jueves, 21 de enero de 2010

EL PARTIDO COMO ANTÍTESIS DE LA REVOLUCIÓN


El partido como antítesis de la Revolución (o el anacronismo de las sectas-partido)


“Si otro lazo de masas reemplaza al religioso, como parece haberlo conseguido hoy el lazo socialista, se manifestará la misma intolerancia hacia los extraños que en la época de las luchas religiosas” S. Freud


“Las Luces, que han descubierto libertades, inventaron también las disciplinas” M. Foucault


(Colaboró en este artículo: Diego Couzzo)


Horacio Tarcus, a propósito de un balance del todo pesimista –y no por ello erróneo- llevado a cabo por Perry Anderson, afirma que “el único punto de partida para una izquierda realista en nuestros días es la lúcida constatación de una derrota histórica” (1). Esta idea parece apuntar con todo su filo a una izquierda que se pretende revolucionaria, pero que no hace más que asemejarse bastante a una secta religiosa. Esta misma idea, la de la secta-partido, es sugerida por Tarcus, en otro artículo: para “estas formas (los partidos) más útil que la sociología de los partidos políticos, resulta la sociología de las religiones, es más provechoso pensarlas desde Weber que desde Michels, desde René Loreau que desde Sartori. Me explico: las organizaciones de la izquierda argentina hace decenios que responden mejor a la tipología de la secta” (2). Sin embargo, este fenómeno no es sólo nacional, sino también internacional. Es sorprendente la coincidencia de Tarcus con algo que ya planteó Castoriadis hace varias décadas: hablando del marxismo como una ideología que sirve para velar la realidad y justificarlas en lo imaginario: “Ideología, el marxismo lo ha llegado a ser en esa medida en tanto que doctrina de las múltiples sectas […] la palabra secta tiene para nosotros un sentido sociológico e histórico preciso[…] Una secta es una agrupación que erige como absoluto un solo lado, aspecto o fase del movimiento del que salió, hace de él la verdad de la Doctrina y la Verdad sin más, le subordina todo lo restante y, para mantener su fidelidad a ese aspecto, se separa radicalmente del mundo y vive a partir de entonces en su mundo aparte”(3). Esta comparación, bastante incómoda, nos permite un pasaje a los planteos de Sigmund Freud, quien despliega su teoría del psicoanálisis sobre la psicología de masas. Las masas, compuestas por individuos, presentan fuertes incrementos de afectividad, es decir que se comportan de determinada manera entre sí, poseen un alma, una psique propia. En principio, según el autor, las masas presentan una cohesión que esta posibilitada por el Eros, la pulsión sexual, que recae sobre un objeto, equivalente a la figura paterna. Este objeto de la pulsión sexual, puede ser una persona o una idea. No obstante, el autor asegura que existen formas no “amorosas” de vínculo con el objeto de deseo, es decir fenómenos que no tienen que ver con la pulsión sexual, pero que de todos modos, dan cohesión a una masa psicológica a partir del reconocimiento del padre. Se trata de la identificación, siendo esta la aspiración “a configurar el yo propio a semejanza del otro, tomado como modelo” (4). Establece diferencias entre estas dos formas de relacionarse con el objeto: mientras que el enamoramiento “introyecta”, enriquece, colma el yo, en la identificación existe una resignación a obtener ese objeto de deseo, para luego erigirlo dentro del yo. Freud distingue, a su vez, masas que se presentan o que surgen de manera espontánea, de aquellas que presentan una organización sostenida en el tiempo, sistemática, con jerarquías establecidas conscientemente. Tal es el caso del Ejército y la Iglesia (en tanto comunidad de creyentes), casos que Freud se aboca a estudiar. Podemos decir lo mismo de los Estado-nación, las Escuelas, y también –lo que nos ocupa en este trabajo- a los partidos de cuño marxista-leninista, y algunas de sus variantes. En la Iglesia Católica, que sirve de ejemplo a Freud, rige un “jefe” –Cristo- que despliega su amor sobre todos los que lo siguen, de hecho “respecto de cada individuo en la masa, El se sitúa como un bondadoso hermano mayor; es para ellos un sustito del padre”. Habría pues un “sesgo democrático” puesto que el amor es recibido por todos los creyentes de manera equitativa, Cristo ama a todos por igual. El ejército en cambio, presenta una jerarquía sistemática que reproduce en distintas escalas estos lazos: el general, el teniente, el coronel, tiene a su cargo distintos grupos, con una cantidad de individuos diversa. Aclara que en su ejemplo ya no hay grandes líderes militares “como César, Wallenstein, Napoleón” (5) que ocupen ese lugar, sino sistemas ligados a la idea de Patria, Gloria nacional. El lazo libidinal se desplaza hacia una idea, hacia algo que es abstracto. En ambos casos, la Iglesia o el Ejercito, los individuos presentan una doble ligazón libidinosa, una en relación con el conductor, o la idea rectora, y otra entre cada integrante de la masa. Este aspecto es lo que indica la falta de libertad del individuo mientras este se desenvuelve en la masa: “si todo individuo está sujeto a una ligazón afectiva tan amplia en dos direcciones, no nos resultará difícil derivar de ese nexo la alteración y la restricción observadas en su personalidad” (6). Estas relaciones libidinosas, a su vez, le permiten analizar el fenómeno del pánico, siendo este tipo de angustia aquello que rompe con los lazos afectivos de la masa, y logra así dispersarla, por lo menos en el caso del Ejército. Las masas religiosas –con las cuales puede compararse a los militantes de la izquierda tradicional-, ante un hipotético caso de la caída de una idea rectora, Freud asegura que lo que se desatan “son impulsos despiadados y hostiles hacia otras personas”, sólo susp!endidos por el lazo libidinal sostenido con el Padre/idea rectora. En función de esto, Freud señala una idea que reviste particular importancia: “por eso, una religión del amor, aunque se llame religión del amor, no puede dejar de ser dura y sin amor hacia quienes no pertenecen a ella” (7). Si llevamos esto a la lógica de los partidos de la izquierda tradicional, encontramos similitudes increíbles. ¿Qué ocurre con el odio de clase que profesan los partidos? No pretendemos hacer una apología de la paz entre las clases; sí queremos poner de manifiesto que las ideas socialistas deben tener en cuenta este factor inherente al acontecimiento de la alteridad: no se puede renunciar nunca -en esa sociedad libre, justa, igualitaria, fraterna que pretendemos construir-, a la paz, sin clases, sin opresión. Como lo plantea Finkielraut, a propósito del pensamiento de Lévinas, el otro es la condición para el surgimiento del sujeto, lo que implica la salida de sí mismo ante la alienación, y no el principio del enfrentamiento con los demás (8). El “nosotros” deber ser la Humanidad toda, en confluencia armónica con el medio ambiente. Los partidos de la Izquierda tradicional han perdido de vista este punto sistemáticamente, con frecuencia, relegando este debate a la posterior toma del poder. Pero no es lo único. Horacio Tarcus desarrolla algunas comparaciones (9) que le dan un sólido !sustento a esta idea de secta-partido: “Esto quiere decir que, a pesar de sus manifestaciones exteriores, políticas, racionales y laicas, la secta extrae su unidad, su cohesión y su fuerza de un imaginario religioso que opera de modo inconsciente para sus miembros. A pesar de que en el nivel de lo manifiesto un grupo se llame a sí mismo “partido”, “liga” o “movimiento”, se adhiera a un credo laico y racionalista y se ufane del carácter voluntario, libre y racional de sus posturas o de sus tomas de decisión políticas, puede funcionar y autorreproducirse según el patrón de la secta política, permaneciendo atrapado por un imaginario que es el que otorga efectiva identidad y cohesión al grupo y dentro del cual juegan un rol decisivo los rituales y las ceremonias, la disolución del individuo en el todo grupal, la separación rígida entre el “adentro” y el “afuera”, entre el saber profano y el sagrado, el esotérico y el exotérico, la estratificación interna, el culto sacralizado del líder, la esperanza mesiánica, las f!iguras del heterodoxo, el desertor y el traidor” Vemos en esta caracterización muy ajustada del autor, la imposibilidad de utilizar la herramienta que es la organización política para la transformación radical de la sociedad y la cultura. No hay alcance de masas, no se construye hegemonía: más bien la secta-partido es la antítesis de esta intención. Cabría preguntarse entonces, si las organizaciones de la izquierda tradicional no saben entender, como buena vanguardia, lo que las masas quieren y necesitan (o si el problema es justamente la noción de vanguardia). ¿Qué le pasa a las masas? ¿Qué acontece con ellas? ¿Cuál es su estado actual? Freud nos ofrece explicaciones que en un corte sincrónico, presenta mucha utilidad. Sin embargo, acordamos con la idea sugerida por Herbert Marcuse: sería interesante –y necesario para la construcción de una sociedad libre, justa, igualitaria, fraterna- “tratar de reinterpretar la concepción teórica de Freud en términos de su propio contenido socio-histórico”(10) y filosófico. Vale aclararlo, las masas que a Freud le sirven de ejemplo, organizadas o espontáneas, no explican o no dan cuenta del análisis diacrónico, es decir, su devenir en el tiempo. Michel Foucault, explica como se despliega la sociedad disciplinaria, como se constituye, cuál es su génesis: existe una proliferación de instituciones disciplinarias que en un largo período que abarca todo el siglo XVIII – y que se consolida y conoce su auge hacia los albores del siglo XX-, que supieron aparecer, con una lógica interna de disciplinamiento. Doble aspecto entonces, “se multiplican el número de las instituciones de disciplina y se disciplina los aparatos existentes” (11). A su vez, los mecanismo disciplinarios “salen”, se expanden por fuera de los lugares de encierro por excelencia (escuela, hospital, prisión, ejercito), circulan con “libertad” para alcanzar niveles masivos pero “descompuestos” en “procedimientos flexibles de control que se pueden transferir y adaptar” (12). Esta disciplina descansa sobre un brazo armado, la policía, que cuenta con toda una estructura “formal”, “legal”, legitimada (inspectores, comisarios), y no formales (“soplones a sueldo”, prostitutas, “observadores”). Todo cuanto se ve, “por millares de ojos”, que consisten en “un largo sistema jerarquizado”, es registrado en una “organización documental compleja” (13). Esto implica, aunque no de manera cabal, plenamente extendida ni absoluta, la estatización de la disciplina. En relación a todas estas afirmaciones, Foucault llega a pronunciar una idea de vital importancia para nosotros, en relación a lo que sosteníamos anteriormente a partir de los textos de Freud a propósito de lo que le ocurre al individuo en la masa: “la hermosa totalidad del individuo no esta amputada, reprimida, alterada por nuestro orden social, sino que el individuo se halla en él cuidadosamente fabricado, de acuerdo con toda una táctica de la fuerza y de los cuerpos”(14). Ahora bien, la sociedad disciplinaria se forma al calor de “cierto número procesos históricos amplios en el interior de los cuales ocupa lugar: económicos, jurídico-políticos, científicos”. Como todo sistema de poder, las disciplinas “son unas técnicas para garantizar la ordenación de las multiplicidades humanas”. En su caso particular, las sociedades disciplinarias – a diferencia, por ejemplo, de las sociedades soberanía- presentan de manera solapada una organización que obedece a tres criterios, a saber, hacer que el ejercicio del poder sea lo menos costoso -tanto económica como políticamente-, extender sin lagunas y sin baches este poder sobre el cuerpo social y ligar “el crecimiento económico del poder y el rendimiento de los aparatos en el interior de los cuales se ejerce” (15). Según Foucault, esto responde a una coyuntura histórica que consiste en una explosión demográfica, “flotante”, de sujetos que deambulan sin un anclaje en el terruño –recordemos la expropiación en los modos de subsistencia del campesinado por parte de los bloques de poder-, sujetos a los cuales el poder disciplinario intenta “fijar”; pero también, y como correlato, a un incesante crecimiento del aparato de producción. El autor en cuestión entiende que estos dos aspectos del fenómeno histórico, acumulación de seres humanos – al que también podríamos llamar advenimiento o génesis de la sociedad de masas que Freud analiza- y la acumulación de capital – que Marx describe admirablemente son inseparables (16). La Ilustración erige un derecho que tiene –incluso hoy por hoy- como contracara sorda, muda, velada, a la disciplina. Si la jurisprudencia se pretende igualitaria, la disciplina presenta, “subyacentes, esos mecanismos menudos, cotidianos y físicos: todos esos sistemas de mic!ropoder esencialmente inigualitarios y disimétricos que constituyen la disciplina”. Esa es la sociedad que le toca en suerte a Freud. Las masas que analiza han sido organizadas de la manera que él describe, mediante un largo proceso que remite a una configuración del poder, con el transcurso y la posterior consolidación de la sociedad disciplinaria. Dice Foucault sobre el poder: “el poder en la vigilancia jerarquizada de las disciplinas no se tiene como se tiene una cosa, no se transfiere como una propiedad; funciona como una maquinaria. Y si es cierto que su organización piramidal le da un ‘jefe’, es el aparato entero el que produce ‘poder’ y distribuye los individuos en ese campo permanente y continuo. Lo cual permite al poder disciplinario ser a la vez absolutamente indiscreto, ya que está por doquier y siempre alerta, no deja en principio ni una zona de sombra y controla sin cesar aquellos mismos que están encargados de controlarlo; y absolutamente ‘discreto’, ya que funciona permanentemente y en una buena parte en silencio. La disciplina hace ‘marchar’ un poder relacional que se sostiene así mismo por sus propios mecanismos y que sustituye la resonancia de las manifestaciones por el juego ininterrumpido de miradas calculadas. Gracias a las técnicas de vigilancia, la ‘fisica’ del poder, el dominio sobre el cuerpo se efectúa de acuerdo con las leyes de óptica y de la mecánica, de acuerdo con todo un juego de espacios, líneas, de pantallas, haces, de grados, y sin recurrir, en principio al menos, al exceso, a la fuerza, a la violencia. Poder que es en apariencia tanto menos (corporal) cuanto pacifista que es más sabiamente ‘fisico’.” En efecto si Gilles Deleuze pude afirmar la crisis de los espacios de encierro, de los “adentros”, se debe a una configuración del poder distinta, coexistente o conjugada con formas de poder anteriores. ¿Esto significa que las masas han desaparecido como fenómeno? ¿Ya no se encontrarían vínculos afectivos que nucleen a las masas psicológicas? Creemos que este fenómeno se ha desplazado, no se ha extinguido. La instituciones masivas ya no se despliegan del todo en el espacio público, sino cada vez con más predominancia, en lo mediático. De la plaza al sillón con el control remoto, diríamos “La plaza, lugar del misterio compartido, del secreto impronunciable, se ha vuelto innecesaria. Lo que importa es la transacción; el mercado exige no arriesgarse a las pasiones que el deseo suele desencadenar. La política como mercado teme a las pasiones, porque son irreductibles a variables posibles de manejar. No es que el marketing olvide el deseo; lo utiliza como instrumento para orient!ar la venta” (17). Una organización que se presente como masiva no puede desconocer este aspecto.


¿Qué lugar queda para el sujeto?


A partir de este contexto, nos preguntamos qué sucede con los sujetos que integran estas organizaciones de masas. En la idea del militante que se introduce en las estructuras de un partido de tipo marxista-leninista, existe una suerte de desprecio por la discusión que remite al lugar que puede tener un individuo en este tipo de organizaciones, pues según afirma la doxa militante, se trata de pensamientos pequeño-burgueses que no ayudan a la organización y la solidaridad de clase. Sin embargo, se olvida muy a menudo que, como lo plantea Michel Henry, Marx fue un pensador de la vida, es decir, de aquella vida fenomenológica individual (18). Es en esa vida donde el sujeto, a través de su praxis cotidiana, produce cambios en sus hábitos que pueden llegar a transformar la sociedad. Por supuesto, esta visión es comúnmente calificada como “individualista”, aunque nosotros creemos junto con Freud y Tarcus, que esto se debe al nivel de fanatismo de algunas organizaciones, que a trav!és de su sectarismo producen una separación entre la militancia política y la vida cotidiana e incluso con lo que ellos dicen representar: la clase obrera. Se podría pensar incluso, que este planteo del cambio en los hábitos cotidianos es sólo una transformación aislada que nunca podría lograr cambios sociales en general. Sin embargo, este argumento hace abstracción del individuo y la sociedad y olvida que somos individuos-sujetos (Morin 1994) insertos en ella y en tanto somos en sociedad, poseemos la capacidad de transformarla. Edgard Morin lo explica de esta manera: “El individuo es evidentemente un producto […] Pero ese producto es él mismo productor en el proceso que concierne a su progenitura; somos productos y productores en el ciclo rotativo de la vida. Asimismo, la sociedad es sin duda producto de interacciones entre individuos. Esas interacciones, a su vez, crean una organización que tiene cualidades propias, en particular lenguaje y cultura. Y esas mismas cualidad!es retroactúan sobre los individuos desde que nacen al mundo, !dándoles lenguaje, cultura, etcétera. Esto significa que los individuos producen la sociedad, la que produce los individuos“ (19). Hemos hecho una trascripción extensa de la cita porque vale la pena rescatar esta idea, ya que sería absurdo discutir si es más importante el individuo o la sociedad, ya que son nociones relacionales. Sin embargo esto no lo quieren admitir quienes se definen como militantes partidarios, relegando estos debates de acuerdo a una jerarquización de problemas que pone en primer lugar la idea de que “es más importante la acción y el compromiso con el partido, que el pensamiento”, tirando por la borda todas las concepciones del sujeto que desde Descartes, nos ayudan a entender que la capacidad de pensar es lo que funda la existencia de la subjetividad. Claro que el pensamiento no es el único atributo del hombre y de la mujer, también lo es la capacidad de generar actos de habla performativos y praxis transformadoras. Creemos que es necesario tener, al decir de Morin, “un pensamiento complejo, es decir, un pensamiento capaz de unir conceptos que se rechazan entre sí y se saben desglosados y catalogados en compartimientos cerrados” (20). Pensar si un sujeto debe priorizar el pensamiento y la reflexión antes que la acción o viceversa, es absurdo. Quizá esto se deba a un mal-entendido que surge a raíz de la famosa frase de Karl Marx esbozada en las tesis sobre Feuerbach, donde se afirma: “Los filósofos se han limitado a interpretar al mundo de diferentes maneras, de lo que se trata es de transformarlo”. Aquella famosa afirmación fue tomada por el marxismo (21) como la ne-gación de la filosofía. Como una especie de apología de la práctica, basándose en una división entre lo material y lo espiritual (o sea el pensamiento). Esto! derivó en una concepción materialista y cientificista de la historia. Sin embargo, como nos hace recordar Michel Henry, Marx nunca formuló la idea de una materia que se opondría al espíritu sino que “lo material” tiene sentido como aquello que los sujetos viven en su experiencia y en sus actividades concretas. Es por eso que pertenecer a una clase no significa estar atado a una subjetividad que se encontraría en la estructura económica, como un reflejo inevitable de la clase, sino que “Es su vida, su propia vida, personal, individual, el modo concreto de su actividad cotidiana -de ninguna manera la ideología pre-existente de una clase objetiva”(22) lo que produce una conciencia determinada, es decir, el modo de vida concreto de los sujetos es lo que produce el conjunto de ideas, de representaciones… pero la conciencia de este modo de vida (representaciones, tradiciones, etc.) nunca está determinada por la pertenencia de clase, sino que ésta se va formando en la experiencia! concreta, que sí está determinada por el lugar donde los suje!tos nacen (la clase)(23). En síntesis, creemos que para volver a pensar en una organización que sirva para la construcción de una sociedad más justa, igualitaria y plural, es necesario pensar en una concepción del sujeto abierta y no esencialista.


La militancia como sublimación


La militancia, los integrantes de la organización, subliman para transformar. O por lo menos deberían. En El malestar en la cultura, Sigmund Freud señala que existe un principio de placer que da sentido a la existencia. Ese principio de placer, que consiste en la búsqueda continua de la felicidad, es diezmado por el cuerpo propio (que deviene incesantemente, sin detenerse en su deterioro continuo), por el mundo exterior (la naturaleza toda que parece gobernada, pero que no cesa de sublevarse), finalmente por la relación con los otros (que bien podríamos llamar “la sociedad”), siendo este último aspecto uno de los que produce más desdicha, más dolor. Qué argumento más simple, por cierto, para querer cambiar la sociedad. Bajo el influjo de estos aspectos que atentan contra el ser humano, se relega la búsqueda de la dicha, y este relegamiento, se convierte en principio de realidad. No sería, entonces “asombroso que se consideren dichosos si escaparon a la desdicha, si salieron indemnes del sufrimiento, ni tampoco que donde quiera, universalmente, la tarea de evitar este relegue a un segundo plano la ganancia de placer” (24). Para rebatir la situación de desdicha, dice Freud, los seres humanos utilizan diversos mecanismos: la intoxicación (por medio de sustancias químicas que se despliegan en el organismo y otorgan placer inmediato); por medio del gobierno de las pulsiones, es decir someterse al principio de realidad (a la sociedad instituida, al statu quo imperante), lo que equivale a la reducción del goce. Pero existe también la sublimación, la cual consiste en producir un corrimiento de las metas pulsionales hacia un punto al que el mundo exterior, constituido como principio de placer, pueda denegar. Allí la angustia que nos produce esta sociedad, en la que impera el sistema capitalista, puede ser mitigada encarnando actividades creativas como bien lo es la práctica política. Freud señalaba que una forma de sublimar es la que posee un artista, pero que esta forma no es universal, sólo es accesible a pocos seres humanos. La militancia (25) en cambio, que consiste en desplegar creativamente, poieticamente, modos de vida radicales, diferentes, no opresivos, opuestos al poder, constituidos en un contrapoder, puesto que también consiste en la elaboración, en la reflexión, de esa política que también es ella un arte, es una de las tareas de nuestra época, está accesible a todos y todas, al género humano. En este punto nos permitimos una apología de las ideas ácratas. Siguiendo a Christian Ferrer, podemos afirmar que “difícilmente podría acontecer lo que el siglo XIX conoció como ‘revolución’ si previamente no germinan modos de vivir distintos. En la ‘educación de la voluntad’, que tanto preocupaba a los teóricos anarquistas, residía la posibilidad de acabar con el antiguo régimen espiritual y psicológico del dominio”(26). Esa es la tarea que el militante debería realizar continuamente, la de la prefiguración de la sociedad anhelada, la de la defensa de valores éticos radicales y subversivos del poder imperante. Incluso, realizarlo no como deber, sino como sublimación, una sublimación subversiva. Esta propuesta, la entendemos como la contracara del militante de la secta-partido, quien ofrece signos de alienación, de fetichismo de sus herramientas políticas, que en vez de permitir la transformación lenta, paulatina, de los hábitos culturales, parecen venerar nostálgicamente hecho y figuras de un pasado mítico. Por su parte, Luis Mattini nos acerca una idea, que nos parece una buena síntesis de lo que venimos planteando, a saber, “nuestros medios de defensa no podrán pasar otra vez por crear “aparatos” de defensa, sino una destreza de acción colectiva de autodefensa cuyos contenidos y formas sólo pueden hallarse allí, en la propia resaca. Porque la preocupación por la violencia del poder, no es prevenir algo “que va a venir”. La violencia del poder no “está por venir”, está presente, la ejerce sistemáticamente, respondiendo la “ley” de acción y reacción. A esa violencia se la está enfrentando de diversos modos. Huelga mencionar nuestros muertos. Precisamente de eso hablamos, no se trata de formar un “aparato” para “preparar” una supuesta “batalla decisiva”. Se trata de cómo se defienden los miles de espacios de libertad conquistados, con la singularidad de cada uno. Al enfrentar a lo único con lo múltiple, no se puede hablar de “estrategia” en el sentido militar de la palabra, sino la articulación de lo múltiple. Eso no existe en forma estática, por su propia naturaleza no puede existir en forma cristalizada. Es lo que hay que inventar en cada situación. Es lo que estamos inventando en este país hundido por el FMI” (27).


Conclusiones (o algunas preguntas pendientes…)


¿Se trata acaso de sustituir una maquinaria disciplinaria (la del capital) por otra (la del socialismo)? Sería interesante pensar en ejemplos históricos concretos, como el caso de la U.R.S.S., donde la experiencia de acción directa y organización asamblearia de los soviets, pronto pasó a ser utilizada instrumentalmente por funcionarios del partido bolchevique en tanto ejecutantes de las órdenes de la cúpula central. De la misma manera, el prometido socialismo se tradujo en la reproducción de la matriz industrial estatal que derivó en un gigantesco aparato burocrático, de manera que la sociedad se convirtió en una suerte de gran fábrica a cielo abierto. ¿Cuál sería la forma de no entregarle a la predominante lógica del mercado la felicidad del individuo, que encuentra lo efímero de su dicha en el objeto de consumo que se evapora ni bien se tiene en las manos? Es este uno de los grandes problemas, resultante del desarrollo de una forma de vida apoyada centralmente en la materialidad. La felicidad, pensaba como resultado de la interacción entre productos, no podrá nunca resolverse de otro modo. Por ello, pensar a la militancia como una posible forma de reproducir maquinarias (sean estas los Estados o los partidos autoproclamados revolucionarios) solo se constituye en un ejercicio de asimilación de la perspectiva civilizatoria de la Modernidad. Un ejercicio reafirmativo de la propia singularidad, y de constitución de si mismo/a, debería empezar por un cuestionamiento no solamente a lo que vemos instituido exteriormente, sino a los mecanismos institucionales que llevamos por dentro y que reproducen lo establecido, machacados y hechos carne a lo largo de nuestras vidas. Como decía el anarquista español Buenaventura Durruti “nosotros podemos construir un mundo nuevo, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”. No pretendemos dar una solución a los problemas que hemos planteado, sino tan sólo sugerir que pensar algunas de estas preguntas, en un contexto como el actual, de alienación y violencia simbólica y material frente al otro (y en consecuencia violencia que se vuelve contra uno mismo), podría servir como punto de partida para pensar el proceso. Si bien este trabajo observa ciertas relaciones que se reproducen dentro de los partidos (en particular los marxistas leninistas), dejamos asentado que también muchos de estos aspectos y problemas se reproducen dentro de espacios, organizaciones y agrupaciones identitaria e ideológicamente autodefinidas como anarquistas o libertarias. Pese a la crítica que desde estos espacios se realiza al verticalismo, al sectarismo y burocracia que allí se generan, a veces se pierde de vista que las relaciones de poder que reproducen lo instituido (como se afirmó previamente), se encarnan en relaciones sociales entre los sujetos, excediendo el fetichismo de pensar que sea solamente la existencia de Estados o partidos lo que genera eso. Está claro que las relaciones de dominación no se eliminan estrictamente con la supresión de estas instituciones, sino que hacen falta la invención de relaciones sociales que busquen diluir y eliminar toda forma de dominación.


Notas:


(1) Tarcus, Horacio. “Agenda para una izquierda radical”. Revista El Rodaballo, 2005.


(2) [http://prensaanarquista.blogspot.com/] (URL: http://www.inprecor.org.br/inprecor/index.php?option=content&task=view&id=290&Itemid=88) http://prensaanarquista.blogspot.com/

No hay comentarios: