domingo, 18 de mayo de 2014

Feos, sucios y malos: un seminario de Foucault sobre los anormales



En clase, Foucault pensaba en voz alta, se permitía cierta dosis moderada de humor y algunas libertades que son impensables en sus ensayos, pero hasta en el momento más relajado de los cursos que dictó en el College de France hay un rigor que apabulla. En este curso sobre los anormales, dictado a comienzos de1975, además de la inteligencia con la que presenta la investigación que está realizando, lo que deslumbra es su capacidad para crear un problema; decididamente, Foucault era un monstruo, una excepción. Él sabía convertir una obsesión suya en un problema de la cultura moderna. Este curso, aún más que sus ensayos más elaborados, es una prueba de ello. (continúa en más información)
 En la primera clase, Foucault presenta una serie de pericias psiquiátricas que permitieron condenar a los acusados en varios casos por entonces muy populares en Francia. Cuando el filósofo lee las pericias, los alumnos ríen a carcajadas. Los escritos de los psiquiatras son tan visiblemente prejuiciosos, ridículos y faltos de rigor científico que Foucault se permite compararlos con el teatro del absurdo e incluso dice acertadamente que el lenguaje de las pericias psiquiátricas que leyó es propio de Ubú, el desopilante, cruel y arbitrario personaje de Alfred Jarry.
Esas pericias son tan ridículas que, dice Foucault, ningún psiquiatra se las ofrecería a cualquier revista médica para que ésta la publicase bajo su verdadero nombre. Son tan ridículas como letales: gracias a ellas hay gente que puede perder la libertad o, incluso, la vida. Estas pericias son una de las bases más firmes por la que miles de hombres fueron condenados en Francia a pasar muchos años en prisión o, en varios casos, fueron directamente condenados a muerte. En ese momento la risa se congela: aparece el lado más cruel del arbitrario y ridículo Ubú.
El taimado Foucault logró su efecto: tiene a cientos de estudiantes, a los jóvenes más brillantes de Francia sentados frente a él, esperando una revelación. ¿Por qué el sistema judicial necesita semejante material como las pericias psiquiátricas? ¿Cuál es la eficacia de semejantes documentos que, si no se está en el papel de perito psiquiátrico o de acusado, causan risa? Y la pregunta que siempre aparece en Foucault, ¿cómo se llegó a este punto? El filósofo tendrá once clases para desplegar su investigación.

La pericia, a pesar del absurdo que encierra, tranquiliza. La pericia sirve para “explicar”, aunque sea a lo Ubú, por qué sucede algo que es a la vez tan excepcional y cotidiano como un crimen. La pericia está ahí para “mostrar” cómo el individuo ya se parecía a su crimen aún antes de haberlo cometido.
Después de haber investigado en los cursos anteriores los mecanismos disciplinarios (buena parte de esa investigación iba a servir de base a Vigilar y castigar), en este curso Foucault está más interesado por la forma en que esos aparatos disciplinarios “normalizan”, es decir, producen a los “normales” y a los “anormales”. Esta es la base del control social moderno.
Al internarse en el mundo de la anomalía, Foucault encuentra tres personajes que van a dar nacimiento (entre fines del siglo XIX y comienzos del XX) a un grupo del que surgirán los criminales, aunque el grupo no sea, en sí mismo, criminal: son los anormales. Los anormales surgen de la unión de tres figuras que tienen una historia más larga, puesto que algunas de ellas ya habían sido elaboradas en el siglo XVI o en el XVIII: esas figuras son el monstruo, el incorregible y el onanista.

El monstruo es el que viola las leyes naturales (y, por ende, las de la sociedad).Si bien la amenaza que el monstruo significa para el orden natural y social es máxima -ya que el monstruo rompe de manera radical hasta las leyes naturales-, por otro lado es, por su misma esencia, algo excepcional que sólo aparece muy de vez en cuando. El médico junto al teólogo son los encargados de tratar con el monstruo y definir qué hacer con él. El incorregible es una paradoja social en sí mismo: es ese ser al que ni la familia ni las instituciones han logrado normalizar o “corregir”, pero se supone que hay una instancia de corrección (puede ser la prisión, o alguna forma punitiva más dura que las instituciones normalizantes habituales, como la escuela o la parroquia) que logrará que el incorregible se corrija.
El onanista o masturbador es universal, pero es una universalidad secreta: nadie debe decir que se masturba. Es un secreto que todos saben, y que hasta el siglo XVII no constituía ningún problema. Recién en el siglo XVIII, cuando la educación del niño se convierta en un problema central -y antes que nada se pretenda educar su sexualidad- la masturbación va a ser vista como una anomalía. Y esa anomalía, a diferencia de la monstruosidad (que es excepcional), será generalizada. El onanista es castigado porque practica una sexualidad que no da otro rédito que el placer. El castigo no hará desaparecer la práctica, sino que instaurará la culpa en el cuerpo masivo de la masturbación. El control del masturbador está en el espacio social más pequeño, el de la familia, aunque “asistida” por el saber médico.
Durante casi tres siglos estas figuras se van transformando. Por ejemplo, el monstruo físico -que atenta contra las leyes naturales porque mezcla lo animal con lo humano (esa obsesión de fines de la Edad Media que encuentra por aquí y por allá animales con rasgos humanos o seres humanos con rasgos animales) o mezcla lo femenino con lo masculino (produciendo hermafroditas) o reúne lo que debía permanecer separado (los siameses)- se transforma en monstruo moral. El monstruo moral ya no se distingue físicamente del hombre común (o no se lo distingue tan claramente: para reconocerlo deben intervenir los médicos expertos), pero hay en su interior, en su alma o su mente, una monstruosidad no menos terrible que amenaza el orden. El monstruo físico se transforma así en el monstruo moral y la desviación de la ley natural se resume en la desviación delas normas sexuales. En el siglo XIX estas tres figuras -monstruos físicos, hombres incorregibles y masturbadores- van a ir configurando un excluido nuevo, el padre del anormal moderno: es el degenerado.

Del degenerado al anormal hay apenas un paso, o casi ni siquiera un paso: en el imaginario popular y en la prensa amarilla todavía conviven el degenerado, el anormal, el monstruo (físico y moral), el perverso sexual -una forma de ver al onanista, el que ama el placer sexual en sí- y el incorregible. Todas estas anomalías, sin ser criminales por sí mismas, pueden engendrar a un criminal. La ridícula pericia psiquiátrica, el informe de Ubú, tiene un objetivo, ahora comprensible: no hace más que mostrar que el acusado de un delito, si tiene alguna anomalía (social, sexual, moral), es un criminal en potencia. Es un descendiente del monstruo, del degenerado, del pervertido. Es un anormal: ese ser que es pura potencia criminal.

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