosa y explotada. El marxismo, ideología del proletariado educado por el capitalismo, ha enseñado y enseña a los intelectuales inconstantes la diferencia entre el aspecto explotador de la fábrica (disciplina basada en el temor de morir de hambre) y su aspecto organizativo (disciplina basada en el trabajo en común, resultante de una técnica altamente desarrollada). La disciplina y la organización, que al intelectual burgués le cuesta tanto llegar a adquirir, son asimiladas muy fácilmente por el proletariado, gracias justamente a esa “escuela” de la fábrica.

El mortal temor por esa escuela, la incomprensión absoluta de su importancia como elemento de organización, son característicos del modo de pensamiento que refleja las condiciones de existencia pequeñoburguesas, engendra ese aspecto del anarquismo que los socialdemócratas alemanes llaman Edelanarchismus, es decir el anarquismo del señor “distinguido”, el anarquismo del gran señor, diría yo. Ese anarquismo de gran señor es especialmente propio del nihilismo ruso. La organización del partido le parece una monstruosa “fábrica”; la sumisión de la parte al todo y de la minoría a la mayoría se le aparece como un “avasallamiento” (cf. los folletines de Axelrod); la división del trabajo bajo la dirección de un centro le hace lanzar clamores tragicómicos contra la transformación de los hombres en “engranajes y resortes” (y ve una forma particularmente intolerable de esta transformación en la de los redactores en colaboradores); el mero recuerdo de los estatutos de la organización del partido provoca en ellos una mueca de desprecio y la observación desdeñosa (a beneficio de los “formalistas”) de que se podría prescindir totalmente de estatutos.

Es increíble, pero es así, y tal es la edificante observación que me dirige el camarada Martov en el Nº 58 de la Iskra al invocar, para mayor peso, mis propias palabras de la Carta a un camarada. ¿No es éste el “anarquismo de gran señor”? ¿No es practicar el “sectarismo” el justificar, mediante ejemplos tomados de la época de la dispersión de los círculos, la conservación y la glorificación del espíritu de círculo y de anarquía en una época cuando ya está constituido el partido?

¿Por qué anteriormente no necesitábamos estatutos? Porque el partido estaba formado por círculos aislados, que no tenían entre ellos ninguna ligazón orgánica. Pasar de un círculo a otro dependía únicamente de “la buena voluntad” de un individuo que no tenía tras de sí ninguna expresión definida de la voluntad de un todo. Las cuestiones controvertidas, en el interior de los círculos, no eran resueltas según estatutos, sino “por la lucha y la amenaza de retirarse”, como escribía en Carta a un camarada, apoyándome en la experiencia de una serie de círculos en general, y en la de nuestro grupo de seis redactores, en particular. En la época de los círculos, la cosa era natural e inevitable, pero a nadie se le ocurría enorgullecerse por ello, ni ver en eso un ideal. Todos se lamentaban de esa dispersión, todos sufrían y esperaban con impaciencia la fusión de los círculos disociados en un partido organizado. Ahora, que la fusión se ha realizado, nos tiran hacia atrás, nos sirven, bajo el pretexto de principios superiores de organización, una fraseología anarquista. A la gente acostumbrada a la amplia robe de chambre y las pantuflas de la cómoda y familiar existencia de un círculo, los estatutos formales les resultan mezquinos, molestos, aplastantes, subalternos, burocráticos, avasallantes y asfixiantes para el libre “proceso” de la lucha ideológica. El anarquismo de gran señor no comprende que los estatutos formales son necesarios, precisamente, para reemplazar los estrechos lazos de los círculos con la amplia relación del partido. El vínculo, en el interior de los círculos o entre ellos, no debía ni podía revestir una forma precisa, pues estaba fundado en el espíritu de camaradería o sobre una “confianza” incontrolada e inmotivada. El vínculo del partido no puede ni debe basarse sino en estatutos formales, redactados “burocráticamente” (desde el punto de vista del intelectual disciplinado), cuya estricta observancia es lo único que nos protege contra la arbitrariedad y los caprichos de los círculos, contra las eternas disputas de círculos llamadas libre “proceso” de la lucha ideológica.

[...] El proletario que asistió a la escuela de la “fábrica” puede y debe darle una lección al individualismo anárquico. El obrero consciente hace mucho que salió de los pañales, ya no estamos en el tiempo cuando huía del intelectual como tal. El obrero consciente sabe apreciar ese mayor bagaje de conocimientos, ese más vasto horizonte político que encuentra en los intelectuales socialdemócratas. Pero, a medida que se forma entre nosotros un verdadero partido, el obrero consciente debe aprender a distinguir entre la psicología del verdadero combatiente del ejército proletario y la del intelectual burgués que hace alarde de la fraseología anarquista. Debe aprender a exigir el cumplimiento de las obligaciones inherentes a los miembros del partido, no sólo de los simples afiliados, sino también de la “gente de arriba”. Debe aprender a aplastar con su desprecio al sectarismo en las cuestiones de organización, como lo hizo antes en las cuestiones de táctica.

El único intento de analizar la noción de burocratismo proviene de la nueva Iskra (Nº 53), que opone el “principio democrático formal” (es el autor quien subraya) al “principio burocrático formal”. Esta oposición (desgraciadamente tan poco desarrollada y explicada como la alusión a los no iskristas) encierra un grano de verdad. El burocratismo versus democratismo es el del centralismo versus el autonomismo; es el principio de organización de la socialdemocracia revolucionaria en relación del principio de organización de los oportunistas de la socialdemocracia. Este último tiende a elevarse de la base a la cúspide, y por eso defiende donde le es posible, y mientras le es posible, el autonomismo, el “democratismo” que llega (entre quienes se exceden en su celo) hasta el anarquismo. El primero tiende a descender de la cúspide a la base, preconizando la extensión de los derechos y plenos poderes del centro en relación a las partes. Durante el período de la dispersión y los círculos, esa cúspide, que la socialdemocracia revolucionaria quería convertir en su punto de partida dentro del campo de la organización, era necesariamente uno de los círculos más influyentes por su actividad y su constancia revolucionaria (en este caso, la organización de la Iskra). En la época del restablecimiento de la organización verdadera del partido y de la disolución de los círculos dentro de esta unidad, tal cúspide es necesariamente el congreso del partido, su organismo supremo. El congreso reúne en la medida de lo posible a todos los representantes de las organizaciones activas y, al designar a las instituciones centrales (a menudo de manera de satisfacer a los elementos avanzados más que a los elementos retardatarios del partido, más bien al gusto del ala revolucionaria que del ala oportunista), constituye la cúspide hasta el congreso siguiente. Así es al menos entre los socialdemócratas de Europa, aunque poco a poco, no sin penas, no sin luchas, no sin chicanas, esta costumbre, fundamentalmente odiosa para los anarquistas, comienza a extenderse igualmente entre los socialdemócratas de Asia.

[...] Un paso adelante, dos pasos atrás. Esto ocurre en la vida de los individuos, en la historia de las naciones y en el desarrollo de los partidos. Sería la más criminal de las cobardías dudar un instante del triunfo cierto y completo de los principios de la socialdemocracia revolucionaria, de la organización proletaria y de la disciplina del partido. Tenemos ya en nuestro activo muchas consecuencias de ello, debemos continuar la lucha sin dejarnos amilanar por los reveses; luchar con firmeza y despreciar los procedimientos pequeñoburgueses de las chicanerías de círculo; hacer todo lo que esté a nuestro alcance por preservar el vínculo que une en el partido a todos los socialdemócratas de Rusia, vínculo establecido al precio de tantos esfuerzos. Mediante un trabajo obstinado y sistemático, debemos dar a conocer plenamente y a conciencia, a todos los miembros del partido, y principalmente a los obreros, las obligaciones de los miembros del partido, las luchas producidas en el segundo congreso del partido, todas las causas y peripecias de nuestras divergencias, el rol funesto del oportunismo que, en el campo de la organización como en el que concierne a nuestro programa y nuestra táctica, se bate en retirada. Impotente frente a la psicología burguesa, adopta sin espíritu de crítica el punto de vista de la democracia burguesa y mella el arma de lucha de clases del proletariado.

El proletariado no dispone de otra arma que la organización en su lucha por el poder. Dividido por la concurrencia anárquica que reina en el mundo burgués, agobiado por su labor servil para el capital, rechazado constantemente hacia “los bajos fondos” de la negra miseria, de una salvaje incultura, de la degeneración, el proletariado puede convertirse, y se convertirá inevitablemente, en una fuerza invencible por la sola razón de que su unión ideológica basada en los principios del marxismo se cimenta en la unidad material de la organización que agrupa los millones de trabajadores en un ejército de la clase obrera. Frente a este ejército no podrán resistir ni el poder decrépito de la autocracia rusa, ni el poder en decadencia del capital internacional. Este ejército estrechará sus filas de más en más, a pesar de todas las sinuosidades y retrocesos, a pesar de la fraseología oportunista de los girondinos de la actual socialdemocracia, a despecho de las loas, llenas de suficiencia, prodigadas al espíritu retrógrado de círculo, a despecho del oropel y el autobombo del anarquismo de intelectual.

Un paso adelante, dos pasos atrás (1904).


9. Lenin, Respuesta a Rosa Luxemburg [133]

El artículo de la camarada Rosa Luxemburg [...] es un análisis y una crítica de mi libro sobre la crisis de nuestro partido.

No puedo dejar de agradecer a los camaradas alemanes por seguir con tanta atención los escritos de nuestro partido y esforzarse por llevarlos al conocimiento de la socialdemocracia, pero debo decir que el artículo de Rosa Luxemburg publicado por Neue Zeit no hace conocer a los lectores mi libro, sino una cosa muy diferente. Eso es lo que resulta de los ejemplos que voy a mostrar.

La camarada Luxemburg dice notablemente que mi libro es la expresión clara y terminante, en tanto que tendencia, de un “centralismo que no respeta nada”. Ella supone, de esta manera, que yo me hago el defensor de una forma de organización frente a otra. En realidad eso no es exacto. A todo lo largo del libro, de la primera a la última página, defiendo los principios elementales de cualquier modo de organización concebible para nuestro partido. Mi libro no examina la diferencia que hay entre tal forma de organización y tal otra, sino de qué manera conviene apoyar, criticar o corregir cualquiera de esas formas sin ir en contra de los principios del partido.

La camarada Rosa Luxemburg confunde dos cosas diferentes: 1°) confunde el proyecto relativo a las cuestiones de organización que yo había redactado con el que adoptó la comisión después de haberlo modificado, y confunde ese proyecto con los estatutos aprobados por el congreso; 2°) confunde un párrafo de los estatutos que defendí con cierto vigor (en todo caso no es exacto que al defender ese párrafo yo no haya respetado nada, puesto que en el congreso no objeté las modificaciones aportadas por la comisión) con la tesis (verdaderamente “ultracentralista”) que he sostenido, a saber: que los estatutos adoptados por el congreso deben ser aplicados mientras no sean modificados por otro congreso. Esta tesis (puramente blanquista, como cualquier lector puede verlo a primera vista) la defendí en mi libro, en efecto, sin tener en cuenta ninguna otra cosa.

La camarada Luxemburg declara que según yo “el comité central es el único núcleo activo del partido”. En realidad eso no es exacto. Nunca sostuve esa opinión. Al contrario, mis adversarios (la minoría del segundo congreso) me reprocharon en sus escritos no defender suficientemente la soberanía del comité central y someterlo demasiado al comité de redacción de nuestro órgano central en el extranjero y al consejo del partido. Respondí en mi libro a ese reproche que: cuando la mayoría hizo prevalecer su punto de vista en el consejo, nunca trató de restringir la soberanía del comité central, pero eso es lo que ha ocurrido desde que el consejo del partido se convirtió en un instrumento de lucha en manos de la minoría.

La camarada Rosa Luxemburg pretende que nadie, dentro de la socialdemocracia rusa, duda de la necesidad de un partido unificado, y que la discusión gira en torno de la cuestión de un mayor o menor centralismo. En realidad eso no es exacto. Si la camarada Rosa Luxemburg se hubiese tomado el trabajo de tomar conocimiento de las resoluciones enviadas por los numerosos comités locales del partido que forman la mayoría, habría comprendido inmediatamente (esto surge claramente de mi libro) que la discusión se refirió sobre todo a la cuestión de saber si el comité central y el órgano central del partido deben o no reflejar la tendencia de la mayoría del congreso. Nuestra estimada camarada no dice una palabra de esta concepción “ultracentralista” y puramente “blanquista”, prefiere extenderse en consideraciones contra la sumisión mecánica de la parte al todo, contra la obediencia servil, ciega, y otros horrores de ese género.

Le estoy muy agradecido a la camarada Rosa Luxemburg de las aclaraciones que suministra sobre esa idea profunda de que la sumisión ciega sería mortal para el partido. Pero yo quisiera saber si esta camarada encuentra normal, si juzga admisible, si ella vio en algún otro partido, que la minoría de un congreso retenga la mayoría en las organizaciones centrales, que se presentan como organismos del partido. La camarada Rosa Luxemburg pretende que yo pienso que existen en Rusia todas las condiciones requeridas para organizar un gran partido obrero ultracentralizado. Nuevamente los hechos desmienten ese alegato. En ninguna parte de mi libro defiendo ni manifiesto ese punto de vista. He señalado que actualmente están reunidas las condiciones para que sean aceptadas y aplicadas las resoluciones del congreso, y que ya ha pasado el tiempo en que se podía sustituir la dirección colectiva del partido por un círculo privado.

Demostré que algunos “antiguos” de nuestro partido han dado pruebas de su falta de lógica y firmeza y que no tienen derecho de hacer responsable al proletariado ruso de su propia falta de disciplina. Los obreros rusos, varias veces y en diversas ocasiones, han reclamado, en efecto, que fueran respetadas las decisiones del congreso. Es simplemente ridículo que la camarada Luxemburg pueda calificar esta manera de ver de “optimista” (¿no sería mejor tratarla de pesimista?) y al mismo tiempo pasar en silencio mi propia posición al respecto.

La camarada Luxemburg escribe que yo proclamo el valor educativo de la fábrica. Eso es inexacto, no soy yo, sino mi adversario quien pretende que asimilo el partido a una fábrica. Yo lo ridiculicé convenientemente, valiéndome de sus propios términos para demostrar que confunde dos aspectos de la disciplina de la fábrica, lo que desgraciadamente es también el caso de la camarada Luxemburg.

La camarada Luxemburg declara que, al presentar al socialdemócrata revolucionario como un jacobino ligado a los obreros organizados y animados por el espíritu de clase, he dado una definición muy característica de mi punto de vista, mejor de lo que podría hacerlo cualquiera de mis adversarios. Nuevamente, aquí hay un error. No soy yo, sino Axelrod, quien primero habló de jacobinismo. Axelrod fue el primero que comparó nuestros grupos con los de la revolución francesa. Yo me limité a señalar que no se puede hacer ese paralelo, salvo que se admita que la división de la socialdemocracia en nuestros días en dos tendencias, oportunista y revolucionaria, se corresponde en alguna medida a la división entre montañeses y girondinos. La antigua Iskra hizo a menudo ese paralelo. Al admitir la existencia de ese paralelo, Iskra, reconocida como órgano por el congreso, lisa y llanamente combatía contra el ala oportunista de nuestro partido [...] Rosa Luxemburg confunde aquí con sus identificaciones la correlación entre una corriente revolucionaria del siglo XVII y otra del siglo XX. Si declaro, por ejemplo, que comparar el pequeño Scheidegg con la Jungfrau es como comparar una casa de dos pisos con otra de cuatro, no significa que para mí la montaña Jungfrau y una casa de cuatro pisos son una y misma cosa.

La camarada Luxemburg olvida completamente que hubiera debido basar su análisis sobre el hecho real constituido por las diversas tendencias de nuestro partido. Luego, justamente, yo consagro más de la mitad de mi libro a ese análisis, apoyándome en las actas del congreso y, en el prefacio, lo señalo expresamente. Rosa Luxemburg pretende hablar del estado actual del partido y pasa en silencio nuestro congreso, el que, a decir verdad, le ha dado una base real al partido. Confieso que ésa es una empresa riesgosa. Tanto más riesgosa cuanto que, como lo indico varias veces en mi libro, mis adversarios no están al corriente de lo que pasó en el congreso, lo que explica que sus alegatos carezcan de fundamentos.

La camarada Luxemburg comete el mismo error. Se limita a repetir frases huecas sin tratar de darles un sentido. Agita espantajos sin ir al fondo del debate. Me hace decir lugares comunes, ideas generales, verdades absolutas, y se esfuerza por permanecer muda acerca de verdades relativas que se apoyan en hechos concretos que me limito a señalar. Llega hasta a lamentarse de mis simplezas y recurre para ello a la dialéctica de Marx. Sin embargo, el artículo de nuestra estimada camarada no contiene justamente más que cosas triviales e imaginarias y está en contradicción con el a b c de la dialéctica. Ese a b c establece que no existen verdades abstractas y que una verdad debe ser siempre concreta.

La camarada Luxemburg ignora soberanamente nuestras luchas de partido [...].

Septiembre de 1904, en Trotsky, “Nos tâches politiques”, Belfond, 1970, pp. 227-237.


10. León Trotsky, Defensa de Rosa

Rosa Luxemburg comprendió y comenzó a combatir mucho antes que Lenin el papel de freno del aparato osificado del partido y los sindicatos. Al tener en cuenta la inevitable agravación de los antagonismos de clases, profetizó siempre la inevitable entrada en escena, autónoma y elemental, de las masas en oposición a la voluntad y el itinerario fijado por las instancias oficiales. En las grandes líneas, en relación con la historia, Rosa tuvo razón. La revolución de 1918 fue efectivamente “espontánea”, es decir que fue llevada a cabo por las masas contra todas las previsiones y las disposiciones de las instancias del partido. Pero, por otra parte, toda la posterior historia de Alemania probó ampliamente que la espontaneidad sola está lejos de ser suficiente. El régimen de Hitler es un argumento aplastante contra la afirmación de que no hay salvación fuera de la espontaneidad.

Rosa misma, nunca se acantonó en la teoría pura de la espontaneidad, a la manera de Parvus, que más tarde cambió su fatalismo social-revolucionario por el oportunismo más repugnante. Contrariamente a Parvus, Rosa Luxemburg se aplicó a la educación previa del ala revolucionaria del proletariado y a unirla en lo posible en una organización. Ella construyó en Polonia una organización independiente muy rígida. Se podría decir a lo máximo que, en la concepción histórico-filosófica del movimiento obrero de Rosa, la selección preliminar de la vanguardia, en relación con las acciones de masas esperadas, no halló su razón. Mientras Lenin, sin dejarse consolar por acciones prodigiosas por venir, se dedicaba a soldar entre sí a los obreros avanzados incesantemente, infatigablemente, legal o ilegalmente, en organizaciones de masas o clandestinas, en células sólidas, mediante un programa sólidamente trazado.

La teoría de la espontaneidad de Rosa fue un arma saludable contra el mohoso aparato del reformismo. Al volverse algunas veces contra el trabajo emprendido por Lenin en el terreno de la construcción de un aparato revolucionario ella revelaba, aunque sólo de una manera embrionaria, sus rasgos reaccionarios. En Rosa misma, eso no ocurrió sino episódicamente. Era demasiado realista, en el sentido revolucionario, para deducir de los elementos de su teoría de la espontaneidad un sistema metafísico acabado. Prácticamente, repitámoslo, ella minaba esa teoría en cada uno de sus pasos. Después de la revolución de 1918 emprendió apasionadamente el trabajo de reunión de la vanguardia revolucionaria. A pesar de su folleto escrito en la prisión, pero no publicado, teóricamente muy débil, sobre la revolución soviética [...], Rosa se acercaba día a día a las ideas de Lenin, rigurosamente equilibradas desde un punto de vista teórico, sobre la dirección consciente y la espontaneidad. (Por cierto, es también esa circunstancia la que le impidió publicar su escrito de que más tarde se abusó vergonzosamente contra la política bolchevique.)

[...] Rosa Luxemburg tenía perfecta razón contra los filisteos, los caporales y los cretinos del conservatismo burocrático “coronados de victorias”, marchando recta delante de ellos.

Rosa Luxemburg et la IVè. International, en Trotsky, op. cit.



PROBLEMAS Y QUERELLAS DE INTERPRETACIÓN


EL DESTINO DE LA ESPONTANEIDAD LUXEMBURGIANA

Las ideas de Rosa Luxemburg acerca de las funciones de la espontaneidad y el partido revolucionario dieron lugar, después de su muerte, a un debate ininterrumpido y que no parece cercano a su fin.

J. P. Nettl presenta en su biografía de Rosa un sabroso resumen de las sucesivas y contradictorias “vueltas” respecto del tema por parte del comunismo internacional y, sobre todo, el partido comunista alemán. La herencia de la teórica siguió la suerte de las numerosas sinuosidades de la “línea” establecida en Moscú, con sus repercusiones en Berlín.

Dieciocho meses después de su trágica muerte, Rosa era todavía reverenciada como inspiradora y teórica del comunismo europeo, y August Thalheimer rendía un vibrante homenaje al conjunto de su obra. Sus críticos eran tratados de “fariseos marxistas”[134]. Lenin escribía en octubre de 1920 acerca de la revolución de 1905: “Los representantes del proletariado revolucionario y del marxismo no falsificado, tan notables como Rosa Luxemburg, comprendieron inmediatamente la importancia de esta experiencia práctica”, mientras que los socialdemócratas “se mostraron completamente incapaces de comprender esta experiencia”[135].

Todavía en 1922, Lenin, al enumerar los errores cometidos por Rosa Luxemburg, no mencionaba ni explícita ni implícitamente sus ideas sobre la espontaneidad. Concluía que: “a pesar de sus errores había sido y seguía siendo un águila”. Reprendía a los comunistas alemanes por el “increíble retardo” en la publicación de sus obras completas, indispensables, estimaba, “para la educación de numerosas generaciones de comunistas”[136].

Pero las críticas se hicieron más ásperas cuando, en 1922, Paul Levi se decidió a publicar un texto inédito explosivo, La revolución rusa, cuyo manuscrito había reservado demasiado prudentemente desde setiembre de 1918. Clara Zetkin y Adolf Warski escribieron sendos folletos en los cuales las opiniones de Rosa sobre la revolución rusa eran seriamente refutadas[137].

El filósofo Georg Lukacs había publicado en enero de 1921 un ensayo donde hacía el elogio de la concepción luxemburgiana de la espontaneidad de las masas. Pero en enero de 1922 y, sobre todo, en setiembre de 1922, publicaba otros dos ensayos, más agridulces, en los que reprochaba a Rosa el haber subestimado el papel del partido revolucionario. El escándalo de la publicación del molesto inédito de 1918, sin duda, había modificado su juicio[138].

Sin embargo, antes de 1924, el Partido Comunista alemán tenía una dirección más o menos luxemburgista, cuyos voceros eran August Thailheimer y Jakob Walche, antiguos espartaquistas, Heinrich Brandler y Ludwig. Serían expulsados en 1927 y formarían el “K. P. O.” (Partido comunista de oposición).

Fue a comienzos de 1924, después del fracaso de la revolución alemana del verano de 1923 y, por vía de consecuencia, de la caída de la dirección Brandler-Thailheimer de la dirección del P. C. alemán, acontecimiento seguido de cerca por la muerte de Lenin, cuando las ideas de Rosa se convirtieron en heréticas. Zinoviev dominaba entonces en la internacional comunista, y una dirección de ultraizquierda, con Ruth Fischer y Arkadi Maslov a la cabeza, se había apoderado del P. C. alemán. La terrible Ruth no dudó en acusar a Espartaco de no haber roto claramente en ningún momento con la segunda internacional, y diagnosticó en la influencia de Rosa nada menos que “un bacilo de sífilis”. En 1925 fue más lejos, y las ideas de Rosa Luxemburg se convirtieron en un cuerpo de doctrina reprobado: el luxemburgismo. Ruth Fischer atacó violentamente la actitud de Rosa respecto del problema de la organización. Le atribuía una caricaturesca teoría de la espontaneidad, en la cual la espontaneidad o la autoactividad de las masas lo era todo, mientras el partido quedaba reducido a una simple abstracción[139].

Paul Frölich, biógrafo y compañero de armas de Rosa, se alzó contra esa falsificación: “El sediciente mito de la espontaneidad en Rosa Luxemburg no se mantiene en pie [...]. No fue Lenin, sino, después de su muerte, Zinoviev, quien lanzó esta mentirosa acusación, con el fin de consolidar la autoridad absoluta del partido bolchevique sobre la internacional comunista. El antiluxemburgismo fue un artículo de fe para la escolástica stalinista. Se convirtió en la adecuada expresión de una mentalidad de burócratas de Estado y partido, que no conducían a las masas en lucha, sino que subyugaban a las masas desarmadas y cautivas”[140].

Mientras, en noviembre de 1925, en ocasión del 14 congreso del P. C. ruso, Zinoviev era desplazado por Stalin y poco después Ruth Fischer era cubierta de lodo y excluida luego del P. C. alemán. Por un tiempo Rosa Luxemburg quedó rehabilitada. Había sido la víctima de la amazona ultraizquierdista. Pero esta amnistía no duró mucho. El ala derecha del P. C. ruso había triunfado en Moscú, siendo Bukharin su adalid, quien se aplicó a demoler La acumulación del capital. El más importante elemento de error en esta obra de Rosa sobre economía era su teoría de la espontaneidad[141].

Sin embargo, la persona de Rosa quedaba rehabilitada y cuidadosamente diferenciada de lo que seguía siendo herejía: “el luxemburgismo”.

Las cosas se arruinaron una vez más cuando en 1931 José Stalin en persona y Lazar Kaganovich, a su turno, atacaron públicamente a Rosa. El déspota fabricó una amalgama entre Trotsky, Rosa Luxemburg y Parvus, acusados los tres del pecado de “revolución permanente”, mientras Kaganovich poníafin a la culpable indulgencia de separar a Rosa del “luxemburgismo”[142].

Trotsky, en el exilio, criticó agriamente el artículo de Stalin, “calumnia afrentosa e infame contra Rosa Luxemburg”, “dosis masivas de grosería y deslealtad”, para concluir: “Tanto mayor es nuestro deber de transmitir en todo su esplendor y su alto poder educativo esta figura verdaderamente maravillosa, heroica y trágica, a las jóvenes generaciones del proletariado”[143]. En un artículo posterior, Trotsky, atacaría más bien a los luxemburgistas y no a Rosa[144].

Actualmente, en Alemania del Este, se ha desistido de encerrar a Rosa en un “espontaneísmo” excluyente, prefabricado, y se ha iniciado una edición de sus Obras completas, sin suprimir ninguno de sus escritos, ni aquel en contra de Lenin de 1904.

El anterior repaso histórico ayuda a comprender las controversias en torno de las ideas de Rosa sobre la espontaneidad, que se han multiplicado en la medida que se agranda el prestigio de su autora y sus obras adquieren mayor difusión.

El “luxemburgismo” ha conocido varios renacimientos fuera del movimiento comunista ortodoxo. El primer luxemburgista de lengua francesa fue Lucien Laurat. Fue uno de los fundado- res del P. C. austríaco, luego miembro del P. C. ruso, seguidamente miembro del P. C. belga. Ya era un luxemburgista clandestino antes de romper con el P. C. belga en 1928 y de radicarse en Francia. Había publicado dos artículos, bajo el seudónimo de Primus, en el Boletín comunista de Boris Suvarin a partir de 1925. Después de su expulsión del partido, publicó artículos luxemburgistas en las revistas Clarté, después Lutte de Classes. En 1930 publicó un Resumen de La acumulación del capital.

La soledad de Laurat terminaría a partir de 1933. En efecto, la llegada de Hitler al poder, la derrota del proletariado del otro lado del Rhin y la bancarrota del Partido Comunista alemán favorecieron una reactualización del luxemburgismo. Sus voceros de lengua alemana fueron principalmente exiliados: Miles (seudónimo de Karl Frank), que publicó un folleto distribuido clandestinamente en el Tercer Reich: Neu Beginen (“Nuevo comienzo”), y los líderes del pequeño partido obrero socialista (disidente) de Sajonia, Sozialistisehe Arbeitpartei (SAP), Oskar Wassermann, Jakob Walcher, Boris Goldenberg.

En Francia, la compañera de Laurat, Marcelle Pommera, fundó en octubre de 1933 la revista luxemburgista Le Combat Marxiste; por su parte René Lefeuvre creaba las revistas luxemburgistas Masses, seguidamente Spartacus, luego los Cahiers Spartacus. Para esta última publicación Lucien Laurat escribió el prefacio de una compilación de textos de Rosa, Marxisme contre dictature (1934), mientras André Prudhommeaux recogía los elementos del folleto Spartacus 1918-1919 (Masses Nº 15, 1934). En 1937, Michel Colinet prologaba una reedición para los Cahiers Spartacus, de La revolución rusa. Marceau Pivert prologaba ese mismo año un pequeño inédito de Rosa: L’Église et le socialisme. El movimiento político animado por Marceau Pivert, en un principio izquierda revolucionaria del partido socialista, después partido socialista obrero y campesino, estaba fuertemente impregnado de las ideas luxemburgistas.

El segundo renacimiento del luxemburgismo data de mayo de 1968, que en los hechos marcó la inesperada reaparición de la espontaneidad revolucionaria. En Alemania, Rosa Luxemburg fue adoptada por la “nueva izquierda”[145]. En Francia es estudiada con simpatía por los militantes agrupados en torno de la librería La Vieille Taupe, como Pierre Guillaume y Alain Guillerm[146]. En Tolosa, un grupo “consejista”, que publica la revista Révolution Internationale, reivindica a Rosa Luxemburg.

Los editores alemanes y franceses rivalizan entre ellos en sus intereses por editar o reeditar obras de Rosa.

Los renuevos “luxemburgistas”, como era de esperar, provocaron vivaces reacciones, provenientes, sobre todo, de aquellos marxistas que aún se aferran a las viejas concepciones leninistas de la organización.

Presentamos al lector un amplio espectro de opiniones sobre Rosa Luxemburg, más particularmente referentes a la espontaneidad revolucionaria. Hemos entendido conveniente dividir esos textos en dos grupos: los anteriores a 1939 y los más recientes.

Unos ponen el acento sobre su “espontaneísmo”, otros impugnan la leyenda de ese espontaneísmo e insisten en la importancia que asignaba al papel del partido, vanguardia dirigente del proletariado. Otros, finalmente, invocan los manes de Lenin y Lukacs contra su subestimación del partido revolucionario, pero tienen el cuidado de recordar el homenaje rendido por el mismo Trotsky a la lucha llevada a cabo por ella dentro de la socialdemocracia alemana en pro de la acción espontánea de las masas. Además, algunos anarquistas comunistas, aunque adversarios de la noción de partido, no por ello oponen menos al “espontaneísmo” los imperativos de la organización.

La interpretación comunista libertaria propuesta en el presente libro se diferencia en aspectos que entendemos importantes. Estimamos, en efecto, que las fallas en la armadura de la teórica no está allí donde creen hallarla la mayor parte de sus censores. Si Rosa está en falta, ello ocurre, a nuestro entender, cada vez que se contradice acerca de las complejas relaciones que se traban entre el movimiento elemental de las masas y la elite consciente, pues Rosa no logra descubrir una formación obrera capaz de constituir realmente esa elite.

En cuanto a los conciliadores, como Paul Frölich y Lelio Basso, que encuentran perfectamente coherente su construcción y alaban su pretendida armonía, creemos que ese idilio no resiste un mayor examen.


CONTROVERSIAS ANTIGUAS


1. Bracke, ¿Cómo? ¡Una mística!

[...] Escrito para los alemanes, en una época cuando el mero término de huelga general provocaba toda clase de discusiones y polémicas, este estudio conserva el suficiente alcance en un mundo bastante cambiado como para que en él aparezca lo que tiene de penetración hacia adelante. La concepción de huelga general se ha transformado mucho desde los ya lejanos tiempos en que era presentada como la amenaza de aportar de una sola vez la salvación para el mundo obrero. “Nuestra Rosa” veía lo bastante claro como para nombrarla junto a la “huelga de masas”, sabiendo no confundirla con ella. Pocos socialistas se han pegado tan raramente de las palabras, y pocos son los que han hecho menos un dogma de sus razonamientos o de sus sueños. Pregúntense ustedes, al leer estas páginas, cómo se ha podido hallar en ellas una especie de mística de la “espontaneidad popular”, cuando Rosa sólo discierne de qué manera la experiencia del partido organizado podría tomar y fecundar los movimientos elementales de las masas, manteniéndose lo más cerca posible de ellas en las horas de tormenta política o de dificultades económicas y sociales.

Prólogo a Grève générale, parti et syndicats, Cahiers Spartacus, 1947.


2. Michel Colinet, Rosa Luxemburg y la revolución rusa

[...] Rosa murió antes de poder comprobar hasta qué punto los errores que había denunciado proliferaron, hasta el punto de hacer de Rusia la sede de la contrarrevolución staliniana y, en la internacional, el juego al fascismo y al imperialismo. Era inevitable que la supresión de toda democracia en los soviets y la sustitución de la gestión directa por el pueblo por funcionarios, terminara con la eliminación de toda democracia en el seno del único partido legal que quedó, el Partido Comunista. Hay en esto una implacable dialéctica de la historia. Reconozcamos, sin embargo, que ésta fue singularmente favorecida por las concepciones de Lenin y de la vieja guardia bolchevique de 1903 en favor del partido “jacobino” ligado a la clase obrera. La oposición trotskista luchó valientemente para remontar la nefasta corriente que arrastraba al P. C. y a la Unión Soviética hacia la dictadura personal de Stalin. Muerto Lenin, la victoria de Stalin y sus burócratas sobre la oposición tuvo el carácter de aplastante derrota para el marxismo revolucionario, su concepción de la lucha de clases y su crítica del Estado. En su lugar, triunfan hoy en día, dentro del proletariado internacional, el partido totalitario, el fanatismo religioso, la idolatría del Jefe, toda una ideología cercana a los nuevos cultos fascistas que desarma al proletariado frente a sus adversarios. La concepción dictatorial del partido dirigente, las tendencias al centralismo autoritario y burocrático, Rosa Luxemburg los relaciona con el carácter atrasado de la población rusa, pero más aún con la espantosa carencia del socialismo internacional en los países capitalistas avanzados, maduros para la transformación social.

Prefacio a La revolution russe, Cahiers Spartacus Nº 4, enero de 1937.


3. Paul Frölich, ¿Una teoría de la espontaneidad?

En su obra sobre la huelga de masas, pero también en otras ocasiones, Rosa Luxemburg señaló insistentemente que los movimientos revolucionarios no pueden ser “fabricados”, ni el resultado de resoluciones de las instancias del partido, sino que estallan espontáneamente dadas ciertas condiciones históricas. Esta manera de ver ha sido continuamente confirmada por la historia real, pero no por ello se ha dejado de acusar a Rosa de haber pecado gravemente en cuanto a ese punto. Se ha deformado su pensamiento hasta la caricatura, para afirmar luego que Rosa Luxemburg había creado una teoría de la espontaneidad, que había sido víctima de un misticismo o aun de una mitología de la espontaneidad. Zinoviev fue el primero en lanzar esa acusación, manifiestamente con la intención de reforzar la autoridad del partido ruso en la internacional comunista. Otros lo han desarrollado y repetido tan a menudo que se ha convertido en un axioma político-histórico que no requiere prueba. Para elucidar la posición de esta gran revolucionaria es necesario estudiar estos ataques más de cerca.

La acusación es la siguiente: negación, o al menos reducción condenable, del papel del partido como dirigente de la lucha de clases; idolatría de las masas; sobrestimación de los factores impersonales y objetivos; negación o subestimación de la acción consciente y organizada; automatismo y fatalismo del proceso histórico. De todo eso se saca la conclusión de que, según Rosa Luxemburg, la existencia del partido no se justifica en absoluto.

Esos reproches tienen algo de grotesco, dirigidos a una militante repleta de tan indomable necesidad de acción, que incitaba sin cesar a las masas y los individuos a la acción, que tenía por divisa: En el comienzo era la acción.

[...] Seguramente, esos mismos críticos no podían negar tan indomable voluntad de acción y en su momento concedieron: está bien, pero la acción política de Rosa Luxemburg estaba en contradicción flagrante con su teoría. Extraño reproche para una mujer que tenía un pensamiento tan penetrante y cuya acción estaba totalmente dominada por el pensamiento. Rosa Luxemburg, es cierto, cometió un “error”. Al escribir, no pensó en la gente demasiado inteligente que, después de su muerte, corregiría sus escritos. Así puede extraerse de su obra docenas de citas demostrativas de su “teoría de la espontaneidad”. Ella escribía para su tiempo y para el movimiento obrero alemán, en el cual la organización se había convertido, de medio, a fin en sí. Cuando Rosa Luxemburg le decía a un congreso de su partido que no se puede saber cuándo estallará una huelga de masas, Robert Leiner le gritó: “¡Sí. El buró del partido y la comisión general lo saben!”. Pero eso no era, para él y para los otros, otra cosa que la expresión de una voluntad de acción. Ellos temían poner en juego a la organización en una gran lucha. Su voluntad de evitar e impedir tal lucha se ocultaba detrás de la afirmación, semipretexto, semiconvicción, de que previamente la clase obrera debía estar totalmente organizada. Rosa Luxemburg lo sabía, y por eso era necesario que subrayara especialmente el elemento espontáneo en las luchas de carácter revolucionario, para preparar a los dirigentes y a las masas para los acontecimientos esperados. Al hacer eso, debía precaverse contra las falsas interpretaciones. Lo que entendía por espontaneidad, lo decía con bastante claridad. Para combatir la idea de una huelga general preparada por la dirección del partido, ejecutada metódicamente como una habitual huelga reivindicativa, despojada de su carácter impetuoso, recordó una vez las huelgas belgas de 1891 y 1893.

[...] La espontaneidad de tales movimientos no excluye, por tanto, la dirección consciente, al contrario, la exige. Más aún, para Rosa Luxemburg la espontaneidad no llueve del cielo. Ya lo hemos demostrado más arriba, y podríamos acumular citas. Cuando las masas obreras alemanas se movilizaron por la cuestión del sistema electoral prusiano en 1910, Rosa reclamó de la dirección del partido un plan para la prosecución de la acción formulando ella misma proposiciones. Condenó “la espera de acontecimientos elementales” y reclamó la continuidad de la acción en el sentido de una potencia ofensiva. Durante la guerra, indicó en su folleto Junius qué importancia podía tener la única tribuna existente, el parlamento, para el desencadenamiento de acciones de masas, si hombres como Liebknecht se apoderasen de ella sistemática y resueltamente. La esperanza que ella depositaba en las masas no oscurecía el papel y la misión del partido.

[...] Seguramente Rosa Luxemburg subestimó el efecto paralizante que puede ejercer sobre las masas una dirección hostil a la lucha, y quizás haya sobrestimado la actividad elemental, contando con ella mucho antes de que interviniera efectivamente. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para aguijonear a la dirección de la socialdemocracia alemana. La sobrestimación de las masas es el “error” inevitable de todo verdadero revolucionario. Este “error” nace de una ardiente necesidad de avanzar y del reconocimiento de la profunda verdad de que sólo las masas cumplen las grandes transformaciones de la historia. Sin embargo, su confianza en las masas no tenía nada de mística. Conocía sus debilidades y pudo ver suficientemente sus defectos en los movimientos contrarrevolucionarios.

[...] El pretendido mito de la espontaneidad en Rosa Luxemburg no se mantiene en pie.

[...] Lo que ha conducido a gente de buena fe a confusiones, respecto de este punto, es la incapacidad para reconocer la esencia dialéctica de la necesidad histórica. Para Rosa Luxemburg había “leyes de bronce de la revolución”. Pero los ejecutores de esas leyes eran para ella los hombres, las masas de millones de hombres, su actividad y sus debilidades.

Rosa Luxemburg, Ed. Maspero, 1965.


4. Antonio Gramsci, Nada de pura espontaneidad

Se pueden adelantar varias definiciones de la expresión “espontaneidad”, pues el fenómeno al que se refiere es, en sí mismo, complejo. Es necesario, en todo caso, señalar que no existe en la historia “espontaneidad” pura. Ésta coincidiría con el puro “automatismo” (meccanicità). En el movimiento “más espontáneo” los elementos de dirección “consciente” son simplemente incontrolables, no han dejado documentos verificables. Se podría decir, por tanto, que el elemento espontaneidad es característico de “la historia de las clases populares”, aún de sus elementos más marginales, las más periféricas de esas clases, que no han llegado a la conciencia de clase “para sí” y, por ese hecho, no sospechan siquiera que su historia pueda tener alguna importancia ni que haya cualquier razón para dejar de ella rastros probatorios.

Existen en esos movimientos una “multiplicidad” de elementos de “dirección consciente”, pero ninguno de ellos es predominante, ni sobrepasa el nivel de la “sabiduría popular” de un estrato social determinado, del “sentido común” o incluso de la concepción tradicional del mundo de ese estrato dado.

[...] El movimiento turinés (el “Ordine Nuovo”) fue acusado de “espontaneísmo” y, al mismo tiempo, de “voluntarismo”, hasta de bergsonismo (!). Esta acusación contradictoria, una vez analizada, muestra la fecundidad y el buen fundamento de la dirección impresa al movimiento. Esta dirección no era “abstracta”, no consistía en la repetición mecánica de las fórmulas científicas o teóricas; no confundía la política, la acción real, con la investigación doctrinaria; se aplicaba a hombres reales, formados dentro de relaciones históricas determinadas, de maneras de ver, de fragmentos de concepciones del mundo, etc., resultantes de combinaciones “espontáneas” de un medio dado de la producción material, conteniendo la aglomeración “fortuita” de elementos sociales dispares. Ese elemento de “espontaneidad” no fue olvidado, ni menos despreciado, fue, al contrario, educado, dirigido, purificado de todo lo que podría corromperlo desde el exterior, para hacer de él un todo homogéneo con la teoría moderna, pero de una manera viviente, históricamente eficaz. Entre los dirigentes se hablaba de la “espontaneidad” del movimiento; era bueno que se hablara así, esa afirmación tenía un efecto estimulante, energético, era un elemento de unificación en profundidad, demostraba sobre todo que no se trataba de algo arbitrario, aventurero y artificial, de algo no necesario históricamente. La “espontaneidad” daba una conciencia “teórica” a una masa creadora de valores históricos e institucionales, fundadora de estados. Esta unidad de la “espontaneidad” y la “dirección consciente”, es decir de la disciplina, representa en efecto la acción política real de las clases populares, porque aquí se trata de una política de masas y no ya simplemente de la aventura de grupos que buscan el apoyo de las masas.
Respecto de esto, se plantea un problema teórico fundamental: ¿puede la teoría moderna encontrarse en contradicción con los sentimientos “espontáneos” de las masas? (“Espontáneos” en el sentido de que no deben nada a una actividad educativa sistemática por parte de un grupo dirigente ya consciente, sino que se forman a través de la experiencia cotidiana esclarecida por el “sentido común”, es decir la concepción tradicional popular del mundo, lo que de manera muy pedestre se designa como “instinto”, y que no es otra cosa que una adquisición histórica primitiva y elemental.) Teoría y espontaneidad no pueden oponerse entre sí. Puede haber entre ellas alguna diferencia “cuantitativa”, de grado, pero no cualitativa, puede haber, por así decirlo, una mutación recíproca, un pasaje de la una a la otra y viceversa.

[...] Descuidar, o peor aún despreciar, los movimientos llamados “espontáneos”, es decir renunciar a darles una dirección consciente, a llevarlos a un nivel superior al insertarlos en la política, puede tener muchas veces serias y graves consecuencias. Ocurre casi siempre que, al mismo tiempo que un movimiento “espontáneo” de las clases populares, se produce un movimiento reaccionario de la derecha de la clase dominante, por razones que son concomitantes. Una crisis económica, por ejemplo, determina, por una parte, descontento entre las clases populares y movimientos espontáneos de masas, por la otra parte, determina complots de grupos reaccionarios que aprovechan el debilitamiento objetivo del gobierno para intentar golpes de Estado. Entre las causas dinámicas de esos golpes de Estado es necesario contar la renuncia de los grupos responsables a dar una dirección consciente a los motivos espontáneos y a tratar de convertir a éstos en un factor político positivo.

[...] Es una concepción histórico-política escolástica al mismo tiempo que académica aquella según la cual carecen de realidad y no son dignos de tal nombre sino los movimientos que son conscientes en un ciento por ciento y que están determinados solamente a partir de un plan minuciosamente trazado de antemano o (lo que viene a ser lo mismo) se conforman enteramente a la teoría abstracta. Pero la realidad es rica en las combinaciones más extrañas, y es el teórico quien debe extraer de esas rarezas la confirmación de su teoría, “traducir” al lenguaje teórico los elementos de la vida histórica, no a la inversa hacer presentar a la realidad según el esquema abstracto [...].

En Passato e Presente, Einaudi, Turín, 1954, (Este texto, escrito en la prisión a principios de la década del 30 está, sin duda, influido por la lectura de Rosa Luxemburg, pero, por razones de seguridad, el detenido evitaba mencionar los nombres de los teóricos revolucionarios.)


5. Lucient Laurat, Un máximo de democracia

La famosa frase de Marx: “La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos” no es una mera fórmula destinada a la agitación. Encierra la quintaesencia de lo que distingue al socialismo científico del socialismo utópico: nadie, ningún filántropo ni ningún dictador, por buenas que puedan ser sus intenciones, les puede dar a los trabajadores el socialismo servido en una bandeja.

[...] A partir de tales consideraciones, que son el abc del marxismo, Rosa Luxemburg extrae sus conclusiones para lo que debería ser la organización socialista. Esta organización debe ser apta para desarrollar al máximo la conciencia socialista de los trabajadores y permitirles que se instruyan mediante la experiencia de sus luchas. Ello implica en el seno del partido (y todo esto vale, evidentemente, también para el movimiento sindical), un máximo de democracia. Por otra parte, el movimiento socialista tiene la necesidad de combatir, de manera que la democracia debe coexistir con una centralización de la acción y una disciplina sin las que no sería posible ninguna acción concertada. Pero la centralización y la disciplina no pueden ser concebidas sino sobre la base de la más amplia democracia. Sin esa democracia el primer imbécil llegado podría autoconsagrarse “jefe histórico de la revolución mundial”, nombrar y remover a “jefes”, igualmente “históricos”, del proletariado de los distintos países, y esos jefes nacionales a su turno los subjefes regionales y locales sin preocuparse en lo más mínimo de lo que piensen acerca de todo eso los primeros interesados: los trabajadores.

Vemos que la democracia preconizada por Rosa Luxemburg reposa sobre un fundamento mucho más sólido que las famosas “grullas metafísicas” de las que se burlaba Paul Lafargue. La democracia es una condición sine qua non de la eficacia en la lucha de clases proletaria y de la orientación socialista de esa lucha. Dado que esa lucha no puede hacerse más eficaz y adquirir una orientación socialista de mayor conciencia sino proporcionalmente al desarrollo intelectual de los trabajadores, y que ese desarrollo intelectual tiene por condición la más amplia libertad de crítica y de discusión, la democracia resulta ser la base indispensable de la organización socialista.

Rosa Luxemburg defiende esas ideas contra Lenin al mismo tiempo que contra el ala reformista de la socialdemocracia. Por diametralmente opuesta que parezcan las concepciones de Lenin y las del reformismo, unas y otras están todavía impregnadas de esa idea del socialismo utópico de querer sustituir la acción propia de los trabajadores con la omnipotencia de una elite que maneje y modele a su criterio a la masa de los trabajadores como si fuese “la arcilla del alfarero”.

Prefacio a la primera edición de Marxisme contre Dictature, 1934.


6. Georg Lukacs, Sobre Rosa Luxemburg. Rosa Luxemburg marxista

[...] No es debido al azar si Rosa Luxemburg, que reconoció antes y con mayor claridad que muchos otros el carácter esencialmente espontáneo de las acciones de masas revolucionarias (subrayando así otro aspecto de la comprobación anterior, según la cual tales acciones son el producto necesario de un proceso económico necesario), haya visto con igual claridad, también antes que muchos otros, cuál es el papel del partido en la revolución. Para las vulgarizaciones mecanicistas, el partido era una simple forma de organización, y el movimiento de masas, y también la revolución, no eran más que un problema de organización. Rosa Luxemburg comprendió tempranamente que la organización es mucho más una consecuencia que una condición previa del proceso revolucionario, de la misma manera que el mismo proletariado no puede constituirse en clase sino en y por ese proceso. En tal proceso, que el partido no puede provocar ni evitar, le corresponde entonces el elevado papel de ser el portador de la conciencia de clase del proletariado, la conciencia de su misión histórica. Mientras que para un observador superficial la actitud aparentemente más activa o en todo caso más “realista”, que atribuye al partido ante todo o exclusivamente tareas organizativas, frente al hecho de la revolución queda reducida a una posición de fatalismo inconsistente; la concepción de Rosa Luxemburg es la fuente de la verdadera actividad revolucionaria.

[Enero de 1921]


Observaciones críticas

[...] Sin embargo, en cuanto a la apreciación correcta de la táctica política de los bolcheviques, y aunque refiere su reproche a su manera de actuar en el plano económico y social, ya vemos aparecer aquí la esencia de su apreciación de la revolución rusa, de la revolución proletaria: la sobrestimación de su carácter puramente proletario, y por tanto la sobrestimación del poder externo y de la madurez interna que la clase proletaria puede tener y que efectivamente ha tenido en la primera fase de la revolución. Vemos aparecer al mismo tiempo, como si fuera su reverso, la subestimación de los elementos no proletarios de fuera de la clase y el poder de tales ideologías en el interior del mismo proletariado. Esa falta de apreciación de las verdaderas fuerzas motrices conduce al aspecto decisivo de su falsa posición: la subestimación del papel del partido en la revolución, la subestimación de la acción política consciente por oposición al movimiento elemental bajo la presión de la necesidad de la evolución económica.

[...] Rosa Luxemburg [...] percibe una exageración en el papel central que los bolcheviques asignan a las cuestiones de organización del partido en tanto que coautor del espíritu revolucionario dentro del movimiento obrero. Ella opina que el principio realmente revolucionario debe ser buscado exclusivamente en la espontaneidad elemental de las masas, en relación con las cuales las organizaciones centrales del partido desempeñan siempre un papel conservador e inhibitorio. [...] De ello resulta, de una manera evidente, el rechazo de la concepción bolchevique del partido.

[Enero de 1922]


Observaciones metodológicas

[...] En la lucha contra la doctrina oportunista de la evolución “orgánica” según la cual el proletariado se convertirá en la mayoría de la población mediante un lento crecimiento y se apoderará así del poder por medios puramente legales, se formó la teoría “orgánica” y revolucionaria de las luchas de clases espontáneas. A pesar de todas las juiciosas reservas de sus mejores representantes, esta teoría llegaba sin embargo y en último análisis a la afirmación de que la constante agravación de la situación económica, la inevitable guerra mundial imperialista y la consecutiva aproximación del período de luchas de masas revolucionarias, producirían, con una necesidad histórica y social, acciones espontáneas de masas mediante las cuales será puesta a prueba la claridad de fines y medios en la revolución por parte de la dirección. Esta teoría hizo, asimismo, del carácter puramente proletario de la revolución un supuesto tácito.

La manera como Rosa Luxemburg concibe la extensión del concepto de “proletariado” es evidentemente muy distinta de la de los oportunistas. ¿No muestra, acaso, con gran insistencia, cómo la situación revolucionaria moviliza grandes masas de un proletariado hasta entonces desorganizado y fuera del alcance del trabajo organizativo (obreros agrícolas, etc.), y cómo esas masas manifiestan en sus acciones un nivel de conciencia de clase incomparablemente más elevado que el partido y los mismos sindicatos que pretendían tratarlos en forma condescendiente, en tanto que faltos de madurez, como “arreados”? El carácter puramente proletario de la revolución está, por tanto, en el fundamento de esta concepción. Por una parte, el proletariado interviene en la batalla formando una unidad, por otra parte, las masas cuyas acciones son estudiadas son masas puramente proletarias. Es preciso que así sea.

Sólo en la conciencia de clase del proletariado puede estar tan profundamente anclada la actitud correcta en relación con la acción revolucionaria, tener raíces tan profundas e instintivas como para que baste una toma de conciencia y una dirección clara para que la acción se inicie y continúe orientada en el buen camino. Si, mientras, otros estratos toman una parte decisiva en la revolución, en determinadas circunstancias, su movimiento puede hacer avanzar la revolución, pero, con la misma facilidad, puede tomar una orientación contrarrevolucionaria, pues, en la situación de clase de esos estratos (pequeñoburgueses, campesinos, naciones oprimidas, etc.) no está ni puede estar de ninguna manera prefigurada una orientación necesaria hacia la revolución proletaria. En relación con esos estratos, para hacer avanzar sus movimientos en provecho de la revolución proletaria e impedir que su acción pueda servir a la contrarrevolución, un partido revolucionario así concebido no puede sino terminar en un fracaso.

Septiembre de 1922. Los tres textos en Histoire et conscience de classe, Ed. de Minuit, 1960.
7. León Trotsky, Crítica del luxemburgismo

[...] Nuestra defensa de Rosa Luxemburg no carece, sin embargo, de restricciones. Los aspectos débiles de las teorías de Rosa Luxemburg han sido teórica y prácticamente demostrados. La gente del S. A. P. y los elementos que les están emparentados (cf. por ejemplo, el Spartacus francés, diletante e intelectual, haciendo “cultura proletaria”; o la revista de los estudiantes socialistas que aparece en Bélgica; a veces también la Action Socialiste belga, etc.) no se valen sino de los aspectos débiles y de las insuficiencias que en Rosa no eran para nada preponderantes. Ellos generalizan y exageran esas debilidades hasta el infinito y construyen sobre eso un sistema completamente absurdo.

[...] El bueno de Paul Frölich puede, naturalmente, utilizar sus reminiscencias marxistas para poner término a los asaltos de la barbarie teórica de la espontaneidad. Pero sus medidas de protección, puramente literarias, no impiden a los discípulos de un Miles, los Oskar Wassermann y los Boris Goldemberg, introducir en las filas del S. A. P. las más vergonzosas pamplinas sobre la espontaneidad. Lo mismo que toda la política práctica de Jakob Walcher (la astucia de “no expresar lo que es”, así como el eterno reenvío a las futuras acciones de las masas y al “proceso histórico” espontáneo) no significa otra cosa que la exploración táctica de un luxemburgismo totalmente deformado y desarticulado. Y, en la medida que Paul Frölich no ataca abiertamente esa teoría y esa práctica de su propio partido, sus artículos contra Miles adquieren el carácter de la búsqueda de un pretexto teórico. Cosa que, precisamente, no se hace necesaria sino cuando se toma parte en un crimen conscientemente.

[...] Los confusionistas de la espontaneidad del más reciente modelo tienen tan poco derecho a recurrir a Rosa como los miserables burócratas del Komintern a Lenin.

“Rosa Luxemburg et la IVe. Internationale”, 24 de junio de 1935, en Nos tâches politiques.


CONTROVERSIAS RECIENTES


8. Lelio Basso, Una dialéctica de la revolución

[...] Debemos ahora explicarnos las críticas provenientes sobre todo de los bolcheviques, pero también de otros orígenes: el reproche (a Rosa Luxemburg) de la “mística de la espontaneidad”, la subestimación del papel dirigente del partido, de la dirección consciente de la lucha revolucionaria.

[...] Según la tesis de Kautsky y Lenin, existe, por así decirlo, una oposición mecánica entre espontaneidad y conciencia en la cual la segunda es considerada un elemento proveniente de afuera. En esos casos existe el peligro de una alienación perdurable, de una ruptura entre el elemento consciente y la masa, que puede ser una ruptura entre partido y clase, entre dirección y base.

[...] Por lo contrario, en el pensamiento marxista, representado en este punto por Rosa Luxemburg, la relación espontaneidad- conciencia no encierra ninguna contradicción, sino una transición dialéctica: la conciencia surge de la espontaneidad a la que supera mediante un proceso ininterrumpido de educación. Así se evita una ruptura, de manera que entre la masa y el elemento político activo, entre clase y partido, base y dirección, tiene lugar una circulación permanente, no en una dirección (transmisión de la conciencia de arriba hacia abajo), sino en ambos sentidos, pues la misma conciencia nace de la experiencia de las luchas espontáneas y se nutre de ellas.

Cuando hablamos de un “proceso ininterrumpido” de formación de la conciencia, no entendemos por ello que tal proceso fluya de alguna manera automáticamente, como la secreción de una glándula [...]. De hecho, el pasaje de la espontaneidad a la conciencia significa siempre un cambio cualitativo, una superación dialéctica, mediante la autocrítica de los errores cometidos, como Rosa Luxemburg lo señala expresamente, superación del estadio de mera contigüidad por el estadio de la reflexión. Basta recordar la opinión de Rosa Luxemburg sobre la naturaleza contradictoria del movimiento obrero, en el que están presentes al mismo tiempo el estadio de la lucha cotidiana por las mejoras dentro del cuadro de la sociedad actual y el estadio del objetivo final, es decir de la supe- ración revolucionaria de esta sociedad, para reconocer con toda seguridad en la relación espontaneidad-conciencia la misma tensión interna y la misma dialéctica. Una dialéctica semejante es visible en la relación clase-partido.

[...] Si el partido está separado de las masas y lanza consignas que las masas no escuchan, que no despiertan ningún eco en el corazón del pueblo, su acción está destinada al fracaso. Pero si el partido ha interpretado correctamente el curso de la historia y si toma una posición adecuada para la progresión de la evolución, si está en permanente contacto con las amplias masas, si hace avanzar y canaliza su potencial espontáneo de lucha, más aún, si produce dicho contacto, si no deja producirse jamás una ruptura entre él y las masas populares, entonces la acción de las masas se convierte efectivamente en un movimiento real del pueblo, y la revolución toma su impulso victorioso.

[...] Que Rosa Luxemburg comprende claramente el valor de una dirección revolucionaria está demostrado por el hecho de que en la socialdemocracia polaca, de cuya dirección ella formaba parte, nunca fue subestimado el papel de la dirección revolucionaria, y también por el hecho de que, en la elaboración de las tesis para una nueva internacional revolucionaria de posguerra, ella puso el acento sobre la necesidad de una dirección centralizada, lo que le valió la crítica de Liebknecht, quien se hizo el defensor de la espontaneidad de las masas contra Rosa Luxemburg[147].

Prefacio italiano a los Scritti politici de Rosa Luxemburg, 1967.


9. Daniel Bemsaid y Alain Nair, El pecado de hegelianismo

La posición de Rosa Luxemburg no es clara, su vocabulario y su sintaxis trasuntan frecuentemente un hegelianismo.

[...] En la historia, el concepto de proletariado, en un principio alienado, se realiza progresivamente. La revolución, por tanto, está propuesta como un sujeto oculto, del que las peripecias de la lucha de clases son sólo sus manifestaciones. Cada derrota, cada error, cada revés, son pensados como momentos necesarios en el progreso de la realización del concepto. De ello resulta con toda evidencia un papel particularmente borroso para la organización de vanguardia.

[...] De hecho, ésta es la dimensión política que le falta a Rosa Luxemburg. Ella cree en “el reforzamiento creciente de la conciencia de clase del proletariado”. Habría una marcha evolutiva de la conciencia de clase en el curso de la cual la autonomía organizacional del partido no es necesaria sino como momento (el tiempo para que el proletariado comprenda su rol histórico inminente) dentro del proceso de desalienación del proletariado.

Debido a esta confusión de niveles, Rosa Luxemburg subestima los factores políticos e ideológicos y sus funciones. No basta con que las clases estén polarizadas al extremo para que se manifiesten espontáneamente sus intereses revolucionarios. Las clases populares pueden permanecer todavía por mucho tiempo bajo el influjo de la ideología burguesa, cuya función es precisamente la de enmascarar las relaciones de producción. Solamente la crisis revolucionaria disuelve esa ideología y pone a la vista sus mecanismos. En la crisis, la ideología burguesa revela su desnudez, las escuelas autojustificativas de la burguesía, las tentativas de hipostasiar la historia, quedan en bancarrota. En mayo, la burguesía francesa no tenía como taparrabo nada más que las mediocridades de las aronerías académicas y la prosa grisácea, estúpidamente reaccionaria, de un Papillón. Pero más allá de la crisis, si la burguesía continúa dueña del poder, ésta se rehace una fachada, relanza sus mecanismos de seducción ideológica, los que actúan como un disolvente de la cohesión de clases.

Aquellos que hacen ahora de Mayo un acto de nacimiento (el de la espontaneidad revolucionaria del proletariado sucediendo a su espontaneidad avasallada) no hacen más que extrapolar un momento político preciso: el de la crisis revolucionaria. Teorizan su propia sorpresa y su propio deslumbramiento, tanto mayores cuanto no preveían la posibilidad de tal crisis. De esta manera abandonan el terreno de la política para entrar en el de la metapolítica. En esto, también, no dejan de emparentarse con Rosa Luxemburg.

Los relentes de hegelianismo, la confusión de lo teórico con lo político, tienen como consecuencia la teoría luxemburgista de la organización-proceso. Rosa se obstina con toda lógica en pensar la organización como un producto histórico.

[...] Al contar con la agravación de las contradicciones del capitalismo, y confiar en el proletariado y en su espontaneidad revolucionaria, ella piensa la organización como la sanción del estado de desarrollo de la clase y como el foco capaz de precipitar (en el sentido químico) su condensación. Dentro de esta perspectiva la dimensión organizativa carece de peso específico. Definir la socialdemocracia como el movimiento propio de la clase revela, más que una concepción política, una concepción mecanicista. Si los bolcheviques se hubiesen atenido a semejante concepción, habrían esperado la luz verde del congreso de los soviets para desencadenar la insurrección. Sin embargo, sólo la vanguardia organizada podía comprender que la fecha de la insurrección debía preceder a la del congreso, y provocarla efectivamente.

“À pro pos de la question de l’organisation”, Partisans, Nº 45, Rosa Luxemburg vivante.


10. Yvon Bourdet, Espontaneidad no es “caos”

Por “espontaneidad en las masas” no entendemos “caos” ni “hervidero informe” [...]. Siendo un movimiento, la revolución tenía necesariamente una dirección. Pero no es de esa autodirección de la que habla Trotsky. Para él la dirección supone una separación entre dirigentes y dirigidos.

[...] Trotsky concluye: “Esos anónimos, rudos políticos de la fábrica y de la calle, no habían llovido del cielo, debieron ser educados” [...]. Él cree que basta, para que su hipótesis sea aceptada, con ponernos en el trance de elegir entre dos proposiciones absurdas. “Los rudos políticos”, rudos, en efecto, puesto que hacían la revolución al margen, y aun en contra, de la opinión de los jefes. “No habían llovido del cielo”, por lo tanto habían sido educados. Un dilema es obligatorio sólo si no hay una tercera salida. Pero estos hombres podrían haberse formado al contacto de las realidades de su propio medio, o por maestros llovidos del cielo, o venidos de la emigración y la deportación.

[...] Todo grupo humano está estructurado, los individuos no se agregan unos a otros como manzanas en una caja: 1 + 1 + 1. Es cierto que algunos son “aislados”, pero entre la mayoría se produce una atracción (o repulsión) [...]. Aun dentro de una multitud “momentánea” los jefes surgen espontáneamente.

[...] Ocurre muchas veces que el “dirigente espontáneo”, surgido en el momento de peligro, retoma luego su posición anónima [...]. El dirigente de una ocasión no es necesariamente el dirigente de cualquier otra ocasión, ni, sobre todo, es un dirigente separado del grupo. No es indispensable morir para permanecer desconocido.

Communisme et marxisme, Editorial Michel Brient. 1963.


11. Pierre Chaulieu, Lukacs y Rosa

[...] Cuando (Lukacs) dice que por más adelantada que estuviere la concentración del capital, siempre quedará por realizar un salto cualitativo para pasar al socialismo, el contenido de ese salto cualitativo permanece totalmente indeterminado. El contexto, y el hecho de que todo eso apunta a la defensa de la política bolchevique, permiten entender que se trata de llevar esa concentración hasta el extremo (por la nacionalización o estatización) y de eliminar a los burgueses como propietarios privados de los medios de producción.

La maduración del proletariado como clase revolucionaria, condición evidente de toda revolución que no sea un mero golpe militar, toma entonces un nuevo sentido. No cabe duda que esa maduración no siempre puede ser considerada como el producto “espontáneo” y simplemente “orgánico” de la evolución del capitalismo, separada de la actividad de los elementos más conscientes y de una organización revolucionaria; pero no se trata de una maduración con vistas a la simple rebelión, sino a la gestión de la producción, de la economía, de la sociedad en su conjunto, sin lo cual hablar de revolución socialista carece totalmente de sentido. El papel del partido, entonces, no consiste de ninguna manera en el de partera de la nueva sociedad mediante la violencia, sino el de ayudar a esa maduración sin la cual su violencia no puede conducir sino a resultados opuestos a los buscados. Es necesario recordar a ese respecto que el partido bolchevique no sólo no ha ayudado, sino que casi siempre se ha opuesto a los intentos de los comités de fábrica rusos de 1917-1918 por apoderarse de la gestión de las industrias.

“Remarques critiques sur la critique de la révolution russe de Rosa Luxemburg”, Socialisme ou Barbarie, N° 26, nov.-dic., 1958.


12. Cohn-Bendit, Decapitar al proletariado

Esa afirmación de que la conciencia política sólo le puede ser aportada a la clase obrera desde afuera es la que impugnamos teóricamente, puesto que la misma clase obrera la ha anulado prácticamente. El sindicalismo francés anterior a 1914 prueba por sí solo que los obreros pueden superar dentro del propio sindicato lo que Lenin llamó la conciencia tradeunionista. La “Carta de Amiens” adoptada en 1906 lo estipula explícitamente.

[...] Toda la ideología leninista está fundada sobre el postulado de la incapacidad de la clase obrera, incapacidad para hacer la revolución, incapacidad de regir la producción [...]. Que de tal manera la conciencia socialdemócrata le sea ajena al proletariado es quizás una condenación parcial de la socialdemocracia [...]. Por otra parte, el modelo de organización del tipo bolchevique se originó en el atraso de Rusia [...]. La teoría leninista que sostiene que la espontaneidad obrera no puede sobrepasar la conciencia tradeunionista equivale a decapitar al proletariado para permitirle al partido ponerse a la cabeza de la revolución.

[...] El leninismo fue violentamente combatido por Rosa Luxemburg [...]. Ella se lanzó a la pelea contra el centralismo democrático de Lenin y sus concepciones sobre la disciplina [...]. En realidad, es la conciencia de Lenin la que no alcanza a superar, en el terreno de la organización, a la de la burguesía.

[...] Durante mucho tiempo, el movimiento 22 de marzo existió sólo en base al contenido radical de sus objetivos políticos, a sus métodos de lucha efectivos y a menudo espontáneos, y al carácter no burocrático de su organización.

“El izquierdismo...”, 1968.


13. Dominique Desanti, La espontaneidad de las masas

[...] Tan pronto como salió de la prisión polaca, en el otoño de 1906, Rosa Luxemburg publicó Huelga de masas, partido y sindicatos, donde resume la experiencia revolucionaria, todavía quemante, que estuvo a punto de costarle la vida. Ella relaciona en esa obra el problema de la huelga general con el de la espontaneidad de las masas, principal escollo teórico del luxemburgismo, posición deformada constantemente por tres generaciones de comunistas ortodoxos. En la época cuando para el movimiento comunista internacional el “luxemburgismo” se había convertido en una injuria, a veces hasta en motivo de expulsión y pretexto para arrestos y deportaciones mortales, bajo el stalinismo, las posiciones de Rosa sobre la famosa “espontaneidad de las masas” dieron lugar a las más extremas deformaciones.

[...] La mentada espontaneidad se reduce a la confianza que tenía Rosa en la capacidad de inventiva de aquellos que luchan.

[...] Por una parte, en el momento de la crisis las masas descubren la forma de su lucha, la que no puede ser preestablecida ni congelada. No puede haber un manual de recetas de la revolución. (Observemos en cuanto a esto que los escritos de Mao Tse Tung trazan con precisión el cuadro de la guerrilla, sus condiciones, pero dejan un margen muy grande de invención a los revolucionarios en cada momento.) Para Rosa existe un contrapunto dialéctico, una complementación constante y necesaria, una condición para las invenciones espontáneas del gran combate. Es la educación permanente.

Introducción a “Lettres a Karl et Luise Kautsky”, P.U.F., 1970.


14. Grupo Bakunin, Espontaneidad u organización

Una adecuada comprensión de la naturaleza de la lucha de clases y de la acción revolucionaria, que incluye el rechazo de toda dirección especializada que pretenda desde afuera una conciencia política y teórica, condujo a muchos militantes revolucionarios a apoyar la tesis llamada “de la espontaneidad de las masas”.

Según esa idea, la iniciativa normal y natural de las masas en un momento dado sería suficiente para cualquier realización revolucionaria. La actividad militante y, sobre todo, la organización revolucionaria serían superfluas y peligrosas, pues inevitablemente dan origen a una nueva burocracia, retardataria, teóricamente, en relación con la acción de las masas, y contrarrevolucionaria, por su voluntad de regir al movimiento y encuadrar las realizaciones dentro de sus esquemas ideológicos.

Pueden admitir, a lo máximo, que se formen espontáneamente grupos en la lucha y que establezcan entre ellos contactos personales y episódicos, sin estructuras precisas y sin programas establecidos.

Más allá de eso, el destino de una organización revolucionaria está trazado de antemano: es el conocido de todos los pretendidos partidos obreros.

Esta tesis se apoya sobre cierto número de hechos no sólo indiscutibles, sino históricamente fundamentales, que manifiestan la capacidad popular para organizar sus luchas y la gestión de la sociedad, después de haber despojado del poder a los grupos privilegiados. Pero, al mismo tiempo, deja de lado completamente los mecanismos profundos de esos hechos, lo que la lleva, entre otras cosas, a identificar la capacidad creativa de las masas con una pretendida espontaneidad.

El proletariado no constituye un bloque homogéneo, llegado globalmente al mismo nivel de conciencia en un momento dado y en condiciones de sustentar una opción política uniforme, anulando las maniobras y desplazando los obstáculos que pudieran desviar su acción. El proletariado no desarrolla su experiencia histórica muñido de la ciencia infusa universal en un mundo inmaculado de la creación.

Tampoco es el proletariado una materia bruta y virgen, que reaccione uniforme y mecánicamente, siempre de la misma manera por las mismas causas. Por lo tanto, rechazar la organización en nombre del “espontaneísmo”, equivale a caer en una visión abstracta e idealista de las masas y sancionar la expectativa pasiva o un aventurerismo sin principios y una noción demagógicamente populista de la acción revolucionaria; o caer en una concepción seudocientífica, estrechamente economicista y mecánica, de la sociedad de clases y sus contradicciones internas, un fatalismo inhumano que deja el campo libre a cualquier cosa. Tales ideas no dejan de dar lugar a su contrario, el que se origina en los mismos errores: una concepción golpista, estrechamente voluntarista que, en general, bajo un barniz de “espontaneísmo”, reserva la iniciativa revolucionaria solamente a pequeños grupos dedicados a las llamadas “acciones ejemplares”, que proviene de una visión abstracta de la acción revolucionaria y de un pesimismo, casi siempre inconfesado, respecto de la capacidad real de las masas.

Entre esas dos tendencias se hallan los corporativistas apolíticos que rechazan toda dirección ideológica de la acción de las masas y caen en un empirismo ciego, y también aquellos que pretenden que los grupos ideológicos deben limitarse a la propaganda verbal o escrita de sus ideales, dejando a las masas en la libertad de aceptarlos o rechazarlos.

En realidad, la ausencia de una organización revolucionaria específica en el seno del movimiento de masas tiene una consecuencia inevitable; vaciar de contenido al movimiento, en provecho de aquellos que se arrogan el poder de hablar en su nombre. Desde luego, para quienes intentan apoderarse del control de la sociedad, la lucha de clases es un simple telón de fondo. Los organismos del poder obrero fueron siempre, infaliblemente, torpedeados por los grupos autoritarios y estatistas, cuando no habían sido anteriormente orientados hacia vías muertas por los estados mayores reformistas (junio de 1936, junio de 1968). Los ejemplos abundan, uno de los más importantes es sin duda la toma del poder por el partido bolchevique. Después de las fracasadas tentativas de los socialistas revolucionarios y los mencheviques, los bolcheviques obtuvieron su fuerza de la revolución rusa mediante el control y la coordinación política, a nivel nacional, de los soviets. Se puede citar también a la revolución húngara de 1956, que prácticamente sólo logró suministrar la ocasión para que los elementos nacionalistas y reaccionarios intentaran recuperar el poder, aprovechando la vigorosa lucha obrera contra la burocracia y la ocupación stalinista. Finalmente, en mayo de 1968, el “Movimiento 22 de Marzo” fue liquidado en beneficio de las diversas fracciones que habían participado en él.
La organización de la minoría revolucionaria no responde a un principio cualquiera, es una necesidad, un producto de la vida social, de las desigualdades del nivel de conciencia de las masas y de la revolución de la lucha de clases. La formación de esa minoría no depende de la voluntad de un pequeño estado mayor de aportar a las masas una verdad que éstas no necesitan. La minoría revolucionaria no es otra cosa que la parte más consciente y activa dentro del movimiento de masas, del cual constituye la expresión política más avanzada. No puede ser cuestión, por tanto, de preconizarla o rechazarla. Parte integrante de las masas, la minoría consciente no representa la concepción revolucionaria realizada de una vez y para siempre. Aparece como el medio natural dentro del que se elabora la más elevada toma de conciencia proletaria: la teoría revolucionaria.

La profundización de sus tesis y el reforzamiento de su cohesión teórica se inscriben en la perspectiva dinámica concreta del máximo desarrollo de las luchas. Esa perspectiva debe permitir el análisis y la capitalización de las experiencias históricas, así como de la masa de los hechos presentes, extraer de ellas la teoría apta para integrarse en la realidad a través de la práctica cotidiana de la lucha. Capaz de manifestar los diversos niveles de la conciencia y la lucha de clases y de confrontarlos con la realidad de la explotación, su objetivo es extraer la estrategia revolucionaria de un vasto movimiento social que, más allá de la reivindicación elemental y parcial, interna al sistema, debe desembocar en la impugnación global de la sociedad y en la elaboración de un mundo nuevo. La organización es el elemento propio de las masas que les permite afirmar e imponer políticamente su solución.

Grupo Bakunin, Marsella (comunista libertario), 1970.


15. Pierre Guillaume, No falso dilema

La polémica establecida dentro de la socialdemocracia, principalmente en Bélgica y Alemania, luego de las huelgas generales belgas de 1902 y 1913, no requiere una presentación histórica. Los textos que publicamos permiten percibir lo esencial del contexto histórico de la época y cualquier trabajador, aunque no tenga ningún conocimiento de la historia de Bélgica, comprenderá de qué se trata, pues idénticos problemas se plantean hoy en día para el mundo obrero, especialmente en Francia, después de la experiencia de las huelgas generalizadas de mayo de 1968. Esto es igualmente lo que otorga a esos textos su valor actual. Poco nos interesa hacer obra de historiador, sólo esperamos contribuir a la clarificación de las ideas y la identificación de los enemigos pasados, presentes y futuros de la revolución proletaria.

En esta polémica, Mehring y, sobre todo, Rosa Luxemburg, critican la práctica y las concepciones del partido belga. Esos textos nos conciernen porque, contra el líder reformista Vandervelde, Rosa analiza lo que constituye el fundamento mismo de la teoría revolucionaria: la espontaneidad revolucionaria del proletariado. Pero este punto siempre fue y es aún el núcleo del enfrentamiento entre reformistas y revolucionarios dentro del movimiento obrero. Todos los elementos que caracterizan a ambas posiciones estaban ya presentes en aquella época, y se pueden resumir en pocas palabras: ¿Es el proletariado una masa bruta e inerte que los jefes socialistas formados en la teoría conducen al combate como un ejército disciplinado o, por lo contrario, el proletariado es empujado espontáneamente por su situación a una práctica “socialista”, siendo la teoría revolucionaria sólo la comprensión de su situación de clase y la inteligencia de la lógica de su práctica? En este último caso, lejos de intentar el encuadramiento del proletariado, revolucionarios son aquellos que apuntan sólo a la sistematización de su actividad creativa espontánea.

Señalemos desde ya que Rosa Luxemburg no cae en ningún momento en el falso dilema del pensamiento burocrático que constituye el plato fuerte de la literatura grupuscular actual, el dilema organización-eficiencia vs. desorganización-espontaneidad. Más bien que a demostrar la inconsistencia teórica de las concepciones que oponen lo espontáneo a lo organizado, limitémonos a comprobar que, en un período en que el reformismo domina dentro del movimiento obrero, los revolucionarios son llevados, justamente, a identificarse con las manifestaciones marginales de desbordamiento, por una minoría, de las organizaciones burocráticas. Puesto que la organización está en manos del adversario, la lucha toma en sus comienzos la forma de indisciplina organizativa. Pero, desde el momento que la lucha alcanza determinado nivel, la clase obrera tiende espontánea y orgánicamente a unificarse, a centralizarse y a crear los adecuados organismos de dirección.

Eso es lo que demuestra Marx al estudiar la comuna de París, lo que prueba la creación en 1905 y 1917 de los soviets en Rusia, y en Alemania en 1918, etc. Pero esto es válido no sólo en los períodos de lucha revolucionaria abierta. La historia de la liga de los comunistas, de la primera internacional, la creación de Espartaco en Alemania, después el K. A. P. D., como la creación de la cuarta internacional (no la de Trotsky, sino la verdadera, de 1920) demuestran la tendencia espontánea a la organización del movimiento revolucionario. Sin embargo, es evidente que, en su época, Rosa sobrestimó las posibilidades de rectificación de las organizaciones reformistas, partidos o sindicatos. Mas las tesis que desarrolló están en la línea de las posiciones de Marx, tienden a la comprensión del movimiento real de la clase obrera, y nada tienen en común con la crítica “moral” de la burocracia y de la ideología espontaneísta.

Medio siglo más tarde, los términos de esta polémica se mantienen profundamente actuales, y se imponen dos conclusiones simétricas: los enemigos de la revolución proletaria en el interior del movimiento obrero tienen el pellejo mucho más duro de lo que los revolucionarios creían; pero lo mismo ocurre con los partidarios de la revolución, que han sobrevivido a todas las contrarrevoluciones, a todas las masacres, y que resurgen cada vez que la clase obrera se lanza a la lucha.

Prefacio a Grèves sauvages, spontanéité des masses, l’expérience belge de grève générale, Cahiers Spartacus, 1969.


16. Alain Guillerm, El luxemburgismo

Rosa Luxemburg, junto con Lukacs (que se refiere a ella constantemente en Historia y conciencia de clase), es uno de los autores más desconocidos, traicionados y deformados del marxismo. En relación con esos dos autores malditos, la historia (los dirigentes obreros, los comentaristas, los editores y otros “teóricos”) debió operar esa gigantesca obliteración de todo lo que fuera una tendencia consciente y organizada del movimiento obrero, hasta el punto de que por momentos logró hacerse hegemónica. Basta observar la ira con que Lenin la ve surgir por todas partes, cuando escribe con respecto a ello “un librito bastante maligno”. Esa tendencia, que se derrumbó tan rápidamente como había surgido, tenía entonces por nombre: el izquierdismo. Se vio ese fenómeno extraordinario en los años 20.

[...] Desde 1964, en una Francia gaullista que se aburre, no bastan ya las ideologías castristas, maoístas, trotskistas, etc. Maspero lanza una colección titulada Bibliothèque Socialista que reedita algunos escritos de Rosa. Los stalinistas, para no ser menos, también se interesan.

A partir de mayo de 1968, no fue posible continuar ignorando la existencia del pensamiento luxemburgiano. Además de las reediciones, aumentadas pero incompletas, las de Maspero, en formato de bolsillo, Badia hizo aparecer Extractos de Rosa en las Ed. Sociales, “desgraciadamente incompletos, precedidos de una sólida introducción y encuadrados por útiles comentarios...” (P. Sorlin, Le Monde). Con la mayor buena fe, diversos propagandistas y militantes descubrieron esta profunda verdad: Rosa había sido la más mortal enemiga del reformismo y del “revisionismo”, ante todo el adversario encarnizado de Bernstein y luego de Kautsky, lo que permitía que la polémica con Lenin resultara secundaria.

Nuestra óptica es radicalmente otra, no solamente resulta fácil demostrar, por el número de páginas y por su lugar en el edificio conceptual, que la oposición de izquierda a los bolcheviques es una cuestión central, sino que, más aún, las críticas dirigidas a Bernstein y Kautsky podrían en realidad aplicarse a Lenin, a quien no se puede calificar, conforme los conceptos luxemburgistas, sino como un socialdemócrata de izquierda. Téngase en cuenta a este respecto la profunda identidad de Lenin con la concepción de Kautsky de la conciencia de clase. Esta tesis, la oposición Luxemburg-Lenin (con sus “causas” políticas, filosóficas y sociológicas), es central para cualquier comprensión de Rosa. Eso es lo que trataremos de demostrar, así como en qué medida esa oposición es actual (entre izquierdistas y el P. C .F.) aun cuando los primeros usen una forma “leninista”. Es la oposición entre el proletariado y la burocracia.

[...] El partido no es la conciencia de clase, ni se convierte en partido de la noche a la mañana, y su mandato como instrumento de la lucha de clases nunca es definitivo. Por eso, la constitución de un partido comunista no puede ser decretado por algunos intelectuales (sea esta constitución a priori, en base a un programa radical abstracto, o producida después de una división prematura); la constitución del P. C. no puede ser sino el resultado de un proceso de maduración de las masas y de sus organizaciones, con todas sus carencias.

“Le luxemburgisme aujourd’hui”, Cahiers Spartacus, 1970.


17. Claude Lefort, No es necesario un partido

Sería otra utopía imaginar que el partido puede asegurar la rigurosa coordinación de las luchas y la centralización de las decisiones. Las luchas obreras, tal como se han producido en los últimos doce años [...] no padecieron por la ausencia de un órgano del tipo partido que podría haber logrado coordinar las huelgas; tampoco padecieron por la falta de politización -en el sentido que lo entendía Lenin-, las luchas obreras estuvieron dominadas por el problema de la organización autónoma. Ningún partido puede hacer que el proletariado resuelva este problema, al contrario, no será resuelto si no es en oposición a los partidos -sean éstos cuales fueren, quiero decir por antiburocráticos que fuesen sus programas-. La exigencia de una preparación concertada de las luchas dentro de la clase obrera y de una previsión revolucionaria ciertamente no puede ser ignorada (aunque no esté presente en todo momento, como algunos parecen creerlo). Pero esa necesidad es inseparable actualmente de aquella otra exigencia de que las luchas sean decididas y controladas por aquellos que las realizan. La función de coordinación y centralización no es la que justifica la existencia del partido, esa función pertenece a los grupos minoritarios de obreros o de empleados que, al tiempo que multiplican sus contactos mutuos, siguen formando parte de los medios productivos en los cuales actúan.

“Organisation et Parti”, Socialisme ou Barbarie, Nº 26, nov.-dic., 1958.


18. Robert Paris, ¿El partido no tendría ningún rol?

[...] Su crítica (de Rosa) de la dictadura bolchevique, así como, por otra parte, su teoría de la espontaneidad, proceden evidentemente de una dialéctica más hegeliana que marxista.

[...] Esa dialéctica [...] es, mucho más que la dialéctica marxista, la del idealismo objetivo, de Vico a Hegel, donde la mediación, la relación entre lo abstracto y lo concreto, de la praxis y la teoría, tienen una función subalterna con respecto a un vasto movimiento de la historia.

[...] El “espontaneísmo” luxemburgiano, hoy es necesario insistir en ello, tiene un contenido estrictamente histórico, diría aun historicista. Sería una extrapolación abusiva el pretender identificar la espontaneidad tal como la concibe Rosa Luxemburg con esa espontaneidad a la que dan nacimiento -y sobre la cual se fundan- tanto el psicoanálisis de Freud como el psicodrama de Moreno. Mientras que en este caso la espontaneidad pertenece más o menos a una “naturaleza humana”, que la historia o la cultura vienen a contrariar, en Rosa Luxemburg, por lo contrario, la espontaneidad proviene y no podría realizarse sino en y por la historia. Además, la espontaneidad descripta por Freud y Moreno se pretende un hecho genérico, propio del conjunto de la especie humana, mientras que la espontaneidad luxemburgiana se quiere y permanece esencialmente un fenómeno de clase. No existe en realidad para Rosa Luxemburg una verdadera espontaneidad, conforme ella se expresa, sino en el momento de la revolución. Si, para el marxismo, el proletariado no existe como clase sino en tanto que revolucionario, ocurre lo mismo con la espontaneidad luxemburgiana: existe sólo como revolucionaria.

[...] En último término, la prueba de la espontaneidad le pertenece a la revolución.

[...] La historia, la espontaneidad histórica es, por tanto, la que confirma o desmiente los esquemas preestablecidos que se pretenden dictar desde arriba. Tenemos aquí, nuevamente, la concepción hegeliana de la historia, que prohíbe las previsiones y no autoriza las totalizaciones sino a posteriori, “a la caída de la noche”. Pero, al mismo tiempo, al menos la fórmula lo permite suponer, algunos, que deben “poseer el mandato” pueden erigirse en maestros de escuela, de otro tipo, quizá, pero en todo caso maestros de escuela. Evidentemente, aquí aparece la laguna que Lukacs ya ha denunciado en Rosa Luxemburg: la insuficiencia de la mediación entre la teoría y la acción, mediación que se halla en la organización.

En realidad, lo que no está explicitado es la relación entre el proletariado y sus intelectuales o, en este caso, el problema de la preparación de la huelga, de la liberación de la espontaneidad y de su dirección.

[...] Esa relación entre espontaneidad y dirección consciente, entre la voluntad de todos y la dirección de unos pocos, es lo que Rosa trató de definir, sin lograrlo totalmente.

[...] Ciertamente, la organización del proletariado, su vanguardia, se colocaría a la cabeza del movimiento, pero para eso sería necesario que el movimiento ya se hubiera iniciado, que la historia se haya puesto en movimiento.

[...] Todo ocurre como si el partido estuviera ahí sólo para recoger los frutos de una revolución que ya se ha producido.

[...] En el origen mismo de la huelga de masas, de la explosión espontánea de la revolución, el partido no desempeñaría ningún papel. La cosa se presenta como (...) si se tratara siempre, para la acción política, de realizar una recuperación post facto y de dar su sentido a un fenómeno que se ha decidido en otra parte.

Prefacio a La Révolution russe, Maspero, año 1964.




19. Ernst Mandel, Refutada por la historia

Aunque no acepta la esencia del “centralismo” de Lenin, Luxemburg es llevada en su polémica a imponerle otra concepción de la formación de la conciencia política de clase y de la preparación de situaciones revolucionarias. Al hacer eso, ella pone en evidencia, de manera más punzante aún, hasta qué punto estaba errada en el debate. La concepción de Luxemburg de que “el ejército proletario se forma y se hace consciente de sus objetivos en el curso mismo de la lucha” ha sido absolutamente refutada por la historia. Por grandes, duraderas y vigorosas que hayan sido las luchas obreras, las masas obreras no han adquirido una clara comprensión de las tareas propias de la lucha o, al menos, no la adquirieron en un grado suficiente. Basta recordar aquí las huelgas generales francesas de 1936 y 1968, las luchas de los trabajadores alemanes de 1918 a 1923, las grandes luchas de los trabajadores italianos de 1920, 1948 y 1969, así como las prodigiosas luchas en España de 1931 a 1937, para no mencionar más que esos cuatro países europeos.

[...] Sería completamente ilusorio creer que, repentinamente, por así decirlo en una noche, un medio único de acción de las masas, una conciencia correspondiente a las exigencias de la situación histórica, pudiera nacer en el seno de las grandes masas. [...] Lenin recibía con tanto entusiasmo como Rosa Luxemburg y Trotsky las explosiones potentes y espontáneas de huelgas de masas y manifestaciones populares.

Luxemburg tiene completa razón cuando dice que el inicio de una revolución proletaria no puede ser “predeterminada” por el calendario, y se buscaría en vano un punto de vista contrario en Lenin. Lenin, como Luxemburg, estaba convencido de que esas explosiones elementales de las masas, sin las que sería impensable una revolución, no pueden ser hechas por encargo ni “organizadas” conforme a reglas; [...] Lenin, como Luxemburg, estaba convencido de que una acción de masas verdaderamente extendida hace y hará siempre surgir una poderosa reserva de energía creadora, una plenitud de recursos y de iniciativas.

La diferencia entre la teoría leninista de la organización y la teoría llamada de la espontaneidad -la que, por otra parte, no puede ser atribuida a Luxemburg, sino con grandes reservas- reside, entonces, no en una subestimación de la iniciativa de las masas, sino en la percepción de sus límites. La iniciativa de las masas es capaz de una cantidad de magníficas proezas. Pero no es capaz por sí misma de producir, en el curso de la lucha, un programa claro y completo con vistas a una revolución socialista en la que están implicadas todas las cuestiones sociales (sin hablar de la posterior reconstrucción socialista). No es más capaz por sí misma de llevar a cabo una centralización de fuerzas suficiente como para provocar la caída de un poder del Estado fuertemente centralizado y que dispone de un aparato represivo [...]. En otros términos, los límites de la espontaneidad de las masas comienzan a hacerse perceptibles si se comprende que una revolución socialista victoriosa no puede ser improvisada. Mientras, la “pura” espontaneidad de las masas se reduce siempre a la improvisación.

Agreguemos: la “pura” espontaneidad no existe más que en los libros de cuentos de hadas sobre el movimiento obrero, no en la historia real. Lo que generalmente se entiende por “espontaneidad de las masas”, son movimientos que no han sido detalladamente preparados previamente por alguna autoridad central. Por lo contrario, lo que no debe entenderse por “espontaneidad de las masas” son los movimientos que se producirían sin ninguna “influencia política de afuera”.

[...] Lo que diferencia las acciones “espontáneas” de la “intervención de la vanguardia” no es para nada el hecho de que en las primeras todos y cada uno hayan accedido en el curso de la lucha al mismo nivel de conciencia, mientras que en la segunda la “vanguardia” sería distinta de “la masa”. Lo que diferencia entre sí a ambas formas de acción no consiste tampoco en que en las acciones “espontáneas” no habría ninguna solución aportada al proletariado desde “fuera”, mientras que una vanguardia organizada respondería a las exigencias elementales de la masa “a la manera de un elite”, “imponiéndole” un programa.

Nunca hubo acciones “espontáneas” sin alguna clase de influencia proveniente de elementos de vanguardia. La diferencia entre acciones “espontáneas” y aquellas donde “interviene la vanguardia revolucionaria” es esencialmente la siguiente: en las acciones “espontáneas” la naturaleza de la intervención de los elementos de vanguardia es inorgánica, improvisada, intermitente y no preparada (se manifiestan fortuitamente en tal empresa, en tal región o tal ciudad), mientras que la existencia de una organización revolucionaria permite coordinar, planificar, sincronizar conscientemente y regular en forma continuada la intervención de los elementos de vanguardia en la lucha “espontánea” de las masas. Tales son, y nada más, las exigencias del “supercentralismo” leninista.

International Socialist Review, diciembre 1970.


20. Irene Petit, Pegarse a las masas

[...] Mucho se ha escrito acerca de la idea luxemburgiana de la espontaneidad y ha surgido cierto número de malentendidos. Rosa Luxemburg parte, es cierto, del postulado implícito de que las masas proletarias son espontáneamente revolucionarias y que basta un incidente menor para producir una acción revolucionaria de envergadura. Esta tesis es la que sustenta todo su libro. Pero ese optimismo no se acompaña con una desconfianza a priori respecto del papel del partido en la revolución. Al menos en este escrito y en esa fecha Rosa Luxemburg no opone la masa revolucionaria al partido, sus ataques no están dirigidos contra el partido alemán, sino contra los sindicatos, cuya influencia considera nefasta y su papel, lo más a menudo, desmovilizador.

En cuanto al partido, su función no debe consistir en el desencadenamiento de la acción revolucionaria, ésa, escribe, es una tesis común a Bernstein y a los anarquistas, así se presenten como los campeones o como los detractores de la huelga de masas. No se decide, por una resolución de un congreso, una huelga de masas para tal día a tal hora. De la misma manera no se puede decretar artificialmente que la huelga quede limitada a tal o cual objetivo, por ejemplo, la defensa de los derechos parlamentarios. Semejante concepción es ridícula y ha sido desmentida incesantemente por los hechos. El partido debe, si se permite utilizar el término, pegarse al movimiento de masas. Una vez declarada la huelga espontánea, tiene por misión darle un contenido político y consignas adecuadas. Si el partido no posee la iniciativa en las huelgas de masas, debe llevar la orientación y la dirección política de las mismas. Sólo así se evitará que la acción se pierda o que refluya en el caos.

Introducción a Oeuvres I de Rosa Luxemburg, Maspero, 1969.



VIDA DE ROSA LUXEMBURG


5 de marzo de 1870 o 1871: (Fecha dudosa.) Nacimiento en Zamosc, Polonia.

1889: Sale clandestinamente de su país para Zurich donde iniciará estudios universitarios que culminarán con una tesis sobre El desarrollo económico de Polonia (publicada en Leipzig en 1898).

Julio-agosto de 1896: Participa como delegada del socialismo polaco en el congreso socialista internacional de Londres.

Mayo de 1898: Entra en Alemania, donde inmediatamente adhiere a la socialdemocracia, se hace cargo de la redacción del Sächsische Arbeiterzeitung, participa en el congreso de la socialdemocracia en Stuttgart, inicia una polémica contra el revisionismo de E. Bernstein y seguidores, la que se publica en folleto en 1899, bajo el título de Reforma o revolución.

Septiembre de 1900: Participa en el congreso socialista internacional de París. Comienza su colaboración con la revista teórica de Kautsky Die Neue Zeit, y publica una serie de brillantes artículos contra el “ministerialismo” en Francia.

1901-1902: Codirectora del Lepzinger Volkszeitung.

Setiembre de 1903: Participa en el congreso de la socialdemocracia en Dresde, en el que es condenado el revisionismo.

16 de enero de 1904: Por su intervención en el anterior congreso es condenada a tres años de prisión.

Primavera de 1904: Escribe y publica Problemas de organización de la socialdemocracia rusa.

Agosto de 1904: Participa en el congreso socialista internacional de Amsterdam y cumple poco después su pena de prisión.

Mayo de 1905: Congreso de los sindicatos en Colonia, donde son condenadas tanto la huelga de masas como la huelga general.

Septiembre de 1905: Participa en el congreso de la socialdemocracia en Jena, donde la huelga de masas queda más o menos aceptada.

29 de diciembre de 1905: Parte para Polonia en revolución y toma parte en la insurrección de Varsovia.

Marzo-agosto de 1906: En prisión en Varsovia.

Agosto de 1906: Estada en Kuokkala, Finlandia, donde escribe Huelga de masas, partido y sindicatos.

Septiembre de 1906: Participa en el congreso de la socialdemocracia en Mannheim; por su discurso en ese congreso es condenada a dos meses de prisión.

15 de noviembre de 1906: Inauguración de la escuela del partido, donde será profesora. Sus cursos de economía política se publicaron mucho más tarde bajo el título de Introducción a la economía política.

12 de junio-12 de agosto: Cumple su pena de prisión (1907).

Agosto de 1907: Participa en el congreso socialista internacional de Stuttgart, donde redacta una enmienda junto con Lenin y Martov.

1910: Inicia una vigorosa polémica con Karl Kautsky sobre la huelga de masas.

Septiembre de 1910: Participa en el congreso socialista internacional de Copenhague.
Septiembre de 1910: Participa en el congreso de la socialdemocracia en Magdemburgo.

Septiembre de 1911: Participa en el congreso de la socialdemocracia en Jena.

Noviembre de 1912: Participa en el congreso socialista internacional extraordinario de Basilea.

1913: Nueva polémica con los dirigentes del partido y de los sindicatos sobre la huelga de masas y la acción directa extraparlamentaria. Publica La acumulación del capital.

Septiembre de 1913: Discurso en Francfort contra el militarismo y por la fraternización. Por ese discurso es condenada a un año de prisión.

29-30 de julio de 1914: Participa en la última reunión del “Buró” socialista internacional en Bruselas y en un acto contra la guerra.

4 de agosto de 1914: Primera reunión, en su casa, de los militantes opuestos al voto de los créditos de guerra.

19 de septiembre de 1914: Primera declaración pública, con Karl Liebknecht, Franz Mehrin y Clara Zetkin, contra la vergonzosa actitud de la socialdemocracia frente a la guerra.

Febrero de 1915-febrero de 1916: Purga su año de cárcel y escribe El folleto de junio.

15 de abril de 1915: Aparición del primer número de Die Internationale, fundado por ella con Karl Liebknecht y que es inmediatamente prohibido.

1° de enero de 1916: Conferencia nacional del grupo “Internationale” que tomaría el nombre de Liga Espartaco.

Com. de marzo de 1916: Aparición de La crisis de la socialdemocracia (el Folleto de junio).

11 de mayo de 1916: Manifestación contra la guerra en Berlín. Ella y Liebknecht arengan a la multitud.

19 de julio de 1916: Nuevo encarcelamiento, que se prolongará hasta la revolución del 9 de noviembre de 1918.

20 de setiembre de 1916: Aparición del primer número de las Cartas de Espartaco, donde colabora hasta el Nº 12, de octubre de 1918.

Verano de 1918: Escribe en la cárcel La revolución rusa, cuyo manuscrito envía a Paul Levi en setiembre y que no será publicado hasta 1922, por Levi.

16 de noviembre de 1918: Aparición del periódico Die Rote Fahne, donde colabora a partir del Nº 2 (17 de noviembre).

14 de diciembre de 1918: Publicación del programa de la Liga Espartaco.

30 de diciembre de 1918 -1° de enero de 1919: Congreso constitutivo de la Liga Espartaco (Partido Comunista alemán). Pronuncia su Discurso sobre el programa.

Com. de enero de 1919: Participa, por solidaridad con los trabajadores revolucionarios, en la “Comuna de Berlín”.

Noche del 15 de enero de 1919: Arresto y asesinato. Su cuerpo es arrojado a un canal.
[1] Se resume aquí un capítulo de D. G., La Révolution Française et nous. Ed. La Taupe, 1969, p. 39 ss., donde el movimiento elemental de las masas es examinado a partir de la revolución francesa del siglo XVIII. Para un análisis detallado, cf. D. G. La Lutte de classes soul la Première République 1793-1797, 2 vol., Gallimard, 1968.
[2] Cada vez que se vuelva sobre el término elite se sobreentiende el adjetivo obrera.
[3] Se encuentra la palabra spontan ya en un artículo de Rosa Luxemburg de 1899, “La unificación francesa”, 18-20 de diciembre de 1899, en Le Socialismo en France (1898-1912), 1971, pp. 76, 83, 88.
[4] Lenin, Sämtliche Werke, XXI, 1931, pp. 470-472. (Hay edición castellana.)
[5] Karl Marx y Friedrich Engels, El manifiesto comunista, 1848. Engels, M. E. Düring bouleverse la science, 1878, Introducción, pp. 3-4, Ed. Costes, 1931. Marx, carta a Freiligrath 29-2-1860 cit. en Maximilien Rubel, Karl Marx, Ensayo de biografía intelectual (ed. franc. 1957, p. 290).
[6] Manifiesto comunista.
[7] Trotsky, Histoire de la Révolution russe, ed. 1933. (Hay edición castellana.)
[8] Ver nota 54, las contradicciones de Trotsky respecto de este asunto.
[9] Max Stirner, L’Unique et sa propiêté, 1844, trad. Lasvignes, 1948, p. 347.
[10] Cf. D. G. Ni Dieu ni maître, reed. 1970, I, p. 137-138, 222; II, p. 25-26.
[11] Karl Kautsky, Die Neue Zeit, 1901-1902, XX, I, 79-80. Cit. por Lenin en ¿Qué hacer?
[12] Lenin, Oeuvres, IV, p. 450.
[13] Lenin, Un pas en avant, deux pas en arrière, 1904, trad. franc., Ed. Sociales,1953, p. 37.
[14] Oeuvres, IV, pp. 437, 482.
[15] Ibid., p. 458.
[16] Ibid., p. 452.
[17] Ibid., p. 447.
[18] Ibid., p. 532.
[19] Questions d’organisation de la social-democratie russe, p. 216, reproducido como anexo en Trotsky, Nos tâches politiques, 1970. (Hay edición castellana del texto de R. L.) En adelante se citará abreviado: Q. O.
[20] La siguiente es la cita exacta de Ferdinand Lassalle: “Tal es justamente la grandeza de la vocación de esta época, la de cumplir lo que los siglos oscuros ni se atrevieron a visualizar como posible: ¡Aportar la ciencia al pueblo! “Cualesquiera puedan ser las dificultades de esta tarea, estamos dispuestos a afrontarlas con todas nuestras fuerzas y a superarlas en nuestras expectativas. “Sólo dos cosas se han mantenido grandes en medio de la decadencia general, que para el conocedor profundo de la historia se ha apoderado de todos los aspectos de la vida europea, sólo dos cosas han permanecido frescas y activas en medio de la lenta consunción del egoísmo que se ha introducido en todas las venas de la sociedad europea: La ciencia y el pueblo. ¡La ciencia y los trabajadores! “Sólo la reunión de ambos puede fecundar con una vida nueva a la Europa de estos días. La alianza de la ciencia y los trabajadores, esos dos polos opuestos de la sociedad que, en cuanto se confundan en un abrazo, destrozarán entre sus brazos de bronce todos los obstáculos de la Cultura. Ése es el objetivo al que he resuelto consagrar mi vida mientras conserve el aliento.” La ciencia y los trabajadores. Autodefensa ante el tribunal criminal de Berlín por la acusación de haber incitado públicamente a las clases desposeídas al odio y el desprecio de las poseedoras, 16 de enero de 1863.
[21] Q. O., passim.
[22] Rosa Luxemburg, Grève de masses, parti et syndicats, p. 149. Abreviado: G. M.(Hay edición castellana.) Ver también: Paul Frölich, Rosa Luxemburg, pp. 183-184; Tony Cliff, Rosa Luxemburg, a study, Londres, 1959, pp. 41-42.
[23] Grèves sauvages, spontaneité des masses, principalmente el artículo del 24 de mayo de 1902, Cahiers Spartacus, serie B, Nº 30, 1969, p. 36. Abreviado: G. S.
[24] Q. O., p. 216; G. M., pp. 106-110.
[25] G. M., passim.
[26] Henriette Roland-Holst, Rosa Luxemburg, Zurich, 1937, pp. 46, 148, 152.
[27] Carta de R. L. a Mathilde Wurm, 16 de febrero de 1917, en R. L. Briefe an Freunde..., Hamburgo, 1950, p. 47.
[28] Roland-Holst, cit., p. 137.
[29] R. L. a M. Wurm, cit.
[30] La Crise de la social-democratie, redactado en abril de 1915, Ed. La Taupe, Bruselas, 1970, p. 67.
[31] R. L. a M. Rosembaum, 1917, Briefe..., p. 149.
[32] Ibid., a la misma, abril de 1917, p. 160.
[33] Ibid., a la misma, febrero de 1918, p. 222.
[34] Trotsky, Histoire..., cit., II, p. 297.
[35] Le socialisme en France, cit., p. 76.
[36] G. S., p. 20-21.
[37] Ibid., pp. 38, 36.
[38] Q. O., p. 215.
[39] Le socialisme..., p. 78.
[40] G. M., pp. 136-152.
[41] Lettres aux Kautsky, Varsovia, abril de 1906, p. 69.
[42] G. M., pp. 134-135.
[43] Q. O., p. 215.
[44] Wahlrechtskampf und Massenstreik, discurso en el congreso de Magdemburgo, 1910, en Gesammelte Werke, Berlín, 1928, p. 613. Abreviado: G. W.
[45] Die Theorie und die Praxis, Neue Zeit, 22 y 29 de julio de 1910, G. W., IV, p. 595.
[46] Das Offiziösentum der Theorie, Neue Zeit, 5 de setiembre de 1913, G. W., IV, p. 653.
[47] G. S., p. 49-50.
[48] Taktische fragen, 26-28 de junio de 1913, G. W., IV, pp. 639-642; Das Offiziösentum..., cit., p. 669.
[49] Zum preussischen Wahlrechtskampf, G. W., IV, p. 685.
[50] Artículo de la Rote Fahne, Nº 8, 8 de enero de 1919, en Gilbert Badia, Les Spartakistes, 1966, p. 215.
[51] G. M., pp. 105, 111, 112.
[52] Ibid., pp. 135, 137, 150-151.
[53] G. W., IV, p. 591.
[54] Ibid., p. 613-614.
[55] Ibid., p. 639-641.
[56] Paralelamente al presente análisis de las contradicciones de Rosa que se refieren sobre todo a la revolución de 1905, se recordará que se hallan en la Historia de la revolución rusa, de Trotsky, exactamente las mismas contradicciones entre los acontecimientos de 1917 relatados por el autor (espontaneidad de las masas, carencias del partido) y la teoría que sobre ellos construye (crítica de la espontaneidad, sobrestimación de los partidos de vanguardia). Es lo que ha demostrado Yvon Bourdet en su convincente ensayo: Le parti revolutionaire et la spontanéité des masses ou la controverse de Trotsky dans “L’Historie de la Révolution russe”, Noir et Rouge N° 15-16, reproducido en Communisme et Marxisme, 1963, pp. 15-37.
[57] Schlag auf Schlag, 26 de junio de 1912, G. W., IV, p. 372.
[58] Frölich, Zum Steit liben die Spontaneität, Aufklärungen, 1953; Lelio Basso, prefacio a los Scritti Politici, de R. L.
[59] Cartas del 27-10 y el 17-12-1904, en, Roland-Holst, cit., pp. 210-216.
[60] Q. O., pp. 216, 222.
[61] André y Dori Prudhommeaux, Spartacus et la Commune de Berlin, Cahiers Spartacus, octubre-noviembre de 1949, pp. 44, 97, 91, 80, 86-87.
[62] La Revolution russe, publicado en alemán en 1922. Abreviado: R. R. (Hay edición castellana.)
[63] Ibid., trad. franc., pp. 84, 85, 87, 88.
[64] Badia, cit., p. 261, y el último artículo de R. L.: “El orden reina en Berlín”, Rote Fahne, Nº 14, 14-2-1919, Badia, p. 239.
[65] D. G., “Un ejemplo de ineficacia; el partido comunista alemán 1919-1933”, en Para un marxismo libertario, Buenos Aires, Proyección, 1973.
[66] Eduard Bernstein, “Die Strike als politisches Kampsfmittel”, Neue Zeit, 1893- 1894, pp. 689-695.
[67] Parvus (seudónimo de Alejandre. Israel Helphand), “Staatsstreich und politischer Massenstrike”, Neue Zeit, 1895-1896, II, pp. 362-392.
[68] Jean Jaurès, La Petite République, 29 de agosto al 19 de setiembre de 1901, en Hubert Lagardelle, La Grève générale et le socialisme. Enquéte internationale, 1905, pp. 102-112.
[69] G. S., pp. 31-32, 36-37, 41.
[70] Fue en vano que en el congreso socialista internacional de 1904 un socialista libertario, el Dr. R. Friedeberg, sugiriera que, justamente por esa razón, los sindicatos den a sus miembros una formación antimilitarista, como lo hacía la C. G. T. francesa. R. F., Parlamentarismus und Generalstriek, Berlín, agosto de 1904, pp. 29-30.
[71] Lagardelle, cit., pp. 217, 235-252, 282-283, 292, 302, 306.
[72] Friedeberg, cit.; Robert Brécy, La Grève générale en France, 1969, p. 72; Sixième Congres international tenis à Amsterdam du 14 au 20 aout 1904, compte rendu analitique, Bruselas, 1904; pp. 45-58.
[73] Trotsky, Antes del 9 de enero, folleto, 1905, con prefacio de Parvus, Sochineniya, col. II, libro I, Moscú, 1926-1927; Zeman y Scharlau, The merchand of revolution (vida de Parvus), Londres, 1965, pp. 66-68, 76-78, 87, 89.
[74] G. W., IV, p. 395. Ver en ésta, “Documento Nº 5”.
[75] Discurso en el congreso de Jena de la socialdemocracia, 1905, G. W., IV, pp. 396-397; Protokol... (del congreso de Jena), 1905; artículo del 7 de noviembre de 1905, G. W., IV, pp. 398-402; cartas de R. L. de setiembreoctubre de 1905, en J. P. Nettl, Rosa Luxemburg, 1966, I, p. 307.
[76] Gegen das Abwiegeln, discurso en el congreso de la socialdemocracia en Mannheim, 1906, G. W., IV, p. 480-481.
[77] Resumido por Rosa de una página de un folleto de Engels de 1873. Mucho más tarde, en la extrema vejez, Engels escribiría un prefacio a La lucha de clases en Francia, bautizado por los socialdemócratas alemanes como su “testamento”, donde decía idílicamente: “Nosotros prosperamos mucho mejor por los medios legales que por los medios ilegales y los trastornos [...]. Con esta legalidad nos formamos músculos fuertes y mejillas rubicundas y respiramos la juventud eterna”. G. M., p. 93; Friedrich Engels, Die Bakunisten an der Arbeit, 1873.
[78] G. M., passim.
[79] Carta a Konrad Haenisch, 8-11-1910 en Briefe..., cit., p. 27; G. W., p. 546.
[80] Esbozo biográfico de Benedikt Kautsky, en Briefe..., cit., pp. 218-220.
[81] G. W., IV, pp. 556-593.
[82] G. W., IV, pp. 609-611.
[83] Ibid, pp. 643, 650, 670-671, 661, 679-681.
[84] Carta de Engels a Bebel del 18 al 28-3-75, Cf. D. G., El anarquismo, Buenos Aires, Utopía Libertaria, 2003.
[85] Engels, Los bakuninistas...
[86] Cg. Le socialisme..., p. 158.
[87] Rudolf Rocker, Johann Most, la vida de un rebelde,... D. G., Le mouvement ouvrier aux Etats Unis 1867-1967, 1968, p. 14.
[88] Albert Milhaud, La democratie socialiste allemande, 1903, pp. 49-50.
[89] Cf. Domela Nieuwenhuis, Le socialisme en danger, 1897, pp. 21, 91, 255.
[90] G. W., III, p. 151.
[91] Discours sur le programme, en Proudhommeaux, Spartacus, cit., p. 70-71.
[92] Friedeberg, cit., celebraba, entre otras cosas, el valor “ético” de la huelga general.
[93] Lagardelle, cit., p. 217.
[94] Precursor del actual comunismo libertario, en el prefacio de su folleto, Friedeberg esperaba el enlace del ideal socialista con el ideal anarquista
[95] Lagardelle, cit., pp. 302, 306.
[96] G. M., pp. 94-96.
[97] ¿Reforma o revolución?; Frölich, Rosa Luxemburg, cit. 88.
[98] Kautsky, Der politische Massenstreik, Berlín, 1914, pp. 202-203.
[99] Bracke, en el congreso de Lila del partido socialista francés, 9 al 11 de agosto de 1904.
[100] Nettl, cit., I, pp. 297, 425, 429, 437; II, pp. 496-499.
[101] Octave Festy, Le Mouvement ouvrier a Paris en 1840, Revue des Sciences Politiques,
1913; Colette Chambelland, L’Idee de grève générale en France (1871-1914), París, 1953 (manuscrito); Brécy, cit.
[102] Bakunin, Organisation et grève générale, L’Égalité, Ginebra, 3-4-69. Oeuvres, V, p. 51-52. James Guillaume plantea el problema de si el autor del artículo no habrá sido Charles Perron, presidente del comité de redacción del periódico, y no Bakunin, pero admite que dicho artículo representa “las ideas de las cuales se componía la propaganda hecha por Bakunin dentro de la internacional”.
[103] G. S., p. 30. Pero Rosa fecha este artículo el 27 de mayo de 1869 y lo atribuye al diario L’Internationale, de Bruselas. Quizás hay una confusión, pues el artículo de L’Égalité reproducía al mismo tiempo otro artículo de L’Internationale, del 27 de marzo (no de mayo), sobre la represión de las luchas obreras en Bélgica.
[104] Engels, Los bakuninistas..., cit., pp. 15-16; G. M., pp. 92-93.
[105] James Guillaume, L’Internationale, documents et souvenirs, III, 1909, pp. 118, 124.
[106] Lagardelle, cit., pp. 42-43; Brécy, cit., 39, etcétera.
[107] Aristide Briand, La grève générale et la révolution, 1900; Georges Suares, Briand, I, 1963, p. 282; Brécy, cit., p. 60-61.
[108] Lagardelle, cit., p. 9, y en esta encuesta, la opinión de Christian Cornelissen, pp. 156-160; Colette Chambelland, cit.; Georges Sorel, Reflexions sur la violence, 1910, p. 169, etcétera.
[109] Protokol del congreso de Jena, 1905, p. 302.
[110] Cornelissen, cit., pp. 159-160.
[111] Brécy, cit., p. 83.
[112] Charles Bonnier, Le Socialiste, 18-11-1905, en Sorel, cit., p. 216.
[113] Cf. D. G., Para un marxismo libertario, cit.
[114] Víctor Griffuelhes, en Lagardelle, cit.
[115] Grève générale reformiste et grève générale révolutionaire, folleto de la C. G. T., 1902, pp. 8-11.
[116] Roland-Holst, cit., p. 219.
[117] Cornelissen, en Lagardelle, cit., p. 157.
[118] Jacques Freymond, La Première Internationale, I, 1962, p. 404.
[119] Analytique du congres socialiste international de Bruxelles, 1891, pp. 66-77; Brécy, cit., p. 35-36; Neuwenhuis, Le socialisme en danger, pp. 34, 37
[120] Analytique du congres socialiste international de Zurich, 1893, p. 20.
[121] G. S., p. 30-31.
[122] G. M., p. 114.
[123] G. W., IV, pp. 400, 611-612, 635.
[124] Nettl, cit., I, pp. 241-242, 367-368; Le socialisme en France, pp. 219-21.
[125] Analytique du congres socialiste international do Stuttgart, 1907, pp. 116-182; Brécy, cit., p. 81; Nettl,. cit., I, pp. 398-399, 401.
[126] Analytique du congres socialiste international do Copenhague, 1910, pp. 311-312; Brécy, cit., pp. 27-28, 42-43.
[127] Roland-Holst, cit., pp. 70-73, 174, 189-190.
[128] Cf. Trostky, más adelante Documento Nº 10.
[129] El orden reina en Berlín, cit., 14-1-19, y el artículo del 11-1-19 en Badia, cit., pp. 242-244.
[130] ¿Qué hacer?
[131] Arnold Roller.
[132] Basta recordar que el camarada Plekhanov dejó de ser para la minoría un partidario del “centralismo burocrático” después que realizó la saludable cooptación
[133] Respuesta al artículo Problemas de organización de la socialdemocracia rusa. Problemas y querellas de interpretación.
[134] August Thalheimer, Las obras teóricas de Rosa Luxemburg, Die Internationale, 1920, 11, Nos. 19 y 20, pp. 19-20.
[135] Lenin, Contribución a la cuestión de la dictadura, en Oeuvres, ed. 1935, XXV, p. 511.
[136] Lenin, escrito póstumo en Pravda del 16-4-24, Sochineniya, XXXIII, p. 184.
[137] Clara Zetkin, Um Rosa Luxemburgs Stellung zur russischen Revolution; Adolf Warski, Rosa Luxemburge Stellung zu den taktischen Problemen der Revolution, ambos en Hamburgo, 1922.
[138] Georg Lukacs, Rosa Luxemburg marxista, enero de 1921; Observaciones críticas sobre la crítica de la revolución rusa de Rosa Luxemburg, enero de 1922; Observaciones metodológicas sobre la cuestión de la organización, setiembre de 1922, en Historia y conciencia de clase.
[139] Ruth Fischer, Die Internationale, 1925, VIII, Nº 3, p. 107.
[140] Paul Frölich, Zum Streit über die Spontaneität, Aufklarung, 1953.
[141] N. Bukharin, El imperialismo y la acumulación del capital, 1925. (Hay edición castellana.)
[142] Stalin, Sobre ciertos problemas de la historia del bolchevismo, 1931, Sochineniya, XIII, pp. 84-102. L. Kaganovich, Correspondance Internationale, 15-12-31.
[143] Trotsky, ¡Bas les pattes devant Rosa Luxemburg!, 28-6-32, Ecrits, I, 1955, pp. 321-331. (Véase Documento Nº 10.)
[144] El mismo, Rosa Luxemburg et la IV Internationals, 1935. (Véase texto VII.)
[145] Hartmut Mehringer y Gottfried Merger, La gauche nouvelle allemande et Rosa Luxemburg, Partisans (Rosa Luxemburg vivante), Nº 45, 1969. Es de notar la publicación en 1970 en la colección de bolsillo Rowohlt de los Escritos sobre la teoría de la espontaneidad de Rosa Luxemburg
[146] Pierre Guillaume, prefacio a Grèves sauvages et spontaneite des masses, Cahiers Spartacus, 21- serie, Nº 30, diciembre de 1969; Alain Guillerm, El luxemburgismo hoy, Cahiers Spartacus, 21 serie, Nº 32, marzo de 1970.
[147] “Demasiada ‘disciplina’ y demasiada poca espontaneidad” (Karl Liebknecht) en Ernst Meyer, Zur Entstehungsgeschichte der Junius-Thesen, Unter dem Banner des Marxismus, 1925, Nº 2, p. 420. [N. del E.] Se trata de la “tesis sobre las tareas de la socialdemocracia internacional” de enero de 1916.

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